Wittgenstein, la palabra y el abismo
Pocos filósofos han escrito un tratado en las trincheras, y muchos menos han escrutado los problemas de la lógica mientras pelaban patatas en la cubierta de un buque de guerra. El pensador austriaco lo hizo
La vida tiene momentos decisivos, esos que ninguna enfermedad puede borrar. Todos sabemos cuáles son los nuestros. En el caso de Wittgenstein, hubo al menos dos. El primero se produce en Viena, poco antes de viajar a Cambridge. Asiste a una obra de teatro. Uno de los personajes, que vive al margen de lo establecido, hereje y filósofo de aldea, cuenta de dónde extrae su calma interior. Tras una enfermedad en la que estuvo solo y abandonado, escuchó una voz interior que le decía: “Formas parte del todo y el todo forma parte de ti. No puede ocurrirte nada”. Estas palabras fueron para Wittgenstein como una revelación. Le produjeron la impresión de que había en él algo independiente de las circunstancias, algo indestructible, fuera del tiempo. Ese algo no era una deducción lógica o intelectual, sino una convicción no lingüística, fundamental, que le llevaría a buscar una y otra vez los límites del lenguaje.
La segunda experiencia es también insólita. Wittgenstein se ha alistado como voluntario en el ejército austríaco en la Gran Guerra. Lo han destinado a un barco que patrulla la frontera fluvial con Rusia. En uno de los permisos visita a la ciudad de Tarnów para comprar algunas cosas. Entra en una librería desabastecida, donde se venden postales y hay a la venta un único libro. Lo compra porque simplemente es lo único que puede leer. Se trata del Evangelio abreviado de Tolstoi. Desde entonces lo lleva bajo la casaca como un talismán. Lo relee una y otra vez mientras a su alrededor silban las balas.
La primera experiencia arroja a Wittgenstein al “círculo hermenéutico”. Un círculo que para algunos es un infierno y para otros un paraíso. Pero en todo caso, el círculo en el que se mueve la vida del significado. Sin conocer las partes no podemos conocer el todo, pero sin conocer el todo tampoco podemos conocer las partes. Sin conocer las palabras no podemos conocer el significado de la frase, pero el significado de la frase determina a su vez el sentido de las palabras. Hay muchos chistes que dan cuenta de esa dependencia. Entender algo significa ser capaz de ver cómo el todo se refleja en las partes y las partes en el todo. El significado se encuentra en esa relación recíproca, en esa correspondencia.
La segunda experiencia se conecta lógicamente con la primera y ambas con la filosofía del lenguaje de Wittgenstein. Los paralelismos con Tolstoi son asombrosos. Ambos nacieron en entornos privilegiados, ambos fueron artilleros, ambos lucharon contra su sexualidad y ambos experimentaron una transformación que los cambiaría radicalmente (o quizá no tanto). Wittgenstein pertenecía a una rica familia judía de la alta burguesía industrial. Hasta los 14 años tuvo una educación privada, estudio Ingeniería en Berlín y Manchester. Un encuentro con Frege lo condujo a la filosofía de las matemáticas, que estudió con Bertrand Russell. Sabemos muchas cosas de Wittgenstein gracias a las cartas de Russell a su amante. Durante la primera gran guerra compone una obra que habrá de cambiar el curso de la filosofía: el Tractatus logico-philosophicus. Es hecho prisionero en Italia y cuando regresa a Viena, renuncia a sus pertenencias como Anaxágoras (algo que intentó y no logró Tolstoi) y, como el ruso, se hace maestro de aldea. Regresa a Cambridge pero se siente incompatible con la vida académica (como Tolstoi con la literaria), y la acaba abandonando para retirarse a una cabaña en Noruega. Durante la segunda gran guerra será enfermero y, cuando le llega la enfermedad, decide no operarse el cáncer y “dejar que la naturaleza siga su curso”. Muere en casa de amigos (carece de propiedades) y confiesa, cerca del último suspiro, que su vida ha sido maravillosa.
Peligro y salvación
Pocos filósofos han escrito un tratado en las trincheras, y muchos menos han escrutado los problemas de la lógica mientras pelaban patatas en la cubierta de un buque de guerra. Wittgenstein lo hizo. Los demonios interiores y el miedo al suicidio lo habían llevado a alistarse como voluntario. Se encuentra en ebullición, “como un géiser”, en espera de la erupción definitiva que lo convierta en alguien diferente. Sigue la consigna de Hölderlin: “Allí donde está el peligro, está la salvación”. Se ofrecerá para las misiones más peligrosas, incorporándose a los comandos que se adentran en tierra de nadie para descubrir los emplazamientos del fuego enemigo.
La amenaza de una muerte próxima se resuelve en atención. Le permite vivir en el instante eterno y atemporal del presente. Pide a Dios más entendimiento, que todo se vuelva claro por fin, o no tener que vivir más tiempo. Como todos los moralistas estrictos, le puede el orgullo y se desprecia. Escribe como vive, a vida o muerte, y teme que se pierda su esfuerzo intelectual. Desea recorrer el camino de la perfección, sin atisbo de engaño, que le lleve a sí mismo. El espíritu no es propio, pero hay que cuidarlo como si lo fuera. Atenderlo, no olvidarlo en el ajetreo de la vida. Alimenta su vena mística: lee a Silesius, Kierkegaard y James. Es la experiencia de la vida la que impone los conceptos, la que disuelve las preguntas de la filosofía. Se convertirá en el apóstol de la creencia muda, esa que no necesita comunicación verbal y se expresa en el modo de vivir. “La Gran Guerra me salvo la vida”, dirá más tarde, aunque también reconoce la atracción que supone ir al encuentro con la muerte.
Quiere vivir para el espíritu, dejar que penetre en él y lo atraviese. Para ello ha de vaciar su mente de todas las escorias, del odio y la suciedad. El espíritu es lo único que necesita, la ineludible correspondencia con lo divino. Russell dirá sobre este giro místico: “Lo que más valora de la mística es su capacidad para impedirle pensar”. Acierta parcialmente. Detener los procesos mentales, dejar la mente diáfana, es el método que recomendaban los ascetas indios para la irrupción del espíritu, cuyo paso obstruyen las inquietudes, los miedos y los afanes. Wittgenstein seguramente no conoció a Patañjali, pero intuye lo que sabía aquel.
Es apasionado y necesita una misión. La encuentra en el trabajo del pensamiento (servicio y ofrenda). Le parece indigno llevar una vida carente de sentido. Aspira, con cierta arrogancia e ingenuidad juvenil, a la solución definitiva. “Toda mi tarea consiste en explicar la esencia de una proposición…, la esencia de todo ser”. Las palabras son sólo la superficie de un abismo, una piel sobre el agua profunda. Hay cosas que no se pueden decir con el lenguaje pero que se reflejan en el lenguaje. Wittgenstein pretende captar ese reflejo y purificar la lengua (esa gran ramera). Reproduce el gesto del budista Nāgārjuna, que recomendaba el abandono de todas las opiniones. Claridad respecto a lo que se puede decir y silencio sobre el resto. Pero lo que se puede decir es bien poco. Dios, la vida o el destino, quedan fuera del alcance de lo decible. Su conclusión estremecedora: “todas las proposiciones valen lo mismo”. Al matematizar la naturaleza, ésta pierde su encanto: “He meditado mucho sobre todo lo divino y humano, pero no puedo establecer la conexión con mis razonamientos matemáticos”. Los intereses lógicos se van diluyendo en los místicos. El valor está en otra parte. Como apunta Isidoro Reguera, “la perspectiva de la muerte rompe el espejo de la lógica”.
En el verano del 1916, en plena guerra, escribe sus pensamientos más bellos. ¿Cabe vivir de modo tal que la vida deje de ser problemática? Tiene una conciencia muy clara de que, para llegar a ser bueno, debe seguir trabajando. La vida del conocimiento es la vida feliz, nos dice, un camino hacia el silencio. “De no existir la voluntad, no habría tampoco ese centro del mundo que llamamos el yo, que es el portador de los valores”. El yo no es un objeto y es profundamente misterioso, parece estar fuera del mundo. En sus diarios de esta época se permite un discurso sobre lo inefable: “El sujeto no pertenece al mundo, sino que es un límite del mundo”. Pero Wittgenstein no frecuenta los templos, su postura se encuentra más allá del ritual, la confesionalidad o la teología dogmática. No tiene que sostener un credo para hacer suyas ciertas profundidades. “Creer en un Dios significa entender la pregunta por el sentido de la vida. Pues al fin y al cabo, Dios es el modo en el que se comporta todo”.
Preguntarse por el sentido de la vida (capturar el sentido de lo que decimos) es una forma de oración. Pero expresa un sentimiento moderno cuando afirma: “No puedo arrodillarme para rezar porque mis rodillas, por así decirlo, está rígidas. Temo mi disolución si me ablandara”. Esa es la raíz del silencio más elocuente del siglo. Si llamamos Dios al sentido de la vida o al sentido del mundo, entonces la filosofía de Wittgenstein, como la de Spinoza, está llena de Dios. Tras la contienda, interior y exterior, Wittgenstein se ha hecho un hombre, se ha acercado al ideal de la vida unificada y ya puede filosofar. Da a la imprenta el Tractatus, una obra que en menos de cien páginas resuelve supuestamente todos los problemas del pensamiento. La filosofía ya no es sistema o doctrina, sino una labor de desbrozado, un delimitar lo que tiene sentido y lo que no. Pero, sorprendentemente, la obra se liquida a sí misma al final: “De lo que no se puede hablar, mejor es callarse”. Como si de una teología negativa se tratara, se impone el silencio sobre lo importante. La lógica se transmuta en ética.
Juego de lenguaje
Wittgenstein se arrepentirá de esta obra de juventud. Encontrará en ella “graves errores”. Pero no se resigna y abre una nueva vía. Desarrolla la noción de “juego de lenguaje”. La idea fundamental es que en la raíz de todo conocimiento se encuentran los conflictos entre los vocabularios de las diferentes ciencias. Cuando estudiamos la materia mediante la física subatómica, debemos familiarizarnos con un vocabulario que habla de protones, electrones, ondas de probabilidad y números cuánticos. Estas “palabras-probeta”, nacidas en un particular tubo de ensayo, nos ayudan a crear un universo de significado y hablar científicamente de la materia será hablar en estos términos. Si en lugar de la materia nos ocupamos de la vida, entonces hablaremos de células, proteínas y genes, palabras todas ellas que crean su propio universo de significado. Y lo mismo ocurriré si estudiamos la mente (neurosis, paranoias, obsesiones). Y ocurre que, cuando nos disponemos a elaborar un discurso sobre la materia, la mente y la vida, los vocabularios de los que disponemos resultan incompatibles entre sí. Pertenecen a diferentes juegos de lenguaje. Podemos hablar de las proteínas de la célula, pero si hablamos de la esquizofrenia de la célula o la melancolía del electrón, nos situamos fuera del discurso científico.
Wittgenstein da un paso más y sugiere que la noción misma de juego no debe tratarse como algo completamente cerrado, sino que lo que llamamos “juego” toda una serie de prácticas que tienen un “aire de familia”. La visión del juego es impresionista. Pero además, si queremos abordar la cuestión del sentido, nos movemos en círculos (o entre espejos). Las “palabras-probeta” que nacen en los laboratorios sirven para explicar pero son en sí mismas inexplicables. Toda ciencia necesita de palabras-probeta y no es posible separar la noción de rigor de la noción de consenso. El ejemplo más claro es el de la longitud del metro patrón de París. ¿Qué patrón podría medirlo? ¿Cómo detener la regresión infinita? Es precisamente el no plantearse lo problemático de la longitud del metro patrón de Paris lo que nos permite jugar (muy seriamente) al juego de la dimensiones. Las palabras probeta tienen una naturaleza fundacional, no relacional. Apuntan a un fin, la explicación, pero son ellas mismas inexplicables. Sin ellas no podríamos jugar al juego de lenguaje. Derrida sustituyó el vocabulario de la metafísica (esencia-característica) por el de la gramatología (distinción-postergación). Su originalidad consiste en haber planteado el juego en otros términos, no en haberlo resuelto.
Wittgenstein fue un gran filósofo de las matemáticas y su trabajo, en su momento ignorado, empieza a ser reconocido. La idea que tenía de esta ciencia es fascinante. El matemático no es un descubridor que desvela el lenguaje oculto de los fenómenos, sino que es un inventor, un creador que extrae de sí toda clase de efectos. Esa idea se complementa con otra. La matemática es un juego de signos, pero a ese juego no se juega únicamente en el laboratorio, sino que se hace con “ropa de paisano”. Si no hubiera una matemática aplicada, no tendríamos una matemática pura. Entendemos las matemáticas cuando tenemos una visión clara de su aplicación. Por eso la matemática (la ciencia polícroma) no es una superciencia platónica ni una ciencia empírica, sino que se desarrolla en un ámbito intermedio, el de la imaginación.
Con ello regresamos al círculo hermenéutico. Sin las partes no podemos comprender el todo, pero sin el todo tampoco podemos comprender las partes. La época moderna es inductiva, tiende a ir de las partes al todo. La época medieval fue deductiva, iba del todo a las partes. En el primer caso el universo se construye desde abajo, en el segundo, se despliega desde arriba. Pero el sentido requiere de ambos movimientos, de la reflexión mutua de lo ascendente y lo descendente. El todo no es anterior o posterior a las partes, las partes, no son anteriores o posteriores al todo. Una lógica lineal no hace justicia a la naturaleza circular del significado. De hecho, toda linealidad es una ilusión. La cuestión del sentido exige esa correspondencia.
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