Penitencia de la nieve
La mejor nevada que yo recuerdo de la literatura es la que empieza a caer en las últimas páginas de ‘Los muertos’, de Joyce
La nieve empieza siendo un milagro que embellece y simplifica el mundo y muy poco después se transforma en una pesadilla. La nieve cae, cuando no hay viento y los copos son pesados, pero también flota, gira en el aire, asciende, los copos haciéndose visibles y un momento después invisibles en una nerviosa vibración que nos recuerda esas partículas que también son ondas y que constituyen la sustancia inquietante de toda la materia. Es tan hipnótica la irrupción de la nieve, tan absoluto el silencio que impone en la ciudad, que hasta los más escépticos, los conocedores por experiencia de los estragos que anuncia, se dejan llevar por su embrujo, y cuando la descubren de golpe al mirar por una ventana dejan lo que tuvieran entre manos y se acercan a mirar, la cara contra el cristal helado, con una fascinación infantil.
Pero no me es lícito seguir usando la tercera persona. Años de eneros y febreros inhóspitos en Nueva York me hicieron experto en las calamidades urbanas de la nieve. Al otro lado del océano, en otro continente, las primeras nevadas a las que asistí me devolvían a los inviernos de una infancia. El cambio climático es tan acelerado que muchos conservamos una memoria clara de épocas de mucho más frío en las que la nieve no era un acontecimiento, sino un hecho común. Con el paso de los años la nieve se fue volviendo cada vez más rara, así que cuando yo me encontré de nuevo con ella, a una escala desmedida, en Virginia y en Washington y después en Nueva York, me pareció que en la distancia de aquellos viajes estaba también contenido un regreso íntimo a mi memoria infantil.
En marzo de 1993 aprendí la bella palabra blizzard, cuando una tormenta de nieve de escala continental cubrió de arriba abajo toda la costa este de Estados Unidos. Empecé a ver la nevada en las colinas de bosques sin hojas de Virginia y ya se había hecho tan espesa que cegaba los ojos cuando salí unas horas después de la Union Station en Washington. Las masas de mármol, siempre algo funerario de esa ciudad, se alzaban como ruinas del porvenir en una llanura blanca ilimitada. Mi novia venía en un vuelo desde Madrid y el único aeropuerto en el que su avión pudo aterrizar fue el de Los Ángeles. Me llamó desde una cabina. En Washington era de noche y había un metro de nieve. En Los Ángeles hacía sol y la gente iba en manga corta. Nuestras imaginaciones españolas no estaban adiestradas en la escala del mundo. Un vuelo hacia Washington estaba previsto para varias horas más tarde. Mi novia, con intrepidez madrileña, me dijo que iba a tomar un taxi y a aprovechar el tiempo libre para darse una vuelta por el centro. Le dije que en Los Ángeles no había centro. Le rogué que no se moviera de la sala de tránsitos. Apareció esa noche, abriéndose paso entre la nieve hacia la puerta de la casa donde yo la esperaba, con su abrigo insuficiente de Madrid, resbalando con sus tacones españoles sobre el hielo que ya estaba formándose.
Todo ha de ser aprendido, con sinsabores y sorpresas, con deslumbramientos de alegría seguidos muy pronto por el infortunio. La poesía delicada de la nieve es el preludio de la prosa de los charcos de barro y las trampas súbitas del hielo, que tiene en las aceras nocturnas un brillo cruel de obsidiana. La mejor nevada que yo recuerdo de la literatura es la que empieza a caer en las últimas páginas de Los muertos, de James Joyce. Tumbado junto a su esposa en la cama del hotel, Gabriel Conroy se vuelve hacia la ventana y ve caer la nieve. Guillermo Cabrera Infante tradujo admirablemente la prosa limpia y honda de Joyce: “Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía sobre el mégano de Allen y, más al oeste, suave caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shanon”. El cuento termina en ese momento de misterio y blancura: lo que encontrarán a la mañana siguiente los personajes cuando salgan a la calle será un reverso de chapoteo, de molestia, de dificultad agobiante, de peligro físico, uno de esos escarmientos que impone tan puntualmente la realidad a las personas propensas a la fantasía, o a las seducciones de la percepción estética.
El sábado pasado, mientras mirábamos caer la nieve durante tantas horas, observando sus cambios constantes, el espesor variado de los copos, la fuerza o el sigilo del viento, la metamorfosis de Madrid en otra ciudad deshabitada y quimérica, los que tenemos una experiencia más avezada del invierno echábamos de menos, en medio de aquel silencio, sonidos que en las nevadas de Nueva York son habituales: uno de ellos, el de los camiones quitanieves; otro, el de las palas con las que los porteros de los edificios apartan la nieve y sobre todo raspan el cemento de las aceras para mantener abierto el acceso e impedir que se forme el hielo. Ese raspar metálico de las palas en el silencio de la primera hora del día era a veces el que lo despertaba a uno y le avisaba de que había estado nevando durante la noche, sin necesidad de asomarse a la ventana.
Así que desde el principio hemos sabido lo que nos esperaba, aunque la mente humana es tan pueril que ese conocimiento no llegaba a malograr nuestro primer impulso cándido, la complacencia en ese estado benévolo de excepción que impone la llegaba de la nieve. De sobra sabemos que la nieve, en la ciudad, pasa de prodigio inmerecido a material calamitoso, a ennegrecerse, a mancharse de residuos de gasolina quemada, a convertirse en una especie de borra inmunda: es una nieve vieja, que se mezcla con los residuos de las aceras, y que cuando va fundiéndose deja aflorar todas las cosas que cubrió su blancura embustera. Algunas veces, cuando los inviernos de Nueva York se prolongaban hasta finales de marzo, yo iba por la calle saltando sobre aquellos caballones de nieve sucia y fijándome como un arqueólogo rencoroso en todas las huellas del pasado inmediato que había ocultado, hasta tomándoles fotos: colillas de cigarros, bolsas de plástico, restos de comida de McDonald’s o de Kentucky Fried Chicken, zapatos, palomas muertas, ratas de colas tiesas congeladas. Un día vi hasta una escobilla muy usada de váter aflorando de un montón de nieve medio derretida. Y ni siquiera esa penitencia extrema de la nieve me ha vuelto insensible a la emoción de su advenimiento.
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