Georgia O’Keeffe, el volcán y la brisa
El Museo Thyssen-Bornemisza presenta la primera retrospectiva en España dedicada a la pintora estadounidense, la más libre y abierta de los artistas de vanguardia
Tal día como hoy, de 1921, Georgia O’Keeffe (1887-1986) andaba imbuida en su estudio terminando uno de los primeros cuadros que encontramos en la exposición que el Museo Thyssen-Bornemisza dedica a la artista estadounidense, uno de los cinco que forman parte de su colección. Se titula Abstracción. Resplandor I y es una pintura bastante oscura, llena de tensiones internas, que recuerda a una pequeña fotografía de su cuello tomada por Alfred Stieglitz ese mismo año, que hoy es fácil encontrar por 10 euros en formato póster. En ambas imágenes, el tiempo y el espacio son dimensiones puramente mentales y parece reinar un acorde silencioso, dulce. Fue, a su vez, una de las fotos que colgaron de la exposición que, dos meses antes, había revolucionado el mundo del arte neoyorquino desde las Galerías Anderson, un espacio que dirigía el propio Stieglitz dando relevo a su mítica 291 Gallery, el epicentro de todo aquello que empezaba a tildarse de “arte moderno”. Una Georgia O’Keeffe retratada sin distancias, muchas veces desnuda, convirtiéndose por momentos en icono, incluso a su pesar.
Todo lo demás es historia. O’Keeffe y Stieglitz se escribieron cientos de cartas de amor pese a que siempre fueron una de esas parejas que parecen experimentar su acercamiento más genuino cuando más separadas están. Él fue el primero en exponer aquella subjetividad lírica que tanto se desmarcaba de la era de la máquina y conectaba con esa idea de lo espiritual en el arte de Kandinski, que Stieglitz había traducido al inglés para Camera Work. Primero fueron dibujos al carboncillo, que aglutinaban la acción de O’Keeffe de caminar diariamente, una opción existencial de búsqueda que se manifiesta en la artista como paso adelante en la renovación de moldes narrativos.
Pronto apareció el color, las primeras acuarelas de flores de lis y un sinfín de estereotipos que siempre rechazó. Vulvas encubiertas entre pétalos y copas arbóreas buscando una reconciliación con las leyes de la naturaleza, que esta exposición intenta disipar esquivando los momentos de la vida convertidos en callejones sin salida. O’Keeffe sintonizaba con el pensamiento griego, donde el cuerpo es la forma suprema de naturaleza, aunque su grado de compromiso con la libertad y la contradicción encajaba mal con los rigores del dogma. Fue una artista feminista presa en la trampa del género. En 1913 ingresó en el National Woman’s Party, justo cuando inauguraba el controvertido Armory Show, un punto de inflexión para el arte de Estados Unidos que dejaba atrás el academicismo más férreo, pero con altos índices de testosterona. La antesala del famoso falo de Brancusi, alias Princesa X.
Sigamos un siglo atrás. Otra pandemia. La gripe española le pasó factura en Nueva York, momento que tampoco escapó a la cámara de Stieglitz. Vivían en lo alto del hotel Shelton, desde donde O’Keeffe empezó a pintar los rascacielos como tótems y las calles como cañones, como si quisiera dar respuesta a la película Manhatta, también de 1921, rodada en homenaje a Walt Whitman por Paul Strand y Charles Sheeler. Sus nuevos bodegones de flores también parecían edificios monumentales. Espectadora privilegiada de la revolución artística que estaba protagonizando una nueva generación de fotógrafos bajo el estandarte de la straight photography, O’Keeffe tuvo tiempo de sobra para pensar en esa visión donde el uso del blow-up tenía un papel intensificador tanto formal como emocional. Esa intensificación a la que ella aspiraba para adecuar su arte a esa fantasía de la vida moderna. Para una artista como ella, que aparece sin precedentes, la abstracción, como la feminidad, siempre fue un medio, nunca un fin. Registra una identidad alternativa para los artistas norteamericanos, especialmente para las mujeres, una identidad que se aparte de los mitos. Su meta era generar otra idea de lo moderno, mucho más libre y abierta. Esa actitud de eterna principiante le valió la primera exposición de una mujer en el MoMA, en 1927, con apenas 40 años. También un récord de subasta con su Flor blanca nº 1 (1932), colgada en el Thyssen, todavía hoy la más cotizada de una artista mujer.
Nacida en la polifonía entre siglos, O’Keeffe era capaz de percibir el olor acre de un ambiente iluminado con luz de gas a un siglo de distancia. Seguramente esa sea su proeza: saber que la realidad siempre es diferente a todo. Comenzar siempre de nuevo. No sorprenden los varios giros que da su obra, y que bien recoge la exposición. El paisaje de Texas de sus obras tempranas vuelve a replicarse tiempo después, en cuanto se enamora de México. Su casa de adobe en Ghost Ranch, la orografía del lugar, las cruces perdidas de la naturaleza, los huesos de animales muertos, su casa en Abiquiú. A medida que crecía, la pincelada se hizo más exigua. Estamos en los años cincuenta y las superficies de O’Keeffe iban en paralelo a lo que, por su parte, proyectaba Mark Rothko. Campos de color donde seguía retratando caminos, desvíos y horizontes de ese mundo disperso que trataba de encontrar. La comisaria, Marta Ruiz del Árbol, hace hincapié en esa idea de artista paseante, bajo una retrospectiva igualmente viajera que más tarde llegará al Centre Pompidou de París y la Fundación Beyeler de Basilea. Ejemplo de un esfuerzo colectivo por recuperar en Europa a una creadora que nunca ha tenido demasiado foco.
Georgia O’Keeffe. Museo Thyssen-Bornemisza. Madrid. Del 20 de abril al 8 de agosto.
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