Amor con dolor se paga
Santándose la regla de ceñirse al Siglo de Oro español, el Festival de Almagro se inaugura con un destacable ‘Antonio y Cleopatra’
El Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro, que ha vuelto a ser un acontecimiento dedicado en exclusiva al Siglo de Oro español bajo la batuta de Ignacio García, su director, abre su 44ª edición con una obra de Shakespeare, Antonio y Cleopatra, dirigida por José Carlos Plaza. Es una de las escasas excepciones que García se ha permitido con una norma que implantó a rajatabla, con el resultado de que durante el cuatrienio que lleva al mando se ha multiplicado la producción privada de comedias de Lope, Calderón y compañía. Confiemos en que esta licencia, motivada porque el Festival de Mérida (donde Antonio y Cleopatra se representará la semana próxima) le planteó hacer una coproducción, no preludie un relajamiento de esta política inspirada en el proceder de los anglosajones, que consagran sus festivales clásicos a Shakespeare y a sus camaradas isabelinos, con la misión de afianzar su patrimonio.
En la tragedia Antonio y Cleopatra, Shakespeare, que lleva a su molino el manantial de Vidas paralelas, de Plutarco, habla sobre el cortocircuito desencadenado cuando el ejercicio del poder, absorbente siempre, entra en conflicto con la entrega al amor romántico. En el momento en el que Antonio atiende lo que su ambición le dicta, acepta casarse con la hermana de Octavio. Pero cuando vuelve a escuchar a su corazón, corre a los brazos de Cleopatra, pues allí encuentra él cuanto necesita.
José Carlos Plaza y su equipo han hecho un trabajo muy elaborado en contenido y forma. El aspa fluorescente que cruza bajo el telar del Teatro Adolfo Marsillach, sede almagreña de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, simboliza el cruce de los destinos de la pareja, pero también el choque de bandos contrarios en la guerra civil que se avecina y el aspa de la que penden los hilos de esa marioneta de sus dirigentes que son las huestes romanas enviadas al combate fratricida. Esta escenografía de Ricardo Sánchez Cuerda habla por sí sola sin precisar lo que dice, como las lenguas de las que no somos hablantes pero cuya musicalidad nos transporta. Ignoro cómo funcionará en el inmenso teatro romano de Mérida.
Tanto el conflicto entre la pareja interpretada por Ana Belén y Lluís Homar como su ligazón afectiva están planteados vigorosamente. Hay en el movimiento de ambos una dimensión coreográfica muy marcada, que les rejuvenece: giran sobre sí mismos, zumban el uno en torno de la otra, se hincan de hinojos, se arrojan y se ofuscan con ademanes adolescentes. No figura en el programa del festival el nombre de quien ha marcado u orientado tan eficaz coreografía, que está además muy bien ejecutada. Entre ellos hay tensión dramática, bromas, reproches y una agitación medida: se pelean y se aman con mucha más gracia que la pareja senescente de ¿Quién teme a Virginia Woolf? En este espectáculo, más que en otros de Plaza, se palpa su familiaridad con la escena anglosajona, su dominio del tono y del ritmo, su agudeza para aflorar con solvencia la veta humorística que corre por debajo del drama.
El trabajo de Ana Belén es elocuente y preciso. El de Homar, eficaz y entregado. El Octavio de Javier Bermejo tiene presencia, encanto y alegría contenida: sabe que sacará tajada del conflicto. Olga Rodríguez le imprime brillo y alegría a su criada. En fin, el reparto es amplio y está a tono. Vicente Molina Foix, autor de la versión, refunde personajes (de varios hace uno, por obligada síntesis presupuestaria) y encuentra en el castellano el lenguaje shakespeariano. No en todas las zonas del Adolfo Marsillach, al aire libre, se escuchó bien todo: confiemos en que en el Teatro de la Comedia de Madrid actúen sin microfonía. Tres horas se hicieron demasiadas para un espectáculo que comenzó a las once de la noche: no es fácil en todas las circunstancias seguir prestando atención sostenida después de la una de la madrugada.
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