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ARTE

Niña con máquina de escribir

La artista y poeta chilena Cecilia Vicuña, premio Velázquez 2019, narra en primera persona el germen de un trabajo que en febrero será objeto de una retrospectiva en España

Performance de La Casa de las Recogidas, concebida como una “cita a Cecilia Vicuña” (2018).
Performance de La Casa de las Recogidas, concebida como una “cita a Cecilia Vicuña” (2018).Benjamin Matte

Yo era una niña con máquina de escribir. Vivía entre bosques, chacras y bibliotecas. Para mí, el arte, los libros y el mundo eran territorios salvajes embelesados en su ser y en la sinfonía discordante y absurda que los unía. Nací y crecí en el seno de una familia de corrientes opuestas y unidas, odio y amor ensamblados en la disputa cósmica entre el padre de origen europeo y la madre indígena. Ambas corrientes se mezclaban y yo jugaba con ellas como si fueran ráfagas de luz y sombra, dulzor y rabia. Nadie me vigilaba y sola hacía y deshacía, inventando mundos y lenguajes en una mística animal y corporal. Mi madre decía: “Los niños tienen que andar en pelotas porque la ropa hace mal”. Y así andábamos piluchos al sol, en el cerro y el mar, recibiendo la enseñanza del suelo que entra por la planta de los pies.

Mi arte precario nació como una escritura de basuritas en la arena que la marea alta borraría en un diálogo eterno entre el mar y yo, un acto de reconocimiento de su ser. Ya en ese momento, en 1966, se sabía que la vida en el planeta corría peligro. Comprendí que los bosques estaban amenazados y empecé a trabajar con el agua y la semilla, preguntándome por su voluntad. Así nació mi poesía, como un dictado, un “diario estúpido” de 2.000 páginas mecanografiadas entre 1967 y 1971, un documento de mujer sin censura en el que todo cabía, desde mi caca y mi saliva hasta el DDT y la guerra de Vietnam.

Pintura de Cecilia Vicuña.
Pintura de Cecilia Vicuña.

La obra que así nacía apelaba a zonas invisibles que escapan y sobrepasan la epistemología occidental y, sin embargo, la tocan y atraviesan sembrándola de posibilidades y potencias. Percibir ese espacio me convertía en una perturbadora del orden, el orden falso de la cultura de la muerte que había que interrumpir. Ver y oír lo que quería ser visto y oído más allá de lo establecido hizo que mi obra fuera despreciada y censurada durante décadas. Pero algo perduraba en cada borrón, un tejido que se iba formando en su propia desaparición.

Ahora que estamos destruyendo a toda velocidad el mundo silvestre y el conocimiento vivo de los pueblos indígenas ha surgido una nueva desaparición que ya no renueva el tejido vital: la extinción. Frente a esa realidad pienso en la transmisión de la sabiduría de madre a hija, de mujer a mujer, el acto elemental de la desnudez. Pienso en el tesoro que heredé por esa vida en los bosques, acequias y huertos de mi infancia, y sé que la única fuerza que tenemos es oír el deseo de continuidad de la vida. El deseo que anima el rojo menstrual, asociado a la rebelión aún por nacer.

'Quipu Womb (The Story of the Red Thread, Athens)' (2017), instalación de Cecilia Vicuña, expuesta en la última Documenta 14.
'Quipu Womb (The Story of the Red Thread, Athens)' (2017), instalación de Cecilia Vicuña, expuesta en la última Documenta 14.Jane England

En la época arcaica de mi niñez, mis abuelos Carlos Vicuña Fuentes y Teresa Lagarrigue (escritor y escultora) acogieron en su círculo familiar algunos refugiados de la Guerra Civil española que llegaron a Chile y pasaron a ser nuestros “tíos”. Entre ellos, Arturo y Carmelo Soria Espinoza, José Ricardo Morales y Fernando Puig. Su presencia nos comunicó un sentido de justicia y solidaridad, la imagen de una España donde se daba la vida por un ideal. Creo que su dolor nos preparó de alguna forma para lo que venía: el golpe militar en Chile, 1973. Mi primera respuesta frente al golpe fue la visión de las palabras, las Palabrarmas creadas en 1974: la diferencia entre la mentira (hacer tira la mente) y la verdad (el dar ver), una poética del desarme que observa lo que dicen las palabras en su propia disolución.

Hoy, la violencia contra la revolución democrática de Allende parece el preludio de la violencia que se ha extendido a toda la Tierra, usando a menudo el mismo método que en Chile: una campaña concertada de desinformación: fake news! Excepto que ahora, los medios de distorsión del lenguaje incluyen los bots y la inteligencia artificial al servicio de la opresión. En un sentido profundo, la pandemia y sus mutantes son también un producto de la violencia contra los seres y la tierra porque la destrucción de la vida silvestre desplaza los virus que ahora buscan otros cuerpos: los nuestros…

En este contexto de dolor y muerte, quizás solo nos queda esporular sueños para que los niños futuros también tengan bosques, insectos y acequias de agua con luz. Actuar como el moho mucilaginoso que no tiene identidad, y pasa de un estado al otro según sea la vida, amable o jodida, húmeda o seca. Al ser amenazado, el moho enfila hacia la luz, formando estructuras de resistencia poética, cuerpos colectivos capaces de enviar esporas a otros rumbos. Los sabios indígenas de Sudamérica, que todo lo han perdido y están sufriendo más muertes que cualquier otro grupo humano, piden, en la voz de Karai Miri Poty, resistir desde la belleza.

El arte es parte de esas esporas, las semillas que crearon la vida en el planeta. Trabaja sembrando actos participativos, rituales que generan verdades colectivas, como dicen los yaquis del desierto de Sonora, y hacen ahora las mujeres de América y el mundo, iniciando actos de conciencia, performances que se recrean y difunden como el viento en toda la Tierra, como vienen haciendo Black Lives Matter, Ni Una Menos y Las Tesis.

Cruz del sur. Antología. Cecilia Vicuña. Lumen. 2021. 288 páginas. 16 euros.

Cecilia Vicuña. Veroír el fracaso iluminado. CA2M. Móstoles (Madrid). A partir de febrero.

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