Argentina, de la plata a la nada
‘El río sin orillas’, de Juan José Saer, es una mezcla de ensayo y libro de viajes que contiene algunas de las mejores páginas escritas en castellano en las últimas décadas
A finales de los años ochenta, Juan José Saer recibió un encargo de su editor argentino: escribir una historia del Río de la Plata, en la estela del exitoso El Danubio de Magris. De esa comisión salió El río sin orillas (1991), un libro singular —dentro de una obra de por sí peculiar en todos los aspectos—. Singular por su género, suma de tratado histórico y ensayo de averiguación del carácter (geográfico, antropológico, económico, político) de la región rioplatense, articulado por descripciones del paisaje y las cosas que lo pueblan. En esto último, la grandeza que Saer había mostrado, para entonces, en sus novelas —Cicatrices, El limonero real, Nadie nada nunca, Glosa, El entenado, La ocasión— alcanza aquí un registro puro, indeleble.
Dos ejemplos: la descripción de una tormenta de primavera tardía en Buenos Aires —diciembre de 1989— que el autor experimenta durante un viaje en taxi, cuando “en unos pocos segundos pasamos del pleno día al corazón de la noche”; esas páginas están entre lo mejor que se haya escrito en castellano en el último medio siglo. Y la deslumbrante recapitulación del reiterado viaje en tren entre París y Rennes (donde Saer fue profesor durante muchos años), donde la llanura bretona es comparada con la argentina para impugnar la afirmación de Drieu la Rochelle según la cual la chatura de la pampa rioplatense provoca “vértigo horizontal”.
La prosa de Saer tiene una impronta proustiana, por la espiral de su sintaxis, la modulación extensa y sostenida de la frase, la escansión de las digresiones. Pero la extrema sensibilidad para ver y registrar lo mirado, captando las cosas no en su familiaridad sino en su siempre renovada extrañeza, lo asocian a Francis Ponge que, como en un guiño, aparece mencionado en el libro.
El Río de la Plata es un gran estuario al que los primeros españoles denominaron, primero, Mar Dulce, y luego “de la Plata”, como el país fantasiosamente denominado Argentina: nunca hubo allí el menor rastro de minerales nobles. El pasaje que Saer dedica al “tópico toponímico” es una delicia de erudición, sutileza y sentido del humor. Una gran llanura desértica y “abstracta” en su “nada” y su “vacío” que, habiendo sido tan pobre que todos, incluidos los marinos a la búsqueda de una puerta hacia el Pacífico, y hasta los propios aborígenes seminómadas que la habitaban, parecían estar allí solo “de paso”. Hasta finales del siglo XIX, cuando empieza a explotarse como suelo fertilísimo, y se convierte, súbita y fugazmente, en una de las regiones más ricas del mundo.
Unos años antes, Saer había publicado una ficción sobre la tribu que, en las costas del delta formado por los ríos Paraná y Uruguay, flechó y devoró a Juan Díaz de Solís en 1516: El entenado (1983). Allí se les atribuía a esos pobladores primigenios unos rasgos de casi excesiva mansedumbre que, una vez al año, eran arrasados por la orgía a que los lanzaba la ingesta de carne humana. En El río sin orillas esa escena fundacional recibe una explicación de otra índole: “Los hombres del Renacimiento que desembarcaron en la costa uruguaya eran tan inesperados y distintos que, para los indios, ninguna identificación era posible”, de modo que se los comieron crudos como a cualquier otro animal, no por rencor o por rito, sino sencillamente por hambre. Nada más opuesto a la sólida y esplendorosa Tenochtitlan a la que, por esas mismas fechas, llega Hernán Cortés.
Saer, que vivía en París desde finales de los años sesenta, confiesa la inquietud que le supone enfrentarse tanto a un lector que apenas sabe nada del Río de la Plata como a sus compatriotas, familiarizados con los asuntos de los que el libro trata; y de los que no hay que esperar complacencia: “La feliz libertad de un artista europeo… no me ha sido otorgada en tanto que escritor argentino”. Difícil situación que obra como estímulo visible. En primer lugar, porque lo mueve a abordar el paisaje de origen como un problema, no como algo dado; en este sentido, no parece casual que el libro esté dedicado a sus padres, inmigrantes sirios. En segundo lugar, porque parte de la base de que, al menos hasta bien entrado el siglo XIX, quienes mejor escribieron sobre esa región fueron, precisamente, quienes estaban “de paso”: los ingleses en particular, y en especial Charles Darwin, cuyo Viaje de un naturalista es referencia permanente en El río sin orillas. Saer está, en esto, cerca de su amigo Adolfo Prieto, autor del clásico Los viajeros ingleses y la emergencia de la literatura argentina.
Sebastián Gaboto estableció, en 1527, a orillas del Carcarañá, afluente del río Paraná, la primera fortificación europea en la región, muy cerca del lugar donde iba a nacer Juan José Saer. Cerca, también, de los lugares desde los que el poeta Juan L. Ortiz, a quien están dedicadas las últimas páginas de este libro, dedicó la vida a mirar esos ríos y arroyos. Su obra más ambiciosa, El Gualeguay, es un poema/historia de otro de los muchos brazos de agua en que el Paraná se ramifica en su ancho y caudaloso discurrir hacia su desembocadura en el Plata. Acaba de publicarse —en dos volúmenes— una nueva, enriquecida y muy cuidada edición de la Obra completa de Juan L. Ortiz que lleva, como uno de sus prólogos, un precioso homenaje de Saer al que fuera su gran iniciador a la literatura.
El río sin orillas
Autor: Juan José Saer. Prólogo de Alan Pauls.
Editorial: Días Contados, 2020.
Formato: 366 páginas. 18 euro.
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