La pasión exigente de Guillermo Carnero
El poeta reúne cuatro libros publicados entre 1999 y 2009 en los que aborda con intensidad y riesgo la relación entre la experiencia personal y la creación poética
Publicar unas poesías completas es buena ocasión de enmendarlas o reordenarlas, pero también de celebrar su unidad de intención con un título global. En 1979 Guillermo Carnero compiló por primera vez las suyas bajo un revelador epígrafe, Ensayo de una teoría de la visión, tomado de la primera obra de George Berkeley, que fue inicio del racionalismo empirista (al que, en el fondo, es tan fiel). En la segunda compilación, Dibujo de la muerte (1990), prefirió exhumar el rótulo de su primer libro y subrayar una presencia —el final inevitable de la vida— y un propósito —la pasión por la ejecución exacta del arte— en los que se reconoce. En este año de 2020 ha reunido cuatro libros (publicados entre 1999 y 2009) bajo el título común de Jardín concluso, usando de un concepto de veterana tradición bíblica, renovada en la poesía posterior (desde el Paraíso cerrado para muchos, de Soto de Rojas, hasta el Jardín cerrado, de Emilio Prados).
El conjunto de los cuatro libros ha aparecido en una conocida colección de clásicos, Letras Hispánicas, ajustada a las pautas de una edición académica, pero algo distantes de las habituales. El estudio preliminar es un intenso ensayo, con hechuras de libro, donde la autora —la profesora veneciana Elide Pittarello— analiza cuidadosamente los parentescos gnoseológicos de la poética de Carnero con la filosofía o a la estética recientes, a la vez que ha explorado los antecedentes literarios a los que apela el poeta. El propio Carnero ha escrito las notas al pie de sus textos: ha desarrollado las numerosas referencias a las artes plásticas (que además se reproducen como ilustraciones del libro), ha comentado deudas y citas literarias, y ha aclarado escuetamente alguna referencia personal. También ha escrito una breve y sarcástica “Nota del autor” y un “Esbozo autobiográfico” de precisión casi notarial. La actualidad crítica de la poesía de los novísimos, la reciente y desmitificadora novela generacional de Vicente Molina Foix (El joven sin alma) o la revisión política del apolillado año de 1968 aconsejaban, sin duda, esas puntualizaciones higiénicas.
Una nota escueta del “Esbozo autobiográfico” recuerda que “en 1995 conocí a E* G* Q* con quien mantuve una intermitente y tormentosa relación entre 1997, fruto de la cual son estos cuatro libros”. Pocos poetas han abordado la relación de experiencia personal y creación poética con la intensidad y el riesgo de Carnero. Alocado aunque certero, Lope de Vega se preguntaba por la diferencia entre vivir y escribir; Carnero sabe que vivir es el pecado original de la escritura, su gloria y su maldición. Desde un comienzo compite el amor presente con el libro futuro que ha de reflejarlo… Verano inglés es la celebración de un erotismo que se complace en la explicitud sexual, como en ‘Lección de música’ o en ‘How many moles?’, donde se describe una fellatio o se recuentan las pecas de la amada con el humor salaz de un poeta dieciochesco. Pero en ‘Melusina’ el poeta ya reclama “déjame en un rincón en este libro, / el don más puro de la soledad”. Y en ‘Ficción de la palabra’ (en Espejo de gran niebla, segundo de los poemarios) se pregunta por qué volver sobre el daño y ahora “entregarlo en agua detenida, en espejo enmarcado”, cuando ya todo son “cenizas y heces de palabras” y cuando le consta que “escribo para nadie y poco, siempre / para saber de mí”.
Espejo de gran niebla es el reverso penitencial, pero no resignado, de aquel estío londinense. Los dos últimos libros de la tetralogía (Fuente de Médicis y Cuatro noches romanas) responden también a esa desazón de escribir en el aire. Al final de Verano inglés, el poeta tuvo la revelación del consuelo, amparado por la “suavidad de ámbar y oro” en una visita a la solitaria capilla del palacio de Versalles: “Nunca / hizo tanto por mí ningún ser vivo”, consigna. En adelante, el poeta ya no estará solo ante sí como en Espejo de gran niebla —un título prestado por Teresa de Jesús— ni mal acompañado como en Verano inglés. La estatua de Galatea en la parisiense Fuente de Médicis, en el jardín del Luxemburgo, es la interlocutora del poeta… y, en buena medida, la voz poco amable de la razón y la abogada de la amante. El diálogo de Cuatro noches romanas se desarrolla en lugares muy significativos de la ciudad (el Campo de’ Fiori, el jardín de Villa Aldobrandini y el Cementerio Acatólico) y se dialoga con una Muerte algo más benévola que puede “darte / el saber que se cumple en la pasividad. Es placentero / en calma y en olvido”. Y cabe que el largo monólogo posterior, Carta florentina (publicada en 2018), sea la respuesta a muchas de esas dudas, aunque haya quedado fuera de esta compilación. No en vano el autor la ha presentado como la revelación final de un oráculo y recuerda que esta apasionada declaración de amor a Florencia (y a Roma, París o Lisboa…) nació de “este jardín / concluso [que] me interroga en el silencio de su bóveda oscura”. Ahí estaba ya in nuce el título de las cuatro obras, aunque no las “altas luces de ayer, cúpula ardiente” que son “solo rescoldo ya, brasa nocturna”. Pero todo es —como siempre en Guillermo Carnero— admirable y exigente poesía…
JARDÍN CONCLUSO
Autor: Guillermo Carnero.
Editorial: Cátedra, 2020.
Formato: tapa blanda (424 páginas, 17 euros).
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