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IDA Y VUELTA
Columna
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Lecturas confinadas

En lo peor del encierro y la saña política, los ‘Episodios’ de Galdós ayudaban a comprender la inercia de desastre que arrastramos

Benito Pérez Galdós.
Benito Pérez Galdós.ALBUM / SFGP
Antonio Muñoz Molina

El azar es un bibliotecario infalible, un librero que sitúa en el centro del escaparate o en el lugar más visible de la mesa de novedades el libro que mejor te conviene en cada momento, que casi nunca es el que tú ibas buscando. Durante las semanas del encierro riguroso, y luego en estos meses raros que no terminan, yo he tenido la suerte de encontrar las lecturas que mejor me convenían, porque cumplían al máximo las dos tareas simultáneas pero contradictorias que les pedimos a los libros, y que les pedimos más imperiosamente en tiempos de incertidumbre: la tarea de comprender el mundo tal como es y la de evadirnos de él; la de anclarnos en el aquí y ahora y la de escapar al ayer o al mañana o al érase una vez; la de contarnos qué sucedió y la de apasionarnos por lo nunca sucedido. Nada era más urgente que comprender lo real, que poseer los datos exactos sin los cuales ni podían tomar decisiones los encargados de hacerlo ni podíamos saber qué pensar ni qué opinar sin desvarío la inmensa mayoría de los ciudadanos cuyo deber prioritario fue primero quedarnos en casa, y luego actuar con cautela y responsabilidad y no hacer idioteces. Poníamos la radio cada mañana con angustia, antes siquiera de hacer el desayuno, con la impaciencia y el miedo de enterarnos de lo último. Pero al mismo tiempo, en mayor o menor grado, según el carácter de cada uno, sentíamos la fatiga de una actualidad que en lugar de ilustrarnos nos confundía, una realidad tan confinada como el espacio mismo que habitábamos, tan repetida como los hábitos y los horarios que nada más nacer ya se nos volvían invariables.

Necesitábamos huir de lo inmediato y cotidiano y al mismo tiempo comprenderlo, y darle a diario una forma respirable. El presente nos agobiaba tanto que agradecíamos más que nunca los viajes a los diversos pasados de los libros de historia, las memorias, los diarios. La realidad era tan acuciante que nos volvíamos más sensibles a los reinos de la ficción. Unas veces les pedimos a los libros que sean ventanas abiertas al exterior; y otras, que sean pantallas en las que proyectamos historias inventadas, en habitaciones tan cerradas y a oscuras como salas de cine. No es una huida irresponsable, porque no nos vamos a ninguna parte, pero sí una evasión, en el sentido más limpio de la palabra, un irse ágilmente, gatunamente, para volver luego con el mismo sigilo y sin que nuestra ausencia se haya notado.

Yo me he evadido a regiones muy distintas del mundo real y de los mundos ficticios leyendo, sobre todo, a Thomas Merton y a Pérez Galdós. Por pura casualidad, en el desorden de mis libros, fui a fijarme en un volumen del diario de Merton que compré hace años, de segunda mano, en un puesto callejero de Nueva York, y que no había leído, The Sign of Jonas, uno de esos libros que se compran y a continuación se olvidan. Seguramente no lo había leído porque me estaba siendo reservado para la mejor ocasión posible, que iba a ser la de la pandemia y el encierro: es el diario de un monje trapense que vive un encierro todavía más severo que el mío. La autobiografía de Merton, La montaña de los siete círculos, que trata de su conversión al catolicismo y de su ingreso en un monasterio regido por la exigencia del trabajo y el silencio, es uno de los grandes libros de memorias del siglo pasado. The Sign of Jonas cuenta día por día el ritmo monótono de la vida monacal, la sucesión de las tareas manuales y las rutinas litúrgicas, de los espacios comunes y los retiros a la soledad contemplativa, muchas veces asociada a la celebración de la naturaleza.

Con los años, Thomas Merton se abrió a otras perspectivas de experiencia de lo sagrado, como el budismo o el taoísmo, y se hizo militante activo del pacifismo y de la justicia social. En este diario, escrito en los primeros años cincuenta, el monje todavía joven acepta, no sin zozobra, los límites del mundo en los que él mismo ha elegido confinarse, y en el interior de los cuales ahora ha de encontrar de manera exclusiva toda la riqueza espiritual, emocional, intelectual, poética, que necesita para vivir en plenitud. Yo lo leía y ese estilo suyo sobrio y pensativo me ayudaba a ver con más claridad el carácter litúrgico que adquieren los actos que uno repite cada día, empezando por la ceremonia inaugural del desayuno, y también el valor de una organización rigurosa de la jornada que ayude a evitar el peligro de la desgana y el desorden.

Thomas Merton me ayudaba a relacionarme mejor con la realidad y también a evadirme de ella, porque leyendo su diario me encontraba habitando quiméricamente un convento trapense rodeado de bosques que en el otoño se incendiaban de amarillos, ocres y rojos. La Cuarta y la Quinta serie de los Episodios de Galdós me permitían otra evasión a mundos novelescos de una fertilidad que no se agota nunca, de una riqueza y una libertad de escritura que no tienen nada que envidiar a Valle-Inclán, y además contienen más sustancia. Galdós escribió estas últimas series ya empezado el siglo XX, cuando se ahondaba su radicalismo político al mismo tiempo que su fuerza inventiva, contaminada sin complejo de peripecias de folletín y de novela de aventuras. En las dos últimas series de los Episodios, la indagación histórica de Galdós confluye con su memoria personal, y eso da a cada uno de esos volúmenes una vitalidad y una fuerza política arrebatadoras. En lo peor del confinamiento, cuando el espectáculo de la discordia y la saña estéril de la política española daban todavía más miedo que la enfermedad, los Episodios le ayudaban a uno a comprender la inercia de desastre de la que a nuestro país le cuesta tanto desprenderse, el hábito al parecer incurable de la chapuza, la frivolidad, la corruptela. En los Episodios se cuentan una y otra vez las esperanzas malogradas, las ocasiones perdidas, el desperdicio de la inteligencia y el esfuerzo de las personas honestas, el parasitismo de los privilegiados que despilfarran lo que corresponde por justicia a la mayoría. Al viejo Galdós no parece que le quedaran muchas esperanzas políticas, pero aun así se comprometió en el Parlamento, en el teatro, en la tribuna, en la calle. Habrá que aprender de su coraje, y no solo refugiarse en su literatura.

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