Después de lo trans
El nuevo ensayo de Elizabeth Duval entra de lleno en el debate contemporáneo sobre el género a la vez que rechaza la lógica identitaria que lo sustenta. Avanzamos un capítulo del libro, que llega este miércoles a las librerías, editado por La Caja Books
Contra la tolerancia y la estadística
Hay un momento particularmente brutal de la escritura (y no hablo aquí de toda, sino exclusivamente de algunos casos concretos) en el cual te das cuenta de que no escribes por placer. Tuve la suerte de no vivir nada parecido con Reina: es ese un libro que escribí gustosamente, enamorada de mí misma, presa de la propia materia efervescente que trabajaba; sí me sucede con Después de lo trans. Que no interprete nadie mis palabras como la exhibición de una falsa modestia: no, no, nada de eso; no es que crea tener poco que decir sobre las cuestiones que tienen que ver con los conceptos del sexo, del género, de lo trans. Creo que puedo aportar bastante a esos debates contemporáneos concretos, apuntar en algunas direcciones a las que no se está apuntando lo suficiente, añadir matices, tensar las cuerdas. Pero no tendría por qué hacerlo; o, al menos, no yo. Escribir este libro es dar argumentos a las mismas personas de las que me quejaba en las páginas que lo abren; es someterme, lo quiera o no, a las mismas lógicas reduccionistas que van a hacer de toda mi producción una producción trans, una producción lesbiana, una producción femenina, una producción comercializable: follo (‘soplar con el fuelle’, es decir, dar fuelle, según la RAE; o, también, ‘formar o componer en hojas algo’; o ‘talar y destruir’; quedará claro, en mi crítica a Paul B. Preciado, que yo no voy a emplear el significado que queda) al mercado y el mercado me folla de vuelta, entendámonos; doy alas a esta lamentable, cof, cof, lógica identitaria que nos apresa.
Si critico esta reducción identitaria, también ofrezco argumentos a quienes perniciosamente buscan munición de la cual valerse contra los discursos más activistas o los individuos más involucrados: mi existencia y mi rechazo de lo trans o mi insistencia en que no hago otra cosa que no sea escribir, yo tan solo escribo, yo preferiría ser exclusivamente considerada como escritora, les servirán de argumento contra los mismos que defienden, justicia en mano, que sujetos como yo tenemos derecho a existir. Si no critico esta reducción identitaria, el libro queda cojo, porque no digo nada que merezca la pena, nada que cambie.
Estoy condenada, haga lo que haga: porque la voz que aquí habla ya está condenada de antemano. Y, a propósito de esta condena, me gustaría retomar, como si las hiciera también, o al menos en parte, mías, las palabras de Pasolini en su corto tratado pedagógico, en el «Gennariello», contenido en las Cartas luteranas:
La tolerancia, y debes saber esto, es siempre puramente nominal. No conozco ni un solo ejemplo ni un solo caso de tolerancia real. Porque la «tolerancia real» implicaría una contradicción en los términos. El hecho de «tolerar» a alguien es igual a «condenarlo». La tolerancia es una forma más refinada de la condena. Decimos, en efecto, de aquel a quien «toleramos» —consideremos al Negro que tomábamos antes como ejemplo—, que puede hacer lo que le plazca, que tiene pleno derecho a seguir su naturaleza, que su pertenencia a una minoría no es en absoluto signo de inferioridad, etcétera. Pero su «diferencia» —o, más bien, su «error de ser diferente»— sigue siendo la misma a ojos de quien ha decidido tolerarla y de quien ha decidido condenarla. Ninguna mayoría podrá nunca borrar de su conciencia el sentimiento de la «diferencia» de las minorías. Será siempre consciente; eternamente, fatalmente consciente. Así, en consecuencia, el Negro podrá ser negro, es decir, vivir libremente su diferencia, incluso fuera del «gueto» físico, material, que le habíamos asignado en las épocas de la represión. Por supuesto.
No obstante, la imagen mental del gueto sobrevive y es indestructible. El Negro será libre, podrá vivir nominalmente sin obstáculos por su diferencia, pero quedará para siempre encerrado en una especie de «gueto mental», y desdichado sea si decide salir: no podrá salir si no es bajo la condición de adoptar el punto de vista y la mentalidad de aquellos que viven fuera del gueto, es decir, de la mayoría. Ninguno de sus sentimientos, de sus gestos, ninguna de sus palabras habrá de tener el «color» de la experiencia específica vivida por alguien cuya subjetividad está encerrada en los límites asignados a una minoría (es decir, en el gueto mental). Debe renegar de sí mismo por completo, y hacer parecer que la experiencia que lleva consigo es una experiencia normal: es decir, mayoritaria.
Vuelvo a insistir sobre ello, retomando prácticamente las mismas palabras del prólogo. Resulta que a la gente LGTB que hacemos cosas (aunque tenga más importancia el hecho de que seamos LGTB que las cosas que hacemos) se nos presta atención en un momento muy concreto, igual que sucede con las mujeres y la «escritura femenina», celebrada nada más llega cada año el ocho de marzo, momento en el cual el mundo parece darse cuenta de que existe la susodicha mitad de la población, como si el resto del tiempo estuviera desaparecida viendo más o menos cómo se seca la pared; esta atención llega, claro, en las fechas del Orgullo. Concedía entrevistas en 2020: me preguntaban, a lo largo de los meses, sobre la literatura queer, la literatura LGTB, mis opiniones sobre lo trans, la última polémica con el feminismo radical, etcétera.
Me he planteado dejar de conceder entrevistas en las que hable de estos temas. No, obviamente, cuando salga este libro: ahí tendré que hablar de lo trans, está claro; pero eventualmente negar cualquier respuesta, no hablar, callarme: adoptar, qué remedio, la apariencia del punto de vista y mentalidad mayoritaria, de los normales, camuflarme, asimilarme; ¿qué hacer con esta diferencia si me rehúso a vivir una vida que esté por ella marcada, si quiero aspirar a más que a ser una representante de una pluralidad, si quiero remarcar principalmente la diferencia que me separa del resto de los individuos y me convierte a mí en individuo; olvidar aquello que hace de las distintas identidades o grupos sociales a los que pertenezco categorías identitarias, diferenciadas, diferenciables? Supongo que el lector habrá captado que estaba mintiendo al decir que no habría diálogo en mis disquisiciones: seguro que se ha dado ya cuenta, no obstante, de la fundamental diferencia de tono. Barthes, a mi parecer, dice en sus últimas clases en el Collège de France, al comenzar el curso de La construcción de la novela, algo que evoca las palabras de Pasolini, apenas unos años después de la muerte este y a pocos de la suya propia:
Y, en el caso de [los periódicos gais de Nueva York], el código es incluso más evidente, pues se ocupa de deseos no conformes, al pertenecer al mundo de la homosexualidad. Creo, en efecto, que el hecho mayor de la homosexualidad en nuestra sociedad contemporánea es que la homosexualidad es implacablemente y sin cese recuperada por un código interno a sí misma. En cierto sentido, el código, que es movilizado por los homosexuales en sí mismos, es superior y extensivo a la ley. La ley empuja la homosexualidad al margen, pero en este mismo margen la homosexualidad recrea un código que funciona en su interior como una segunda ley.
No sé para quién estoy escribiendo, pero pocos textos me ha costado tanto producir: con lo que trabajo aquí es con un material árido, áspero, en el cual no encuentro placer, no encuentro instancias de jouissance; lleno de cosas que tengo que decir para que mi palabra sirva de algo, pero que no puedo enunciar sin exponerme o sin colocar encima de mí una diana. En fin: allá vamos.
Más del 80% de las personas trans están condenadas al paro, según las asociaciones LGTBI. Escucharás, lector, esta cifra en todas partes: un ochenta por ciento, ocho de cada diez. La repetirán políticos (Irene Montero, en declaraciones a Los Desayunos de La 1, diciendo que los datos «nos hablan de que un 80% de las personas trans no pueden acceder a un empleo por su condición de ser trans»), la repetirán periodistas (transmitida, incluso, en una nota de la agencia EFE, el verano de 2019, en las fechas del Orgullo), la repetirán divulgadores, la repetirán escritores y la repetirá absolutamente todo el mundo. Pero no es una cifra congruente.
Si antes dije que lo trans solo puede tener sentido como marco adjetival, ahora he de aportar algunos matices: la noción de lo trans no puede describir a un colectivo demográficamente o sociológicamente coherente; no existe una equivalencia entre las personas trans mayores que viven en la calle y la juventud trans que se puede asimilar a una relativa normalidad, que alcanza una estandarización o passing. La estadística según la cual el 80% de las personas trans están condenadas al paro es falsa: surge de la nada como instrumento argumentativo a través del cual construir unas víctimas. Según el informe Being trans in the European Union: Comparative analysis of EU LGBT survey data, la mitad (en toda la Unión Europea, insisto) tienen trabajo y una de cada cuatro personas trans es estudiante. Una de cada ocho personas trans está en paro y un pequeño segmento hace trabajos no pagados, voluntariado o está jubilada. Hay una pequeñísima diferencia entre decir que ocho de cada diez personas están condenadas al paro y decir que una de cada ocho personas está en paro; es, también, la diferencia entre la estadística más o menos real y la imaginación.
Problematicemos todavía más, ya que tenemos el estudio entre manos. Según el desglose de las subidentidades dentro de las personas trans que respondieron a la encuesta, un 16% se consideraba transgénero, un 18% transexual, un 6% mujer con pasado transexual, un 3% hombre con pasado transexual, un 8% gender variant, un 10% travesti, un 15% queer y un 25 % otro.
Me encantaría que alguien me explicara la congruencia sociológica y estadística de incluir a todas esas personas en un mismo saco, sin entrar ya en lo que yo he establecido como diferencias dentro de una única categoría de lo trans.
Me encantaría, también, que alguien me justificara cómo puede producirse una variación tan brutal en relación con los supuestos datos españoles que hablarían de ese 80% de paro entre las personas trans, y de qué personas trans estamos hablando, y en qué encuesta de identificación han participado, y qué porcentaje de la población se calcula que es trans, y qué entra en esa definición de lo trans.
Me encantaría poder preparar un ensayo con toda esa información: no la tengo, así que no puedo hacerlo; sí que puedo, no obstante, criticar los sinsentidos que estructuran decenas de artículos.
¿Nadie ha buscado estos datos en Google? ¿Nadie se ha preguntado por las metodologías? Por cierto: según el mismo estudio, el índice más alto de apertura (en el sentido de apertura en relación con el hecho de ser trans, de haber contado el hecho de ser trans a compañeros, amigos, familia) en la esfera profesional se encuentra, entre otros países, en España. Que alguien intente relatarme la congruencia entre todos estos enunciados.
Me parece de una crueldad supina este rodillo conceptual interesado: es una manera de aparentar una supuesta igualdad entre todas las personas presuntamente reagrupadas por un mismo concepto que no existe. Es una manera de invisibilizar las estructuras de opresión de la clase, de la raza, del género, de la edad. Y no puedo tolerar que alguien nos diga a mí y a una mujer trans de sesenta años, torturada y malviviente, que ambas estamos condenadas a figurar dentro de la misma estadística, que las dos entramos en un colectivo que tiene una tasa del ochenta por ciento de paro, que matemáticamente conformamos una muestra coherente. Sé que la mayoría de quienes lo afirmen lo harán con buena intención: la buena intención de quien se despoja de la culpa aparentando compasión por los oprimidos. Volviendo a Pasolini, no necesito ni aspiro a la compasión, no necesito ni aspiro a la pena, rechazo visceralmente la posición de culpa: no quiero vuestra tolerancia ni en pintura, menos aún la hipocresía que detrás de ella se esconde.
Si tuviera que resumir el juego, nombrar sus modalidades o reglas, diría que consiste en un campeonato en el cual nos prohibís participar en las ligas mayores, en la competición seria, formal, en la copa; estamos quienes quedamos relegadas a mesa y menú infantiles, a trastear con el mismo tema una y otra vez, a ajustarnos a vuesas mercedes con sus voluntades mercadotécnicas, y luego están quienes escriben literatura o, más bien, Literatura con mayúsculas: los grandes temas, la experimentación formal, la trascendentalidad, el cielo de los nombres, la gloria, el sentido de lo universal revelado a través de lo particular.
No perdonaréis que suscriba las malas palabras de la apócrifa Teresa de Jesús que construye Cristina Morales cuando afirma que «[irse] es vencer. Construir un monasterio sin permiso e [irse] a una celda sin colchones y con goteras es vencer»; que debutara con un libro imperfecto cuyo interés reposaba única y estrictamente en lo metaliterario, en el examen y construcción del libro en sí mismo; que no me reconozca en mi yo de 2016, ni de 2017, ni de 2018 ni de 2019, y ni siquiera en el de 2020; que no quiera ser cara visible de ningún movimiento, que lo trans para mí signifique una ligera desviación trimestral de la rutina, que aspire al trono universal y al mismo cielo de los nombres al que aspiran mis coetáneos masculinos; que prefiera la decisión individual, privilegiada e individualista del olvido; que no me importe, que me dé igual. Y esto es algo que tendrías que tener en cuenta mientras lees este ensayo, lector: gran parte del contenido aquí tratado me da igual.
Me produce interés como material teórico, como cuestiones a tratar: exactamente el mismo que si nos pusiéramos a hablar del concepto de angustia en Lacan y el miedo a la castración; quizás, incluso, un poco menos, porque a lo mejor me interesa un poco más Lacan (con todas sus generalidades) que la materia y el estudio de lo trans. Yo no sufro las discriminaciones que aquí relato.
Por darme igual, me da igual incluso el acoso en línea, sea desde sectores de la extrema derecha o por parte de grupos tránsfobos organizados: vivo feliz en París con mi pareja y pasamos, mientras te escribo, unos días idílicos de final de verano, que podrían perfectamente conformar las secuencias de alguna película perdida entre los cuentos morales de Rohmer. Escribo esto por un ejercicio de empatía y por cierta deuda histórica. Empatía con aquellas personas trans para quienes estas cuestiones sí son importantes, sí significan todavía en sus vidas, o incluso no podrán dejar de significar.
¿A qué me refiero con la segunda parte, con la deuda histórica? A un cierto sentimiento de obligación: tú quieres que escriba este texto, quieres leerlo, quieres saber qué opino yo, qué siento yo, qué pienso yo. En cuanto a lo de opinar, algunas opiniones tengo, y pienso muchas cosas que voy desgranando, que estoy desgranando todo el tiempo; sentir, sobre esto, no siento nada, porque mis sentires los ocupan otras cosas que me importan mucho más, que me transmiten mucho más, y que son la razón por la cual puedo contar las páginas de poesía que he escrito sobre la cuestión trans con los dedos de una mano.
Fíjate en lo ególatra que se tiene que ser como para afirmar que el mundo necesita tu texto, como para afirmar que el estudio del concepto de lo trans requiere que tú vengas aquí a poner orden: pues algo así, o, al menos, algo parecido, es lo que estoy afirmando sin querer afirmarlo. No creo estar diciendo nada novedoso ni tener una metodología de un rigor apabullante: simplemente he atado cabos en mi cabeza, he unido conceptos con otros, he pensado cosas en conjunto y he intentado no dejarme llevar por la tentación de la ortodoxia. He buscado un punto medio entre ser metódica y ser interesante; entre escribir algo serio, que contribuya a un debate y lo avive, y, al mismo tiempo, elaborar literatura.
Empatía y deuda histórica, sí. Pero aporto un matiz final: lo escribo, sobre todo, para que me dejes en paz. Escribo este libro para que, finalmente, no vuelvas a preguntarme, lector, ni tú ni nadie como tú, sobre lo trans, sobre mi concepción de lo trans, sobre mi parecer en mil debates que no me interesan. Lo escribo para poder, después, escribir libremente a partir de aquello sobre lo cual sí que quiero escribir. Ojalá lo consiga: podré decir entonces que el mismo texto que define mi condena es el que me otorga la libertad. Y volveré, en fin, a escribir por, para y buscando el placer.
Después de lo trans
Autora: Elizabeth Duval.
Editorial: La Caja Books.
Formato: Rústica con solapas. 292 páginas. 18 euros.
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