El triunfo de la cópula
Umberto Eco me decía hace poco que si, de una parte, la televisión ha perjudicado a los ricos o cultos e incluso los ha denigrado, de otra parte ha beneficiado al pueblo llano, a los proletarios y a los habitantes del campo y de barrio.
La grosera reacción del autollamado John Cobra en la final de los candidatos para Eurovisión no es probable que haya beneficiado a nadie, pero es posible que tampoco haya perjudicado a muchos. Simplemente, la deriva de estos concursos que eligen como representante a un Chikilicuatre no puede desembocar sino en un ambiente de mercachifles.
Hay, no obstante, una gran diferencia entre el pobre tipo que representaba el triste Chikilicuatre y el obsceno escupitajo (¿envenenado?) de El Cobra.
Cada cual responde a su apodo y, al cabo, no pueden ser ni sorprendentes ni decepcionantes. Eurovisión ha logrado convertirse en un artefacto -musical o no- que se comporta como un predecible vertedero. Más que lograr el antiguo prestigio a través de la selección, la selección del candidato corona hoy a un personaje que procediendo de los márgenes se complace en su redención. Así ha venido a ser, al menos desde España, el caso de los extraños prototipos que pasaron de perdedor a ganador. Todo dentro de la indiferencia cualitativa.
En realidad, con Eurovisión se cumple el colmo de la canción basura que, sin embargo, no desentona con la música de fondo de la programación. No ya los habitantes rurales, los parados, los proletarios o los pensionistas enfermos ven la televisión generalista. Esta televisión ha creado, poco a poco, un espectador que, diseñado en los programas de sobremesa, las mañanas de ocio, las tardes de concursos y los detritus del corazón, se complace en la indolencia de una distracción sin consecuencias. O, por el contrario, entre jóvenes de barriada, despierta un ideal mediático y una fe en la fama que ilustra, ejemplarmente, David Bisbal.
En esta doble tesitura, entre indolente y agresiva, se alinean, de un lado, las dulces amas de casa y, de otro, los malotes del barrio dispuestos a comerse el mundo a través de la pantalla, comerse a los espectadores a través de su superencanto y a todas las chicas del mundo (chicos incluidos) a través del poder que les proporciona -simbólicamente- la voracidad del falo.
El Cobra brindó el lunes toda la información necesaria para comprender el espectáculo. No respondió al abucheo del público ni con la palabra ni con el ademán. Todo el desdén feroz se centraba en el mundo de la polla. Es decir, en el centro de donde partía su impulso conquistador y desde donde podía partir, como desprecio integral, el lenguaje de su pene. Una y otro, organización y órgano, se conjugan en la potenciación mediática del espectáculo. Uno y otro copulan en el éxito de la transmisión.
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