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TRIBUNA
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Recuerdos del Día del Libro

El 23 de abril es la prueba del algodón de los escritores. Estás con el pescado en el mostrador a ver si vendes algo

Manuel Vilas
Puestos de venta de libros en la celebración de Sant Jordi en Barcelona en 2019.
Puestos de venta de libros en la celebración de Sant Jordi en Barcelona en 2019.ALBERT GARCIA

Mis recuerdos infantiles del 23 de abril son borrosos. No sabía muy bien qué se celebraba en tan agitada efeméride, más allá de que no había colegio. Yo vivía entonces en un pueblo del Alto Aragón de 13.000 habitantes, y la fiesta del libro se confundía con la de San Jorge, que era el patrón de mi comunidad. No recuerdo que mi padre comprase ningún libro en el Día del Libro, ya solo le hubiera faltado eso, bastante tenía con vender él lo que le tocaba por su oficio de viajante. Yo sé muy bien de dónde vengo, y la costumbre de comprar y leer libros entre las clases medias españolas cumple a lo sumo cuatro décadas. Cuarenta años frente a cuatrocientos años de analfabetismo. Yo vengo de la noche del analfabetismo español, bastante lejos he llegado, que escribo sin faltas de ortografía y con léxico distinguido y sé diferenciar un sujeto de un complemento directo y me sé de memoria todas las tildes diacríticas del español y las recito con encanto.

Un cura nos dijo en clase de 7º de la antigua EGB que Cervantes y Shakespeare habían muerto el mismo día. No debía de ser un niño demasiado tonto porque eso me pareció imposible. Me pareció un delirio. Y me lo sigue pareciendo. Un delirio hermoso, pero delirio. Unos cuantos años después fui yo quien me subí a una tarima y desde allí volví a proclamar la buena nueva de que el 23 de abril de 1616 dijeron adiós al mundo los dos más grandes genios de las letras universales. Uno se murió en España, y el otro en Inglaterra. Y era como si se hubieran puesto de acuerdo para morirse el mismo día. Mis alumnos me miraban como si yo mismo fuese una encarnación prescindible y pasajera del Caballero de la Triste Figura. “Salid al paseo de la Independencia y compraos un libro”, les decía a mis chicos.

Vivía yo entonces en Zaragoza y en ese bulevar zaragozano se celebraba y se celebra el Día del Libro. En Zaragoza ejercí en dos institutos de los que guardo un recuerdo maravilloso, uno fue el Goya, y el otro el Avempace. En aquellos años me di cuenta de una ironía política: es muy difícil explicar literatura si el entorno urbanístico en que está edificado un instituto es feo, porque la arquitectura y la literatura acaban siendo la misma cosa, y tienden a la belleza. Explicar un soneto de Garcilaso de la Vega en un instituto de barrio, con pasillos horribles, con aulas sin nobleza, con una biblioteca de mesas de plástico, rodeado de bloques de casas espantosas, es imposible. Acabas pareciendo un predicador de una secta extinguida.

Luego me tocó asistir como escritor a las firmas del Día del Libro. Me deslumbró Barcelona, convertida en una auténtica fiesta de la literatura. La primera vez que fui a un Sant Jordi lo hice asustado, temiendo no firmar nada y hacer el ridículo más espantoso, solo le pedía al destino no caer en un puesto de librería al lado de un superventas. Como escritor a menudo me he sentido un impostor. Alguna vez le he oído a Juan José Millás sentirse así, y eso me ha consolado mucho. Y me fue muy bien en mi primer Sant Jordi. Firmé un montón de libros. Eso sí, me tentaba contribuir a pagar la mitad de mi propio libro. Si mi novela costaba 18 euros, pensaba en dar 9 de mi bolsillo al comprador y futuro lector por si acaso no le gustaba el libro. He sido un escritor vulnerable a la hora de firmar libros. Miro a mis lectores a los ojos y pienso que en cualquier momento me van a descubrir. Van a llamar a la policía para denunciar al impostor. “Policía, policía, hemos descubierto a un polizón en el noble bajel de la literatura”. Y entonces viene la policía y se me lleva esposado y los críticos de los suplementos literarios dan vítores a la policía.

En estos pensamientos estaba en mi último Sant Jordi en Barcelona cuando se plantó delante de mí nada menos que el actor Pepe Sacristán para que le firmara un libro mío. No me lo podía creer. Pensé en mi padre. Si viviera mi padre, al ver a Pepe Sacristán con un libro mío, tendría que concluir que soy un escritor. Todo cuesta mucho en España. Salir adelante con la literatura es un milagro. El Día del Libro es la prueba del algodón de los escritores. Allí están los lectores, pasando de puesto en puesto. Y tú con el pescado en el mostrador, con los ajos de Chinchón, como decía el padre de Pepe Sacristán, a ver si los vendes y puedes seguir pagando facturas. Vivir de la literatura en España lo consiguen muy pocos. Se cree que eso es un problema de los escritores, y que allá se las compongan ellos por haber elegido un oficio tan vecino del hambre inmemorial, pero no es así. Cuando en un país los escritores no pueden vivir de su oficio se resienten la modernidad y el grado de civilización. Los españoles tenemos la suerte de que aquí se escribió la gran novela de Cervantes. Aquí nació el milagro de un libro que unía en indisoluble matrimonio la más alta, sofisticada y delicada literatura con el mayor éxito de público que pueda imaginarse, con millones y millones de lectores de toda condición.

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