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IDA Y VUELTA
Columna
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Cansancio narrativo

El abatimiento que muchos sentimos a estas alturas de la pandemia tiene que ver con la falta de expectativa de un final claro y cercano

Créditos finales de una película en un cine de Salford, en Inglaterra.
Créditos finales de una película en un cine de Salford, en Inglaterra.Chris Bull / Alamy
Antonio Muñoz Molina

No hace falta que un final sea feliz. Basta con que sea un final. Borrón y cuenta nueva. Colorín colorado, este cuento se ha acabado. Una de las muchas satisfacciones poco celebradas del cine clásico era ese rótulo muchas veces caligráfico que venía acompañado de un crescendo en la música y certificaba no sin solemnidad que la película había terminado: “The End”. El hechizo de la película había terminado al mismo tiempo que las crudas luces de la sala cancelaban la oscuridad. Visto y no visto. El cerebro humano necesita pautas y límites muy claros en el espacio y en el tiempo. Los límites son el contorno de la forma. En el otro extremo del colorín colorado está el érase una vez: también el comienzo se anuncia a sí mismo. El primer versículo del Génesis es tan rotundo como debió de serlo el Big Bang en los primeros milisegundos del universo. “En el principio crió Dios los cielos y la tierra”, dice la traducción gloriosa de Casiodoro de Reina. En La creación de Haydn y en la Novena sinfonía de Beethoven los primeros compases sugieren un mundo que está comenzando en un estremecimiento de tinieblas. El sentido del principio y el del final son tan cruciales en la más formidable sinfonía como en una canción de tres minutos, en un poema épico y en un haiku. El compositor Benet Casablancas, que ha hecho frente con maestría a las largas duraciones orquestales y a la ópera, escribe también haikus para piano que empiezan y terminan en menos de un minuto, y que en su brevedad contienen una forma completa, como el ADN de una persona está completo en un cabello o en una gota de saliva.

El cerebro humano exige simetrías: comienzos y finales nítidos, formas abarcables por la mirada o el oído, historias que se abren en la promesa de un comienzo y encuentran más pronto o más tarde la resolución, la absolución del final. Es una manera de dar sentido a la confusión y a la incertidumbre del mundo, aunque sea al precio de ignorar la realidad, o de tergiversarla. Los misterios policiales siempre se resuelven, gracias a una inteligencia que ordena los datos fragmentarios y les da una forma completa, la flecha simple que une causa y efecto, víctima y culpable, enigma y solución. Los misterios policiales nos gustan tanto no porque muestren facetas oscuras y descarnadas de la realidad, sino porque la falsifican otorgándole una coherencia de la que carece. La desaparición de aquella pobre niña Madeleine McCann fue tan perturbadora porque las muchas pistas no conducían a nada, porque pasaba el tiempo y cualquier apariencia de progreso se frustraba, y además se iba viendo que los policías a cargo de la investigación eran arbitrarios y más bien incompetentes. Y ahora que parece que por fin se encuentra un culpable verosímil ha pasado demasiado tiempo, no para los padres de la niña, desde luego, sino para el público que seguía la historia con grados distintos de curiosidad, de compasión o de morbo.

La vacuna es una promesa, pero a lo más que nos autoriza es a pensar que podrá tener efecto hacia la mitad del año que viene

La pesadumbre insidiosa, el sordo abatimiento que muchos de nosotros sentimos a estas alturas de la pandemia, y que se detecta como la presencia de un gas dañino en la atmósfera colectiva, tienen que ver con el desconcierto ante la falta de expectativa de un final claro y cercano. La vacuna es una promesa, pero a lo más que nos autoriza es a pensar que podrá tener efecto hacia la mitad del año que viene. Y además, visto el espectáculo de la estupidez y la irresponsabilidad humanas al que venimos asistiendo en los últimos meses, puede que la esperanza de la vacuna les sirva a más gente todavía para saltarse frívolamente las precauciones sanitarias, y también que los negacionistas de la vacunación (y del conocimiento racional) saboteen su aplicación masiva.

Algo que nos sostuvo en alguna medida durante las semanas tenebrosas de marzo y abril fue la claridad del comienzo de lo que estábamos viviendo, y la expectativa de que llegaría un final así de indudable. Hubo una fecha exacta, el 14 de marzo, una divisoria clara entre el antes y el después. Lo más riguroso del confinamiento tuvo unos plazos que aliviaban el encierro opresivo con la perspectiva de un final. En Nueva York dicen que la gente es descreída porque cuando se ve la luz al final del túnel lo que indica es que se está llegando a Nueva Jersey. Dejando aparte el usual espectáculo macabro del Parlamento español, lo que estábamos viviendo, una vez pasaron los peores días de angustia y mortandad en los hospitales, era el arco tranquilizador de un progreso narrativo, el principio de declive de una curva que había subido muy alto, incluso los episodios, numerados como capítulos, del inmediato porvenir: fase cero, fase uno, fase dos. Después de la tempestad viene la calma. Dios aprieta, pero no ahoga.

Los que se ve que tuvieron más claro ese “sentido de un final” del que hablan algunos teóricos de la literatura fueron los responsables políticos, que desaparecieron de escena sin molestarse en llegar a ningún acuerdo serio ni en poner en práctica ninguna de las medidas preventivas que habrían retrasado y aliviado el regreso de la pandemia. Bien es verdad que en ese empeño amnésico del borrón y cuenta nueva una parte de la ciudadanía estuvo a la altura de sus alegres dirigentes, y se lanzó al ejercicio de eso que algunos llaman “nuestra idiosincrasia”, que al parecer consiste en la juerga alcohólica masiva y en las insensatas aglomeraciones familiares.

Lo que ha ocurrido, aparte del regreso del sufrimiento y la mortandad, es que a estas alturas ya hemos perdido cualquier noción de coherencia narrativa. El principio de todo queda ya tan lejos que no sirve como punto de partida. Lo que era el antes y el después ahora es una duración sombría en la que se vuelven confusas todas las referencias temporales. El tiempo anterior a febrero y a marzo ahora es una edad remota. 2019 no parece el año pasado. Muchos convalecientes de la enfermedad no han encontrado el punto final y el comienzo limpio de la recuperación porque sufren secuelas dolorosas. El progreso del conocimiento no llega a disipar la incertidumbre. Ni siquiera la inmunidad del que ya estuvo contagiado es siempre segura. Ni los expertos ni las autoridades se arriesgan ya a definir plazos. Solo retrospectivamente, cuando todo esto haya pasado, descubriremos la forma de esta historia, la perfeccionaremos para hacerla inteligible.

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