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Libros que me dan miedo

La autora argentina Mariana Enriquez, reciente premio de la Crítica, repasa las lecturas de terror que la han convertido en una de las voces más destacadas de la literatura actual

Halloween Babelia
Fran Pulido

Me preguntan muy seguido por qué me gusta el terror. Por qué leo y escribo terror, de dónde sale mi gusto por lo macabro, lo morboso, lo espeluznante. La pregunta me molesta bastante: ¿acaso Stephen King no es el escritor más famoso del mundo? ¿Acaso El exorcista no es una de las películas más vistas de la historia del cine? No me irrita porque la requisitoria implique mi condición de rara, soy bastante rara; me fastidia porque es una pregunta irreflexiva que parece ignorar una popularidad sostenida y una pulsión ancestral: contarse historias de miedo para aprender a enfrentar el miedo; hablar de la muerte para ser capaces de aceptar el (nuestro) fin.

En general respondo generalidades, frases de sentido común, o refuerzo aquello de que, bueno, está repleto de gente a la que le gusta el terror (y repleto de gente a la que no, y así con todo). Pero yo recuerdo perfectamente aquellas primeras lecturas, las que me decidieron a escribir cuentos de miedo —tardíamente, porque mi primer cuento de terror apareció 20 años después de haber editado mi primera novela—. El encuentro transcurrió en la habitación de la casa a la que llamábamos “del piano”. No hay que imaginar un espacio elegante ni un suntuoso piano de cola: yo crecí en un suburbio industrial gris y cansado, y la casa era modesta. Mi madre había tomado lecciones de piano de jovencita, mi abuelo se lo compró con gran esfuerzo y, aunque ella ya no lo tocaba, el instrumento seguía ahí. “Hay que tenerlo siempre cerrado”, decía mi abuela, “porque si queda abierto lo toca el diablo”. Era su manera de enseñarme a proteger las teclas: ella fue la primera cuentista de horror que conocí, y era muy efectiva.

‘Cumbres borrascosas’ me provocó algo físico. Como una canción, ganas de bailar o una película, de llorar

Esa habitación tenía una biblioteca grande y heterodoxa. Mis padres compraban las ediciones baratas de Bruguera y Salvat y cualquier otro libro de precio accesible. También la colección Robin Hood especialmente para mí, aunque no hacían una distinción marcada entre libros para chicos y para adultos. Les daba igual. No había control de lectura. En esa soledad del piano negro y la habitación pequeña con olor a tierra encontré Cumbres borrascosas. Empecé a leer fascinada por esa geografía extraña que, en el libro, no tenía traducción (ponían “moor”, no “páramo” como en otras ediciones). Yo imaginaba un desierto negro. Y, de repente, el huésped de la casa escucha a una niña llorando en el descampado. Una niña que, desconsolada porque quiere entrar, rompe el vidrio y le toma la mano con ferocidad, con tanta saña que le corta la piel y la carne contra los vidrios rotos. La mano fría y cruel de la niña fantasma. Recuerdo la emoción de leer ese episodio, la euforia temblorosa del miedo. Por primera vez la literatura me provocaba algo físico, como una canción me daba ganas de bailar o una película me hacía llorar.

¿Cuántas escenas así habría en esa biblioteca? La exploré. Encontré a los encerrados por locos o por enfermos de Jane Eyre, de Charlotte Brontë, y El jardín secreto, de Frances Hodgson Burnett. Encontré al bebé fantasma que lloraba del otro lado de la pared en un hotel de Montevideo en el cuento La puerta condenada, de Julio Cortázar. Di con Poe y Lovecraft, pero ninguno de los dos me convenció. El gato negro me gustó mucho; pocos años después, disfruté de La sombra sobre Innsmouth con verdadera pasión. Pero confieso que los grandes señores del género no son mis influencias más importantes ni me causaron en una primera lectura estremecimientos memorables. Siempre recorrí las periferias. En una hermosa edición de Minotauro leí El país de octubre, de Ray Bradbury, y con ‘El siguiente de la fila’, un cuento basado en la visita turística de una pareja a las momias de Guanajuato mexicanas sentí un horror de viento seco y caliente, muy físico, como si Mary, la mujer aterrada, estuviese bajo mi piel, agotada de ansiedad. Aquel primer Bradbury, también el de Crónicas marcianas, con sus marcianos que se disfrazan de nuestros muertos queridos, es más importante para mí que Poe. Más cercano. Un autor capaz de hacer un cuento de terror protagonizado por la pequeña multitud que se reúne alrededor de los accidentados en la calle; capaz de poner el miedo donde efectivamente está: muy cerca.

Una Navidad de los años ochenta mi tío —a quien no le interesa la literatura— me regaló Cementerio de animales, de Stephen King. Creo que sólo lo hizo porque en la portada decía “best-seller”. Empecé a leer el 25 por la mañana, después del desayuno. Al atardecer seguía leyendo, hipnotizada y aterrorizada. En un pasaje horrible, luego del desentierro de un niño, cerré el libro y lo arrojé lejos, como se quita de encima un insecto peligroso o desagradable. ¿Por qué estaba sufriendo así voluntariamente? ¿Cómo había hecho este libro para convertir a todo el mundo real en un lugar terrible, doloroso, lleno de desdicha? Fui a buscar el libro después de dar una vuelta por la casa y, creo, servirme algo frío, quizá un vaso de coca-cola. Y lo terminé. Y me dije: yo quiero escribir esto.

La revelación de Stephen King fue una inyección de electricidad. Me dije: yo quiero escribir esto

La revelación de Stephen King fue el equivalente a una inyección de electricidad. Hacer terror con las dos cosas: con los fantasmas de M. R. James y Elizabeth Gaskell, pero sumándoles nuestros miedos, los contemporáneos y los locales. El resplandor, por ejemplo: sí, es un hombre que enloquece en un hotel encantado. Pero además es alguien que le ha roto el brazo a su hijo en un ataque de ira, que intenta asesinar a su familia, que se identifica con una de las entidades que se ocultan en el hotel Overlook, la de un hombre que también fue un violento de género. Esas niñas mellizas fueron asesinadas por su padre. Ningún fantasma es sólo un fantasma: son la expresión de un trauma. Algunos son los responsables del horror. Otros dicen mi muerte fue injusta, estoy aquí porque quiero contar lo que me hicieron, porque necesito reparación. Esa reparación, por supuesto, es imposible porque el crimen ya ha ocurrido: si sucede, es porque necesitamos consuelo nosotros, los vivos.

King es muy generoso y me llevó lejos de la biblioteca de mis padres, aunque me quedan nombrar algunos textos de formación hallados en esos estantes: la sección ‘Informe sobre ciegos’ de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato, acerca de esa secta subterránea y hoy tan incorrecta; Cuento de Navidad, de Charles Dickens, con su Fantasma de las Navidades Presentes que escondía tras el manto dos niños desnutridos. El libro de los seres imaginarios, de Jorge Luis Borges, donde leí sobre la banshee, el hada celta que llora debajo de las ventanas de quien va a morir, y sobre el hidebehind (“se esconde detrás”), un ser que siempre está a nuestras espaldas, que nunca vemos, ni por el rabillo del ojo, pero ahí se oculta y un día se decidirá a dar el golpe final. Otra vuelta de tuerca, de Henry James, que me enseñó la desconfianza; Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, libro con el que comprendí que todos tenemos la capacidad de la bestia, de la violencia y del desprecio.

Vuelvo a King y su generosidad: en muchos de sus libros él menciona autores en los epígrafes. Yo me decidí a conseguirlos. Así llegué a Shirley Jackson y su horror por las casas que yo también padezco, el espacio doméstico como el más siniestro cuando es incapaz de protegernos. Peter Straub, tan elegante; Richard Matheson y Robert Bloch, tan brutales. A muchos los conocí gracias a recopilaciones baratas de cuentos que tenían portadas muy feas y títulos tan torpes como Horror Vol. 1 o El gran libro del terror: mis atesorados Martínez Roca. Ahí volví a encontrarme con Shirley Jackson y cuentos ejemplares como La lotería o Los veraneantes; con Ramsey Campbell, tan desparejo como fascinante; con Clive Barker, que me enseñó sobre el horror del cuerpo; con Lisa Tuttle, maestra en el manejo de la pesadilla y la despersonalización; con el megarraro Robert Aickman, a quien aún no entiendo, no sé cómo consigue esa inquietud suprema, ese rasguño en la realidad después del que no queda lenguaje, solo devastación.

Las influencias siguen hasta hoy. Mis contemporáneos me inspiran y me enseñan. Los paseos nocturnos de Pilar Pedraza, los mensajes desde un mundo muerto de Thomas Ligotti, los jóvenes destrozados por el abuso de Mónica Ojeda —y sus niñas brujas dañadas—, el peligro de la naturaleza y sus dioses en Laird Barron, las familias de Paul Tremblay, los abuelos perversos de Emilio Bueso, los campos verdes sin vida de Samanta Schweblin, los mundos histéricos de Kelly Link, todo lo que no se dice en la incertidumbre perpetua de M. John Harrison. Straub, uno de los grandes maestros, escribía en 2008, como prólogo a su recopilación Poe’s Children: “Somos afortunados, tantos los lectores como los escritores, de participar en un momento de tal amplitud, lujo y promesa”. Creo que tenía razón cuando describió así la literatura de terror actual; y ese momento extraordinario continúa.




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