Nuestra señora de los bares
Me gustaría ver en los dirigentes españoles algo equivalente a Anne Hidalgo, la alcaldesa de París, pidiendo a sus ciudadanos que no compren libros en Amazon mientras las librerías de barrio sigan (allí) cerradas
1. Terrazas
Cada vez que escucho a la presidenta de Madrid anunciando nuevos giros y pentimentos en sus políticas anticovid siento como si un ciempiés de patas de acero me recorriera la columna vertebral. ¿Qué se le habrá ocurrido ahora? ¿De qué calle confinará una acera, en qué barrio clausurará una encrucijada vital, con qué nuevo desconcierto nos castigará, qué disparate habrán perpetrado sus asesores, tan proclives a camandulear en pos de la presidenta? Supongo que, como bastantes madrileños (todo el que vive en Madrid lo es), tendré que esperar para librarme de ella a que la echen las urnas —o, quizás antes, lo haga su partido, cuando la vergüenza ajena por sus salidas de tono cristalice en propia—. No todos los madrileños, sin embargo, tienen derecho a murmurar contra la dama. Ahí tienen los bares, por ejemplo, a los que la presidenta (secundada por el alcalde) parece haber concedido patente de corso (las faraónicas terrazas ampliadas, los horarios, las estufas contaminantes). Soportamos la desventura de vivir en una economía sustentada en el ladrillo, el turismo y la hostelería: tres elementos que, en nuestras actuales y puñeteras circunstancias, se revelan tan frágiles como los farolillos de papel ante un tifón caribeño. Claro que se debe ayudar a las numerosísimas víctimas de esa desgracia estructural (somos el país del mundo con más bares, uno por cada 175 habitantes), entre otras razones porque de la supervivencia de esos negocios y sus empleados depende el consumo, y de éste todo lo demás. Pero deberíamos aprender para el futuro, por si, finalmente, lo hubiera (futuro). Y no es que yo esté contra los bares, pero me gustarían también otros gestos: algo equivalente al de Anne Hidalgo, la alcaldesa de París, mojándose de lleno y pidiendo a sus ciudadanos que no compren libros en Amazon mientras las librerías de barrio sigan (allí) cerradas, y los libros sigan siendo considerados bienes no esenciales. Y no me importaría ver a nuestra señora de los bares, y a su conmilitón Martínez-Almeida, promocionar con brío la lectura, aunque fuera en una atestadísima terraza robada a la calzada, luciendo mascarilla ante un plato de bravas y vinito de Jerez. De Madrid, al cielo (pero solo si la muerte por covid-19 te sorprende en gracia de Dios).
2. Náufragos
Cuando, zapeando en la tele por puro cansancio lector, me encontré con Náufrago (Robert Zemeckis, 2000) no suponía que la película —que ya había visto un par de veces— se me iba a presentar como metáfora de mi propio estado durante el confinamiento que no cesa. La pequeña epopeya de Chuck Noland (Tom Hanks), el ejecutivo de FedEx, en el islote perdido de las Fiji, mientras el resto del mundo lo da por muerto, es todo un tratado de la aceptación como estrategia de supervivencia, y una demostración de con qué poco se puede vivir cuando no se tiene otro remedio. Su único compañero, el balón Wilson —que hace el oficio de Viernes en el original de Defoe—, es su mudo testigo, pero también su conciencia: “No cometamos el pecado de perder la noción del tiempo”, le dice el náufrago. Uno de los efectos colaterales del confinamiento y de los sucesivos estados de alarma es, precisamente, la sensación de irrealidad temporal, la “pérdida” de (nuestro) tiempo, algo que reflejan directa o indirectamente los mejores libros sobre el asunto que nos maltrae. Sin herramientas (como sí obtuvo o pudo fabricar Robinson), sin libros, sin Dios, Noland recorre hacia atrás la evolución de la humanidad: incluso se convierte en pintor rupestre. De entre los últimos libros hojeados o leídos acerca del futuro (político, social, filosófico) que nos depara la pandemia, destaco especialmente Corona. Política en tiempos de pandemia (Debate), de Pablo Simón; El día después de las grandes epidemias (Taurus), de José Enrique Ruiz-Domènec, y Desde las ruinas del futuro (Taurus), de Manuel Arias Maldonado. Pero si descendemos (o subimos) a las vísceras, a las sensaciones, a las identificaciones con sensibilidades ajenas, ningún libro me ha interesado tanto como la estupenda recopilación de seis ensayos breves que la gran Zadie Smith ha reunido en Contemplaciones (Salamandra).
3. Tres novelas
No leí en su momento (1992) El lento adiós de los tranvías, la novela de Manuel Rico (1952), de modo que la versión (muy revisada) que ahora recupera Huso con prólogo de José María Merino resulta para mí una inesperada novedad. No por sus temas: Rico —a quien conozco mejor como poeta— pertenece por generación a un grupo de novelistas que escogió como asunto narrativo su propio pasado biográfico —en el desarrollismo de los sesenta y, luego, en los estertores del tardofranquismo—, en un Madrid gris, pero urbanísticamente convulso, en el que la censura y la lucha antifranquista se mezcla con la nostalgia por escenarios e ilusiones perdidas. Más marcadamente autobiográfica resulta La cabeza a pájaros (Niños Gratis), primera novela de la actriz Marta Fernández-Muro, que relata añadiendo grandes dotes de ficción (e ironía, y sentido del humor) la historia de cuatro generaciones de una misma familia que podría parecerse a la suya. Por último, tengo que reconocer que he pasado un par de tardes muy entretenidas leyendo El fantasma y la señora Muir (Impedimenta), de R(obert) A(bercromby) Dick, seudónimo masculino de la novelista Josephine Leslie (1898-1979). La historia de la joven viuda que huye del agobiante control de su familia política y se refugia con sus hijos (que, la verdad, cuentan muy poco) en una casa playera habitada por el fantasma de un viejo lobo de mar es una hermosa comedia romántica llena de ternura, ironía y sentido del humor. Como tantísimos lectores, Joseph L. Mankiewicz se enamoró de la historia y la convirtió (1947) en una de las mejores comedias fantásticas de todos los tiempos, con Gene Tierney, Rex Harrison y George Sanders en los principales papeles.
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