Yacimientos, expolios, robos y otras anécdotas de la arqueología española
‘Babelia’ ofrece un capítulo de ‘La costurera que encontró un tesoro cuando fue a hacer pis’, ensayo en el que Vicente G. Olaya recopila las desventuras de algunos de los hitos arqueológicos
Plaza de Oriente. Cuando Nicolasito sonrió a Velázquez
Don Diego se alejó unos metros del lienzo con el negro carboncillo en la mano. Miró fijamente la tela unos minutos, como imaginando su próximo destino, y luego la rodeó para volver a situarse frente a ella. La palpó. La repasó lenta y minuciosamente con la mano buscando posibles imperfecciones. No las halló. La mezcla de algodón y lino resultaba perfecta. Se arrebujó las mangas, rebajó la gola a la altura de la nuez y se dispuso a mover con gran esfuerzo el gigantesco caballete de casi tres metros y medio de altura para que aspirase la luz que se filtraba por la ventana de la Casa del Tesoro, la gran edificación adyacente al alcázar de los Austrias y donde guardaba todos sus utensilios de trabajo. La estancia, de altos techos, olía a humedad, pero no le importaba, resultaba perfecta para que la futura pintura mezclada con la cálida luz del ventanal empapase bien el paño al imprimir los primeros trazos. Dentro del viejo alcázar, cuando las infantas posasen frente a él, ya se secaría aquella primera mixtura de aceites, tintes y metales en polvo. El carboncillo que la mano de maestro impulsaba dividió con precisión milimétrica el paño en cuatro partes iguales. En la línea central, situaría al ángel de dorados rizos, la infanta Margarita; a su izquierda, Isabel de Velasco, la hija de Bernardino López de Ayala, el conde de Fuensalida; y a su derecha María Agustina Sarmiento de Sotomayor, hija del conde de Salvatierra, ofreciendo un búcaro de agua fresca a la princesita. Los demás personajes, hasta once, completarían la escena después. También encontraría un hueco para él mismo. Sería su firma.
Su preferido, sus majestades no lo oigan, siempre fue Nicolasito, el pequeñín italiano que le hacía reír mientras dibujaba y al que no entendía ni la mitad de las palabras que pronunciaba. No permanecía quieto ni un minuto, daba volteretas y hacía continuos gestos para que en la boca del pintor se dibujase una gran sonrisa. Tardaba muy poco en conseguirlo. Como la esposa del artista, Juana, solo le había dado dos hijas, y Antonio, el fruto de una noche en Roma con demasiado vino piamontés, vivía en Italia con su madre, el pequeño Nicolás Pertusato ocupaba su corazón de padre orgulloso. Le pintaría para la posteridad con su minúsculo pie —el mismo que con el que le atormentaba los tobillos cuando quería llamar su atención— sobre el lomo del bondadoso e indolente mastín. A veces, cuando no los veían, cogía su cristalina mano y se la apretaba mucho sin hacerle daño. De repente, aparecían en ambos sonrisas paralelas: la del afecto infantil del chiquillo y la del amor paternal del casi sesentón. «Nicolasito, nunca crecerás, pero tus reducidos labios, tu naricilla, tus delicadas manos y tu magia serán imborrables. Para siempre. Lo juro».
Trescientos cuarenta años después, la señora Inmaculada, como la conocían en el barrio, residía en la pequeña, recoleta y cuidada plaza de Ramales, a solo unos metros de donde don Diego Rodríguez de Silva y Velázquez (1599-1660) convirtió en arte universal una escena cotidiana de familia real, una obra que en el siglo XIX terminó denominándose Las meninas. Inmaculada se levantó temprano para preparar el desayuno a su hija adolescente cuando lo notó por primera vez: un ligero temblor se había apropiado del interior de su vivienda del siglo XIX. Al principio resultaba imperceptible, pero poco a poco fue creciendo hasta que la suave trepidación terminó tomando la forma sonora de pequeñas detonaciones. Abrió la balconada y entonces lo descubrió: un operario destrozaba el pavimento de adoquines grises de la plazuela con un gran martillo neumático. El trabajador cubría sus oídos con gruesos protectores cuya unión le cruzaba la calva de sien a sien. La señora Inmaculada no lo dudó. Agarró un abrigo del perchero y bajó directa hacia el hombre que había perturbado la tranquilidad de su hogar poco antes de las ocho de la mañana.
—¿Qué está haciendo? ¿No ve que hay personas durmiendo? —le espetó.
El obrero la miró de soslayo. Se quitó los protectores y preguntó:
—¿Decía usted algo, señora?
—Que no se puede hacer ruido a estas horas, por Dios.
—Son ya las ocho. Hable con el ayuntamiento.
—Pero si acaban de reformar la plaza hace unos meses. ¿Qué narices van a hacer?
—Ah, no sé. A mí me han dicho que abra un agujero de uno por uno y que tenga mucho cuidado con lo que salga, porque van a buscar algo antiguo.
—¿Algo antiguo?
—Que no sé, señora, hable con el arqueólogo, que está allí, el que fuma... Yo tengo trabajo.
Esta historia comienza en 1995 cuando el entonces alcalde de Madrid, José María Álvarez del Manzano, decide construir un túnel para ocultar el tráfico delante del Palacio Real y abrir un enorme estacionamiento subterráneo bajo sus jardines. La idea del regidor consistía en aumentar la superficie peatonal de la plaza de Oriente y realzar así la fachada este del magnífico edificio ideado por Filippo Juvara y continuado por Juan Bautista Sachetti, Ventura Rodríguez o Francesco Sabatini. Pero pronto surgió un problema de difícil solución. El palacio comenzó a construirse sobre el desaparecido real alcázar de Madrid, el complejo palaciego donde habitó la Corona hasta que un incendio lo destruyó por completo en 1734. El alcázar, erigido a su vez sobre una fortificación musulmana del siglo IX, había alcanzado enormes proporciones porque cada monarca que sentaba sus posaderas en el trono real aumentaba sus dimensiones: desde los Trastámara a Felipe V. La mezcla de estilos a lo largo de los siglos (Enrique III le añadió torres; Juan II, salas; Carlos V, nuevas alas; Felipe III modificó su fachada este...) generaron un pétreo Frankenstein, pero con mucho encanto arquitectónico. Los diferentes grabados que se han conservado de él, como el de Antoon Van Den Wijngaerde de 1562, reflejan una fortaleza con aspecto semejante a las fortificaciones del Medievo del norte de Europa: una especie de hijo bastardo del alcázar de Segovia, la plaza Mayor de Madrid y cualquier palacio real romántico a orillas del Rin. Contaba con un torreón, al que llamaban Torre Dorada, y en donde, durante los festejos reales o de la ciudad, se anudaban unas cuerdas que servían para que los funambulistas hiciesen las delicias del público y de sus majestades.
El dominio español en el mundo posibilitó que el palacio rebosase enormes riquezas llegadas de cualquier parte del globo y que los más destacados pintores de Europa decorasen sus salones y estancias, así como que dedicasen sus mejores cuadros a la Corona. Se calcula que en el incendio que acabó con el alcázar se perdieron más de medio millar de obras maestras de la pintura universal, entre ellas La expulsión de los moriscos, del propio Velázquez, si bien otras tantas se salvaron. El rescate, de hecho, fue un desastre. Los soldados, para evitar pillajes, solo dejaron acceder a religiosos y cortesanos, que resultaron insuficientes para salvar todo el tesoro pictórico que atesoraba la edificación real. Tampoco ayudó que el incendio se produjera en la Nochebuena de 1734. Los feligreses confundieron el redoblar de las campanas de las iglesias reclamando auxilio con la llamada demasiado temprana de algún cura impaciente invitándolos a la misa de gallo antes de la hora.
Un festín de arte y tesoros acumulados durante casi tres siglos para una familia y su corte a las que nunca debería faltarles nada. El séquito adulador de cortesanos, así como la pléyade de empleados que lo rodeaba (pintores de cámara, sirvientes, ayudantes, peluqueros, artesanos reales...), residía en la llamada Casa del Tesoro, un edificio de unos cuarenta metros de longitud perpendicular a la vieja fortaleza. En él, por ejemplo, Velázquez preparó la tela y los materiales que necesitaba para Las meninas antes trasladar el lienzo a una amplia sala del primer piso del alcázar —conocida como Cuarto del Príncipe— para convertir en universales y eternos a sus protagonistas. El cuadro, además, es una perfecta fotografía del interior del castillo real: techos superiores a los cinco metros de altura, paredes recubiertas de obras de arte y estrechas escaleras con puertas de recias maderas y escasa luz.
Antes de meter las excavadoras para construir el túnel que iba a taladrar el alcázar de los Austrias, el ayuntamiento tuvo que someter toda la zona a una peritación arqueológica, tal y como establece la ley de patrimonio. Dos especialistas fueron contratados para llevar a cabo los trabajos: los arqueólogos Esther Andréu y Manuel Retuerce. Nada más iniciar las prospecciones, se hicieron visibles, aparte de los muros del antiguo castillo real, los de la Casa del Tesoro, el entramado urbano que rodeaba el complejo real —viviendas, calles, tabernas, tiendas...— y tramos de la primitiva muralla árabe. Las alarmas saltaron entonces en la casa consistorial: tal era la cantidad de tesoros arqueológicos que volvían a la luz, que resultaría imposible construir la galería subterránea para el tráfico y el aparcamiento adyacente si no se destruía todo. Hasta la última piedra.
Sin embargo, los informes de Andréu señalaban que lo que se iba desenterrando carecía de valor alguno. Y ofreció un argumento científico para apoyarlo, tal y como reflejó la prensa de la época: «Se han derribado a lo largo de esta obra hallazgos de igual importancia». Retuerce, mientras, se echaba las manos a la cabeza. Hablaba de descubrimientos de «enorme importancia cultural y arquitectónica» completamente destruidos. En realidad, aunque los dos expertos disentían sobre el futuro de los restos, ninguno de ellos fue responsable directo de su destrucción. La última palabra la tenía la Dirección General de Patrimonio de la Comunidad de Madrid y, en consecuencia, el Gobierno regional, el único autorizado para detener la ignominia que se terminaría cometiendo. Un informe de la doctora en historia de la Universidad de Alcalá de Henares Isabel Redondo, fechado el 20 de julio de 1996, reveló el derribo de tres fachadas de la Casa del Tesoro. La sur, según Francisco Valdés, profesor titular de historia de la Universidad Autónoma, alcanzó unos ciento sesenta y cinco metros de longitud. De ellas, según los informes, se descubrieron unos treinta metros en las excavaciones, que correspondían al «pasadizo de la Encarnación», el elemento arquitectónico que daba «apariencia unitaria al conjunto de la Casa del Tesoro». Es decir, el lugar que recorrían sus inquilinos, Velázquez incluido, para acceder al alcázar adyacente cuando eran requeridos. Por allí trasladó el lienzo real.
Aquellas palabras movieron al entonces fiscal de medio ambiente, Javier Comín, a encargar al perito Santos Madrazo un estudio sobre lo que estaba sucediendo. Madrazo fue contundente. «Han arrasado dos hectáreas del sitio más emblemático de la ciudad. Nos han robado un trozo de nuestra historia. Han roto uno de los nexos de la historia de Madrid. ¿Por qué y para qué? ¿Para construir un aparcamiento? Ha sido penoso, una barbaridad». [El País, 20 de septiembre de 1996] Por su parte, el profesor de arqueología Fernando Valdés no le fue a la zaga en sus críticas ante la demolición de la historia de Madrid y de España. Declaró: «Ahora pataleamos y gritamos, pero ya es solo una queja inútil por lo arrasado, que nunca más volverá. Dice el alcalde [José María Álvarez del Manzano] que lo demolido no tiene valor. Dígale [al regidor] que nos diga el nombre de uno de esos supuestos expertos que le aseguran que esto son cuatro piedras, que nos diga el nombre de uno de ellos, solo de uno, que le queremos invitar a un gran debate que celebraremos pronto en la Universidad Autónoma. Y se lo pedimos porque nosotros no encontramos a nadie, y queremos un debate equilibrado».
La prensa descubrió el escándalo. Periódicos, radios y televisión se hicieron eco de la polémica. Retuerce presentó su dimisión irrevocable por los daños irreparables al patrimonio, mientras que Andréu siguió a sueldo del ayuntamiento (el promotor de las obras está obligado a pagar a los arqueólogos que hacen las peritaciones). Comenzó entonces una batalla mediática y política donde el dinero jugó un papel fundamental. No construir el aparcamiento significaba dejar sin lugar donde estacionar los autobuses que transportaban cada día a miles de turistas al palacio de Oriente y al teatro Real, así como dificultar el acceso a los restaurantes, bares o tiendas próximos que tienen en el turismo su principal fuente de ingresos.
Los medios de comunicación se dividieron así entre partidarios de sacar a la luz el auténtico Madrid de los Austrias —el que se ocultaba a unos metros de profundidad bajo los jardines frente a palacio— y los favorables a echarle asfalto y cemento encima. Los periódicos publicaron en sus primeras páginas fotografías del interior de las estancias de la Casa del Tesoro. Las cocinas, abandonadas precipitadamente ante las llamas que arrasaban el alcázar y sus edificaciones próximas, habían quedado intactas. Más de trescientos años después, cuando Andreu y Retuerce metieron cámaras de alta definición bajo el empedrado de la plaza de Oriente, se distinguían perfectamente los cucharones, tenedores, sartenes u ollas que habían quedado sobre los mostradores. Pero la orden ya estaba dada. Quizás procedía de instancias más elevadas que las de un simple alcalde, aunque fuera el de la capital, quien describió sin rubor lo hallado como «cuatro piedras». Todo sería destruido.
El entonces presidente de la Comunidad de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón, firmó la ejecución histórica sin rechistar. Solo quedaría como escarnio o broma de mal gusto la base de un torreón islámico descontextualizado y que hoy, rodeado de un grueso cristal, se puede ver en el aparcamiento que se construyó finalmente bajo la plaza. Los viejos ladrillos y sillares de la edificación musulmana son el recuerdo y la prueba de una decisión que tizna de oprobio a los que la permitieron. Retuerce volvió a la universidad donde ocupa un humilde despacho lleno de libros y objetos medievales. En estos años ha desenterrado en Alarcos (Ciudad Real) el mayor yacimiento militar de la Edad Media, miles de proyectiles lanzados contra los defensores árabes de un castillo crucial en la Reconquista. Es feliz.
Andréu, por su parte, fue contratada por Patrimonio Nacional para que investigase la alcazaba árabe (origen de Madrid), ya que justo donde se alzó se va a levantar el Museo de las Colecciones Reales, adyacente al palacio de Oriente, el que sustituyó al viejo alcázar de los Austrias. Patrimonio Nacional, de quien dependerá el nuevo museo, no ha comunicado ni un solo descubrimiento arqueológico de importancia en los más de diez años que se han alargado las obras bajo el alcázar musulmán. Es decir, vía libre.
La remodelación de la plaza de Oriente se extendió tres años después hasta una minúscula plazuela situada a muy pocos metros del Palacio Real. Un espacio rodeado de bellísimos edificios —en uno de ellos el insigne periodista y escritor Mariano José de Larra (1809-1837) se pegó un tiro— y donde volvió a surgir un problema: bajo sus adoquines, y bien lo señalaba un monolito colocado en 1961, se ocultaba la iglesia de San Juan, el templo donde fue enterrado el insigne pintor del rey Diego Velázquez.
El entonces director general de Patrimonio de la Comunidad de Madrid, José Miguel Rueda, era un hombre meticuloso, académico, sensible. Tras sus gruesas gafas se ocultaba una persona amante de la cultura y de la historia de España. Así que antes de autorizar la construcción de otro aparcamiento bajo la plazuela (el de la plaza de Oriente en solo tres años ya no resultaba suficiente), ordenó los preceptivos estudios arqueológicos. Si aparecía la iglesia o los restos del sublime pintor, el estacionamiento subterráneo debería esperar.
Las taladradoras municipales —de las que fue testigo la señora Inmaculada— profundizaron en dos días más de un metro del subsuelo de Ramales. Los arqueólogos buscaban concretamente una esquina de la iglesia de San Juan, en cuya cripta se supone que fue enterrado el pintor sevillano el 7 de agosto de 1660. Lo primero que despuntó al meter la piqueta fue un sillar destrozado, pequeños trozos de cerámica y restos metálicos cubiertos de óxido. Una crónica del 4 de mayo del diario El País de 1999 lo relataba de esta manera:
“Las iglesias de Madrid, hasta finales del XVIII, eran los lugares más frecuentes para las inhumaciones. Sin embargo, los problemas higiénicos y sanitarios que se derivaban de estos templos repletos de cadáveres, algunos en proceso de putrefacción, llevaron a Carlos III a prohibir nuevos enterramientos en las parroquias. Pero la Iglesia se resistió a la medida. Y así se logró que las familias más pudientes, las que podían pagar el mantenimiento de las tumbas, no tuvieran que llevarse a sus antepasados a otra parte. Las más pobres, sí. En caso de no obedecer la real orden, los encargados de los templos llevaban a cabo lo que se conocía con el nombre de mondas: el traslado de los cuerpos a las afueras. ¿Se perdieron así los restos de Velázquez? Dos teorías: si el pintor ocupaba tumba de pago, allí puede seguir; en caso contrario, habrá desaparecido para siempre. Y otro problema aún sin resolver: los textos del siglo XVII afirman que el artista fue enterrado en una cripta, pero los planos de la iglesia no incluyen esta bóveda”.
Uno de los elementos que más deseaban hallar los expertos era la lápida que cubría la tumba del pintor. El epitafio, escrito por su discípulo Juan de Alfaro, es un larguísimo texto donde se repasa la vida del artista y que recuerda que fue enterrado «en compañía de héroes», mientras «la pintura lloraba». Existen varias hipótesis sobre este elemento funerario. Es posible que el epitafio fuese colocado temporalmente junto a la tumba y que, años o siglos después, fuera retirado en cualquier reforma de la iglesia y se perdiera. Otra posibilidad, la más atrayente para los investigadores, aunque la menos probable, es que la inscripción fuese grabada sobre la lápida del artista, con lo que existirían posibilidades de que aún se conservase bajo las losas de la iglesia.
El catedrático de historia Manuel Montero realizó un profundo estudio sobre el entierro del pintor y descubrió algo sorprendente: Velázquez fue inhumado en la misma iglesia que los bufones que reflejaban sus cuadros. Sí, Nicolasito, al que tanto quería. La partida de defunción del artista, firmada por Gaspar de Fuensalida, noble y amigo de Velázquez y que había prestado su panteón para el entierro del pintor, fue localizada en un archivo eclesiástico. Según este documento, el mausoleo propiedad de Fuensalida se ubicaba en «la bóveda de la iglesia», por tanto, en la nave central. El hallazgo coincidía con la descripción del entierro efectuada por el también pintor Acisclo Palomino con motivo del óbito del genio andaluz. Este escribió que Diego de Silva y Velázquez fue llevado «en hombros» hasta «la bóveda [de la iglesia], que don Gaspar de Fuensalida, en muestra de su amor, le concedió este lugar de depósito».
Pocos días después del inicio de las excavaciones, se desenterró un muro de poco más de medio metro de grosor construido con una técnica llamada vergadura, una mezcla de piedra y ladrillo muy frecuente en los edificios medievales. Los arqueólogos habían hallado así el primer resto importante del templo que el rey José Bonaparte ordenó derribar a principios del siglo XIX para mejorar las perspectivas y la seguridad de su residencia real. Durante la invasión francesa, las calles de la capital no resultaban demasiado seguras para las tropas del bajito emperador corso. Aunque las represalias ante la muerte de cualquier ciudadano francés iban más allá de lo imaginable, el asesinato de soldados de Napoleón formaba parte de la vida cotidiana de aquella ciudad repleta de callejuelas mal iluminadas y que seguía manteniendo en su casco antiguo el trazado medieval original. Por eso, José I Bonaparte —Pepe Botella le llamaban los madrileños, aunque era abstemio— decidió reducir a escombros todo lo que rodease el palacio de Oriente, aunque eso implicara la destrucción de edificios históricos como la iglesia de San Juan. Ha quedado constancia de que el templo fue demolido en solo tres días, por lo que, concluyeron los investigadores, existía la posibilidad de que el pavimento y las criptas siguieran bajo la plaza.
Tanto a principios del XIX como en 1958, se realizaron dos búsquedas para intentar hallar el osario del genio andaluz. Las dos terminaron en completos fracasos y los restos se dieron definitivamente por perdidos en 1961, cuando se decidió colocar en mitad de la glorieta un monolito —un pedestal de granito y rematado con una cruz obra de Francisco Chueca— en su recuerdo. De hecho, cuando en 1999 se llevó a cabo la tercera investigación, los arqueólogos se toparon con los ladrillos modernos con que se recubrió la fracasada excavación de finales de los años cincuenta. Curiosamente, no se ha hallado la memoria arqueológica de aquella investigación. Por eso, los técnicos tuvieron que revisar todos los periódicos de la época para buscar pistas antes de abrir la plaza de nuevo.
Menos de una semana después de aparecer el primer muro de la iglesia, un enigmático descubrimiento: una escalera que bajaba directamente a una cripta situada unos tres metros por debajo del asfalto actual. Allí se hallaron los huesos de un individuo adulto y de varios de «menor tamaño» dentro de tumbas intactas: las investigaciones determinaron que se trataba de tres de los bufones de Felipe IV, personas aquejadas de acondroplasia y enfermedades degenerativas. La escalera, además, conectaba con una galería. Los técnicos de la Comunidad de Madrid intentaron seguir aquel pasillo bajo los adoquines de Ramales, pero pronto tuvieron que abandonar sus pesquisas, porque la galería —que conecta la plaza con el actual Palacio Real— permanece vigilada constantemente por los Cuerpos de Seguridad del Estado. Retrocedieron.
Para complicar un poco más el asunto, el Ministerio de Cultura hizo público en aquellos días que habían descubierto un cadáver momificado en el convento de monjas de San Plácido, no demasiado alejado de Ramales. Las características físicas del cuerpo se ajustaban mucho a las que pudo tener Velázquez: el caballero había sido enterrado con manto capitular, espada, espuelas y sobre su pecho lucía la cruz de la Orden de Santiago, a la que pertenecía el pintor y de la que se mostraba muy orgulloso. De hecho, en Las meninas aparece reflejado con el aspa, bien es verdad que se la añadió él mismo después de terminado el cuadro, porque recibió este honor cuando ya estaba acabada la obra maestra. Y un dato más que llamativo que provocaba la perplejidad de los investigadores: el artista sevillano estaba relacionado directamente con el cenobio de San Plácido: Felipe IV había regalado a sus monjas el famoso Cristo crucificado que había salido de las manos del pintor.
Tras el sorprendente anuncio ministerial, el lío político y cultural tomó unas proporciones descomunales. Tuvo que crearse de urgencia una comisión —formada por representantes del Instituto de Toxicología, de la Policía Judicial, de Bellas Artes, especialistas en historia, pintura y ropas del siglo XVII, la madre abadesa, el catedrático forense José Manuel Reverte e investigadores de la Comunidad de Madrid— para intentar determinar a quién pertenecían los restos momificados. Finalmente, se los llevaron al Departamento de Antropología de la Universidad Complutense.
Al cuerpo del caballero lo radiografiaron, le pasaron por modernos escáneres, le tomaron las huellas dactilares e incluso le sacaron muestras de ADN. Aparte de esas pruebas, se comenzó una profunda investigación para hallar los archivos del convento, ya que sus volúmenes habían sido repartidos en 1845 entre otros templos cuando se derribó su adyacente iglesia. Ellos podrían aclarar de una manera rápida y precisa si José I Bonaparte, antes de demoler la iglesia de San Juan, ordenó el traslado del cuerpo de Velázquez a San Plácido.
Antonio Sánchez-Barriga, especialista del Ministerio de Cultura, creía en esta hipótesis por «la buena conservación del cuerpo, semimomificado, que solo pudo alcanzar este estado si permaneció durante mucho tiempo en un ambiente seco»; es decir, en la cripta de San Juan. José Sancho, arquitecto del Ministerio de Cultura, afirmó convencido también que el ataúd «fue trasladado e incluso puesto de pie» durante su mudanza. «La espada encontrada a los pies del cuerpo lo demuestra. Cuando enterraron al caballero [siglo XVII], la espada tenía que estar cerca de las manos. Sin embargo, cuando se abrió el ataúd por primera vez, se hallaba a sus pies. Solo un traslado puede explicar este cambio de ubicación tan grande».
El cadáver de San Plácido reposaba junto al de una mujer en un ataúd escondido bajo el altar de la iglesia. Las características del féretro del hombre se ajustaban a la descripción que el pintor Acisclo Palomino hizo de la urna funeraria donde se inhumó al inmortal sevillano en 1660. Las primeras pruebas forenses indicaron que el caballero del convento medía entre 1,65 y 1,70 metros, falleció entre los sesenta y setenta años y que la mujer enterrada junto a él murió con cincuenta y cinco o sesenta años. Su altura no superaba los 1,55 metros. Velázquez murió a los sesenta y un años; su esposa, Juana Pacheco, que según los textos del siglo XVII fue enterrada a su lado, lo hizo a los cincuenta y ocho. Sus edades coincidían con las momias del cenobio. Por su parte, el historiador Manuel Montero recibió el encargo del Ministerio de Cultura de precisar la altura del pintor. Tras analizar Las meninas y el San Juan en Patmos, donde un hermano suyo es utilizado como modelo del santo, Montero concluyó que el genio de la pintura alzaba entre 1,65 y 1,70 metros, altura no despreciable en esa época.
Pero meses después se demostró que el cadáver de San Plácido no correspondía al pintor. Un pequeño papel escrito en latín con letra de imprenta, y que sobresalía entre los pliegues de la gola del difunto, lo desbarató todo. Este tipo de alzacuellos eran confeccionados con lienzos plegados y encajes. Para conseguir formar los pliegues, los costureros formaban primero una base con hojas de papel prensadas o telas muy recias y posteriormente la recubrían de tela. El papel con que fue confeccionada la gorguera del enterrado en el convento de San Plácido había sido escrito un par de años después de la muerte de Velázquez, por lo que resultaba imposible que se tratase de los restos del pintor.
Mientras tanto, en Ramales las excavaciones habían concluido sin resultados positivos. Los expertos tuvieron que admitir que la orden de Carlos III (1716-1788, el llamado rey alcalde), había sido cumplida a rajatabla. Resultaba evidente que el vicario de San Juan había obedecido al monarca con la máxima prestancia, con lo que el cuerpo del artista ya no estaba bajo en la iglesia cuando José I Bonaparte ordenó derribar el templo, ni cuando la señora Inmaculada bajó a la calle a quejarse de aquel molesto ruido que no entendía. Solo quedaba en el aire, y para siempre como recuerdo, la sonrisa de Nicolasito.
Nota: De los restos del alcázar desde el que se dominaba el mundo y del entramado de calles, iglesias, plazas y conventos que lo rodeaban solo han quedado tres elementos visibles al público para vergüenza y escarnio de todos: la base de una torre de vigilancia musulmana dentro del aparcamiento de la plaza de Oriente, los restos a ras de calle de los muros de la iglesia de San Juan, que se invisibilizan cuando el vaho o la lluvia humedecen los cristales que los protegen, y la estatua en bronce de un vecino con gorra calada que mira, junto a la calle Mayor, las cuatro piedras —esta vez sí comparadas con lo que destruyó— que se desenterraron de la vieja iglesia románica de Santa María de la Almudena. Este templo fue el antecesor de la catedral de Madrid, conocida como la Almudena, edificio adyacente al futuro Museo de Colecciones Reales y cuyo subsuelo histórico —a pesar de erigirse sobre el viejo alcázar árabe— no guarda nada interesante que deba ser salvado para las siguientes generaciones. También es mala suerte.
LA COSTURERA QUE ENCONTRÓ UN TESORO CUANDO FUE A HACER PIS
Autor: Vicente G. Olaya.
Editorial: Espasa, 2021.
Formato: tapa blanda (288 páginas, 19,90 euros) y e-book (8,99 euros).
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