Una realidad aumentada
Guerra de estatuas, museos cerrados y despidos, exposiciones y ferias virtuales, subastas para ver en exclusiva las obras maestras… El año deja un apocalipsis artístico como nadie antes llegó a imaginarlo
Todo el mundo en sus casas observa en silencio las pantallas, el estruendo del derrumbamiento de la historia; las figuras ecuestres con sus elegantes uniformes se descomponen y a los caballos de bronce ya no les tortura la quietud. Los despeñaderos son los ríos y los estanques, las plazas duras de las ciudades. El general confederado W. C. Wickham cae en Richmond; Cristóbal Colón, en Minnesota y Boston; en Bristol es el esclavista Edward Colston quien muerde el polvo, y en Amberes, el rey belga Leopoldo II. En un parque londinense, el monumento a Winston Churchill amanece tras una muralla de antidisturbios.
Las multitudes enfurecidas ya no miran a lo alto de las columnas victoriosas, sino que buscan la realidad más humilde en las calles porque nadie quería acordarse más de ellos. No es un videojuego. La muerte de un ciudadano negro a manos de un policía blanco ha desatado la rabia y, al parecer, todo verdaderamente se hace pedazos menos las salas de estar de los que se han quedado en casa confinados. Otra estatua, ésta de una mujer desnuda, la pensadora y educadora Mary Wollstonecraft, aparece cubierta con cintas y envuelta en mascarillas. La primera feminista de la historia, que no había tenido una respetable fracción de vida, ¿tampoco la logrará en la posteridad?
Las salas de las grandes pinacotecas están vacías. En el Louvre, un día cualquiera a una hora inesperada una persona del servicio de mantenimiento se queda sola delante de La Mona Lisa, esas paredes custodian para ella la envidiable oportunidad de poder besar casi aquella sonrisa. Las cámaras de vigilancia de un guarda medio aturdido registran el momento. ¿Y si se subastaran las entradas que permitirían vivir la experiencia de estar solo frente al cuadro? Los administradores del museo, que pierden millones de euros cada semana, ven el filón. Desde hace unas semanas, La Gioconda ha entrado en subasta. Los plutócratas rusos y del golfo Pérsico ya han pujado cifras astronómicas para pasar un rato a solas con ella. No podrán poseerla, pero sí verla en exclusiva sin el anteojo blindado. Esto tampoco es un videojuego. Es una realidad, el último saludo al arte vacío de ilusiones.
Si El Bosco viviera en el siglo XXI, se sorprendería a sí mismo canturreando dentro de su propio cuadro, la realidad aumentada donde Adán y Eva / Donald y Melania son expulsados del paraíso en una nave espacial, los prohombres de la historia victoriosa se devoran entre ellos y las voces de los animales que todos creían haber olvidado se oyen entre las basuras de las calles vacías como en las películas de catástrofes. Con el estallido de la pandemia, el MoMA, que había completado su última metamorfosis hacía pocos meses (con un gasto de 450 millones de dólares), vuelve a cerrar sus puertas. El museo de arte moderno más famoso del mundo se había ampliado, sí, pero hacia el borde opuesto, sin volver un centímetro la cabeza para no ver el servicio de educación prácticamente finiquitado y decenas de sus trabajadores despedidos. Lo mismo en el Metropolitan y la Frick Collection, también pendientes de ampliación, o el New Museum y el Whitney. Así es como uno se imagina el Ángel de la Historia. Donde el capital ve una cadena de acontecimientos, nosotros vemos una catástrofe que no deja de acumular escombros a nuestros pies, como un día de furia en la plaza de Colón por estas fechas navideñas.
De aquellos detritos, las nuevas realidades, aumentadas. Ferias de arte (Basilea, Londres, Nueva York) que mueven miles de millones transformadas en penthouses para la satisfacción de coleccionistas que ya no se levantarán de la cama ni para coger su jet privado. Y todavía no hemos dicho nada de la miríada de posibilidades para el capital que esta nueva situación sostendrá. Porque la cuestión que se plantea ahora es de qué forma este panorama sinóptico, permitido por la revolución digital, se refiere a nuestro presente. De momento, y a la vista de la ignominiosa subasta por ver La Gioconda a dos centímetros de nuestra nariz —a lo que parece que pronto podrían engancharse Las meninas y el Altar de Pérgamo—, la tradición del aura está más reforzada. La historia es oximórica todas las veces, porque el sistema del arte, y el arte mismo, evoluciona todo de una vez, algo así como un big crunch simbólico que ha ido dejando residuos en los sucesivos ismos.
La exposición Philip Guston Now que debía recorrer cuatro museos en el viejo y nuevo continente acabó censurada en pleno movimiento Black Lives Matter (en lo más alto, por cierto, de la lista Power 100 de 2020). Ay, esos valores indeterminados que tienen que ver con el “contexto”. ¿Qué es lo interior y lo exterior al marco? Son algunas consecuencias de la imbricación histórico-social del arte, con permiso del añorado Enrique Lynch. Más allá del cuadro, Simone Leigh, con sus meninas, será la primera artista negra que represente a Estados Unidos en el pabellón de la Bienal de Venecia de Cecilia Alemani, aplazada hasta 2022.
Los nuevos espacios, reales o virtuales, proyectados por la era cibernética de acceso e interactividad global han demostrado estar muy visibles en las bienales que este año han esquivado la cancelación, como la de Berlín o la Manifesta en Marsella (con el anuncio de la 15º edición que se desarrollará en 2024 en Barcelona y su área metropolitana) y la todavía en curso de Shanghái. En España, de las muestras que han resistido el virus sobresalen Invitadas, en el Prado; Mondrian, en el Reina Sofía, y Nalini Malani, en la Fundació Miró de Barcelona.
De la misma manera que el sujeto renacentista surgió del redescubrimiento de la perspectiva —el mundo convertido en imagen y el individuo que hace algo ahí (dasein)—, la pregunta que nos abruma es si el sujeto actual acabará encarcelado en esa imagen. Una realidad aumentada.
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