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TRIBUNA LIBRE
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Un pañuelo mojado en saliva

La culpa es uno de los grandes motores que nos impulsan a escribir sobre nuestro padre y nuestra madre

Francis Scott Fitzgerald y Zelda Fitzgerald con la hija de ambos, Frances, también llamada 'Scottie', en la Navidad de 1926 en París.
Francis Scott Fitzgerald y Zelda Fitzgerald con la hija de ambos, Frances, también llamada 'Scottie', en la Navidad de 1926 en París.Hulton Archive (Getty Images)

Miras las manos de tu madre. Sigues atentamente con la mirada las rutas que marcan sus venas, como si así pudieras llegar al origen de algo. Quizás escribes sobre ella por esa misma razón, porque confías en que, llegando al germen, al molde del que has salido, encontrarás por fin alguna pista sobre quién eres y cómo te has construido mientras vivías, sin ser consciente de ello, en aquellas manos.

¿Por qué escribimos de nuestra madre, de nuestro padre? Tal vez sea un intento de recuperar aquella voz que hemos utilizado siempre con ellos. Una voz arriesgadamente íntima que no nos sale con nadie más. Quizás intuimos que, en ese timbre, ese tono, se esconde alguna verdad y confiamos en que, recobrándola a través de la escritura, podremos llegar a la muñeca rusa más pequeña de todas, la que se esconde tras las capas que nos hemos ido poniendo encima con los años.

Recuerdo que, de pequeña, un día mi madre me sacó de casa con tanta prisa que salí en zapatillas. Cuando me di cuenta, ya en la calle, le supliqué que volviéramos, pero se negó, llegábamos tarde al médico. “Nadie se va a dar cuenta”, me dijo. Nunca he olvidado aquel sentimiento tan profundo de vergüenza. Me hubiese cortado los pies para que el mundo no me viera con aquellas zapatillas de felpa.

Hablar de nuestros padres es una manera de dejar de mostrar a los invitados el salón de nuestra casa para enseñarles el patio donde colgamos la ropa. Es mostrarnos en zapatillas de casa. Es abrir la puerta de un 5º C o un 4º D y compartir su olor, sus voces, el ruido de las cazuelas, del batir de huevos, el sonido de fondo del telediario en el televisor… Es coger entre las manos esa foto de tu comunión que tus padres aún tienen sobre el mueble del salón, poner tu mano derecha sobre ella, como si fuera una Biblia, y proclamar: “Juro decir la verdad y nada más que la verdad”.

En lo familiar se esconden las verdades, y hablar de nuestros padres nos lleva irremediablemente a ese espacio íntimo

Escribir tiene mucho de encontrar lo extraordinario y lo misterioso en lo familiar, en lo cotidiano, porque es ahí donde se esconden las verdades, y hablar de nuestros padres nos lleva irremediablemente a ese espacio íntimo, a ese álbum familiar de fotos que describe con tanta precisión el gran Rafael Berrio en una de sus canciones. Allí encontramos lo que nos dijimos, pero, sobre todo, lo que nos dejamos sin decir. Y esos silencios familiares, todas las palabras no dichas a nuestros padres, esas lagunas que tanto escuecen, sobrevuelan la necesidad de escribir sobre ellos.

Escribes de tu madre o de tu padre cuando al entrar en su casa te encuentras telarañas en el cierre de la dentadura, como canta Quique González, y sabes que llegas tarde. Cuando el silencio familiar, al no haberse rectificado a tiempo, se ha convertido ya en cemento.

Se puede escribir sobre tus padres desde el ajuste de cuentas como hizo Kafka; desde el homenaje, como ha hecho Manuel Vilas; desde la comprensión, como Elvira Lindo; desde un apego feroz, mezcla de odio y amor, como Vivian Gornick; desde la búsqueda de la mujer que se esconde tras la madre, como Annie Ernaux, o desde la añoranza por seguir siendo el niño que vive en las manos de su madre, como Antonio Gamoneda. Pero se escribe sobre todo desde la culpa. La culpa es uno de los grandes motores que nos impulsan a escribir sobre nuestros padres. La culpa por no haberlos visto a pesar de haber estado a su lado todo el tiempo, por haber sepultado sus nombres bajo unos rígidos y pesados roles de madre y padre.

En la mayoría de los casos ese sentimiento de culpa se acrecienta cuando miramos a la madre, porque somos conscientes de que el padre por lo menos ya tenía un nombre fuera, era alguien con sus compañeros de trabajo o con los amigos con los que se tomaba unos vinos.

Sientes la necesidad de adivinar para quién se ponía el collar de perlas que encuentras en su joyero

Escribir sobre nuestra madre es también destapar la realidad de aquellas mujeres a las que en su cumpleaños se les regalaba una plancha. Escribes sobre tu madre cuando, tras su muerte, abres su armario y sientes la necesidad de rellenar con un cuerpo de mujer esos cuellos y esas mangas que cuelgan de las perchas; de adivinar para quién se ponía el collar de perlas que encuentras en su joyero; de preguntarte si alguna vez estuvo enamorada de tu padre o deseó a algún otro hombre. Es buscar a la mujer, a la persona, bajo ese fantasma que cuelga tras la puerta de su habitación en forma de bata de casa.

No es casualidad que escribamos de nuestros padres, sobre todo, a partir de una edad, cuando mueren o cuando no los reconocemos en esos ojos empequeñecidos por la vejez. Creo que el desamparo que sentimos al ser conscientes de que ya no seremos más el niño o la niña al que cuidaban, que nadie nos va a cuidar nunca más así, es precisamente, otra de las grandes razones que nos lleva a escribir sobre ellos.

Se escribe desde ese vacío, desde esa orfandad. Porque lo que más añoramos de nuestra infancia no son las pagas del domingo, ni jugar al escondite por la casa, ni merendar con margarina. Lo que realmente echamos en falta a partir de una edad es tener la seguridad de que siempre habrá alguien con un pañuelo mojado en saliva dispuesto a limpiar los restos de desayuno de nuestros labios.

Karmele Jaio es autora de las novelas Las manos de mi madre y La casa del padre.

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