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IDA Y VUELTA
Columna
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Invitadas, invitados

La nueva exposición del Prado no se limita a descubrir obras ocultas de mujeres, sino cómo se han visto reflejadas en el arte

Antonio Muñoz Molina
Un visitante del Prado contempla el 'Desnudo femenino' de Aurelia Navarro.
Un visitante del Prado contempla el 'Desnudo femenino' de Aurelia Navarro.Samuel Sánchez

Imaginemos una historia fantasma del arte en la que se cuenta y se hace visible no solo lo que fue olvidado, o desdeñado, o destruido, sino también lo que no fue pero podía fácilmente, casi inevitablemente haber sido: un catálogo conjetural de obras deslumbrantes que no llegaron a pintarse; un diccionario biográfico de pintores, pero sobre todo de pintoras, de los que apenas ha quedado rastro, no porque los borrara ninguna catástrofe, sino porque no se les hizo el menor caso, porque sus obras estaban a la vista y nadie prestaba atención, o estaban en los almacenes de los museos, esos reinos de sombra en los que se confina lo que se ha decidido no mostrar.

En esa historia del arte fantasma ocuparían sin duda un lugar eminente los cuadros de Aurelia Navarro, los que pintó, y también los que no llegó a pintar, en una vida casi tan larga como la de Picasso, que fue su estricto contemporáneo. Aurelia Navarro nació en Granada en 1882. En 1908, con 26 años, ganó una tercera medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes, con un Desnudo femenino tan sobresaliente por su audacia como por su solvencia técnica. No todo lo que ocurrió en la pintura en esos años fue Les demoiselles d’Avignon. Una pintora tan joven que no habría salido de su provincia retrógrada se atreve a un diálogo simultáneo con la Venus del espejo, de Velázquez, y con los desnudos de la pintura francesa no académica del XIX. La modelo tendida da la espalda al espectador, y tiene delante un espejo: pero Aurelia Navarro muestra su cara de perfil y también los pechos, que se ven en el espejo.

El jurado oficial premió la obra, pero el Estado no la adquirió, según era preceptivo, porque un desnudo femenino pintado por una mujer parecía escandaloso. Justo en 1908 empieza el porvenir fantasma de Aurelia Navarro. Abrumada por las críticas negativas, presionada por una familia a la que espantaría la excentricidad de la hija pintora, Aurelia Navarro abandonó su vocación y su oficio, e ingresó de por vida en el convento de las Madres Adoratrices de Córdoba. Había sido joven en las vísperas del cubismo, y murió, casi tan vieja como Picasso, en pleno reinado de Andy Warhol. Lo que no pintó en todos esos años merece un catálogo conjetural con todas las páginas en blanco.

He sabido que Aurelia Navarro vivió y pintó y dejó de pintar y fue olvidada gracias a una exposición, Invitadas, que lleva unas semanas abierta en el Museo del Prado. Su comisario, Carlos Navarro, ha ideado un bosquejo de esa historia fantasma del arte sobre la que yo divagaba paseándome por ella con ese estado de espíritu que dejan las experiencias reveladoras en la contemplación del arte. Invitadas ya sería una exposición memorable si solo mostrara obras pintadas por mujeres del talento de Aurelia Navarro, desde mediados del siglo XIX a la plena modernidad estética de 1930. El autorretrato de Lluïsa Vidal, de 1899, tiene la inmediatez de factura de un boceto de Manet. El de María Roësset, pintado en 1912, con un formato vertical que ya es en sí mismo una afirmación de soberanía, se aproxima al simbolismo vienés. María Luisa Puiggener pintó en 1900 una escena de arte social, La última alhaja, que es un estudio de las figuras en una luz gris como de pintura holandesa, o de la pintura escandinava de aquellos años: una viuda joven, enlutada, con un niño pequeño en brazos, aguarda el dictamen del prestamista que está examinando esa joya que es el último recurso que a ella le queda tras la muerte del marido que la sostenía, ya que no tendrá posibilidades de ganarse ella sola la vida. El dramatismo de la escena queda equilibrado por una quietud contemplativa. A Helena Sorolla la conocemos como una presencia constante en los cuadros de su padre, que no dejó de retratarla desde su nacimiento. Pero resulta que fue también una escultora magnífica: su Desnudo de mujer, de 1919, es un bronce a la vez sensual y severo, que apunta al clasicismo recobrado de aquellos años posteriores a la Gran Guerra, pero que casi no tuvo continuación. Helena Sorolla abandonó la escultura para dedicarse a sus obligaciones conyugales y maternales, así que de nuevo nos toca conjeturar, historiadores del arte fantasma, cómo habría evolucionado su obra hasta el año en que murió, 1975, contemporánea ya de Louise Bourgeois y de Richard Serra.

Pero Invitadas no se queda en una tentativa de descubrir obras ocultas, de hacer esa clase de justicia póstuma que aspira a incluir unos cuantos nombres olvidados o no reconocidos en el repertorio de la historia aceptada del arte, la que fijan y canonizan los museos. Carlos Navarro, y los autores y autoras de los ensayos del catálogo, reconstruyen también el lugar que se determina para las mujeres en la vida social del siglo XIX y en los sistemas de educación y formación de las artes, y cuál es el reflejo de ese lugar en la pintura, muy conectada en estos asuntos a otras representaciones visuales y narrativas de la época: el folletín, las revistas ilustradas, el teatro, hasta el cine naciente. En todas ellas, las mujeres son figuras entre sometidas y perturbadoras, propensas a la perdición y al trastorno, golfas o penitentes, ideales o tentadoras, santas o putas. Su papel en la pintura es el de musas y modelos. Los impedimentos jurídicos y las coacciones sociales bloquean su acceso al oficio de la pintura, y cuando llegan a él lo normal es que les aguarde la condescendencia o el escarnio.

Ahora sabemos hasta qué punto una gran parte de lo que damos por supuesto en la historia del arte es el resultado de un encadenamiento de prejuicios. Entre las invitadas del Prado hay también unos cuantos invitados de los que no sabíamos nada no porque fueran mediocres, sino porque quedaron borrados injustamente por culpa de esa ortodoxia de las vanguardias que dominó el siglo XX. A José María López Mezquita lo despreciábamos tanto como a Zuloaga y a Sorolla los enterados y enteradillos del arte en los años setenta. En esta exposición hay un cuadro suyo que es una obra maestra de la historia fantasma porque no lo mostró nunca en público, una escena de prostíbulo, La jaula. Antonio Fillol, Fernando Alberti, Carlos Verger Fioretti, todos ellos excelentes pintores, todos igualmente olvidados, también merecen la invitación que los ha rescatado de almacenes y depósitos y los ha admitido, transitoriamente, en las salas visibles del Museo del Prado.

Invitadas. Fragmentos sobre mujeres, ideología y artes plásticas en España (1833-1931). Museo del Prado. Madrid. Hasta el 14 de marzo de 2021.

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