Los húsares alados
Si hay algo más maravilloso que un húsar es un húsar con alas. No recuerdo la primera vez que oí hablar de los legendarios húsares alados polacos pero desde que en 1977 me topé con uno en la armería del museo del melancólico castillo de Malbork, antiguo predio de los caballeros teutónicos, soy víctima del embrujo de su deslumbrante estampa, en la que se combinan guerrero, jinete, fiera y pájaro. "¡Los húsares! ¡Los húsares alados!", exclama Jan Skshetuski, el protagonista de A sangre y fuego (Ogniem i mieczem), de Sienkiewicz, al verlos aparecer para cargar sobre los tártaros, de grandes tambores, que le mantienen prisionero. "Los húsares avanzaron; sobre sus cabezas una nube de alas, un bosque de lanzas embellecidas con borlas doradas y largos gallardetes de seda", escribe el autor. "A la vista de su nobleza, dignidad y orden, lágrimas de orgullosa alegría se formaron en los ojos de Skshetuski". Los húsares alados, ángeles de la guerra con capas de piel de leopardo, para muchos la mejor, más espectacular y bella caballería que el mundo ha conocido, surgieron en Polonia en el siglo XVI como una evolución propia del concepto original de húsar -el húsar húngaro, para entendernos-. Convertidos en lanceros semiacorazados, los húsares polacos dominaron los campos de batalla del este de Europa y obtuvieron fulgurantes victorias contra los suecos, los rusos, los turcos, los cosacos y los tártaros. Se hicieron inmortales por llevar alas, una o un par. Consistían éstas en bastidores verticales forrados de terciopelo escarlata en los que se engastaban plumas de águila. Tras vencer durante 200 años con sus cargas en Kircholm, Chocim y Viena, los húsares alados desaparecieron. Eso fue hace mucho tiempo, pero es posible seguir su rastro en la historia, la literatura y el arte (por ejemplo en las pinturas de Jan Matejko y de Wojceiech Kossak). He hablado con Patrick Leigh Fermor y con Adam Zagaweski de los románticos húsares alados, pero ni el viejo escritor héroe de guerra ni el poeta saben tanto de esos legendarios guerreros como el gran maestro de pantomima, actor, director y mâitre d'armes polaco Pawel Rouba.
Fui a ver a Pawel (Inowroclaw, 1939), hombre que ha formado a la flor y nata de nuestro teatro, a su casa en el Putxet barcelonés, de donde ahora sólo sale para ir al hospital, pues lucha contra un temible cáncer. El que fuera escultural primer actor de la mítica compañía de Tomaszewski me recibió en bata, hinchado por la cortisona y mareado, pero tan altivo, corajudo e impresionante como siempre -el hombre que uno hubiese querido ser, en suma-. Me pasó revista esbozando la sonrisa irónica que nos hacía temblar a sus alumnos. Si yo había ido a brindarle compasión, decía su mirada, ya podía darme la vuelta y marcharme por donde había venido. Pero yo había ido a hablar de los húsares alados, y eso le encantó.
"Ah, la husaria, la más bonita caballería del mundo. Querrás saber de las alas. Y seguro que ya has leído varias teorías, claro. Pero lo que a mí me dijeron siempre desde pequeño, es que eran una protección contra el ataque con lazo de los tártaros. El lazo encontraba las alas y no tu garganta. Nosotros teníamos entonces frontera con Rusia y Ucrania, de ahí llegaban todo tipo de luchas orientales contra las cuales Europa no estaba preparada. En fin, con las alas no te podían echar el lazo y derribarte del caballo. El caballo, sabes, era la base de nuestra supervivencia. Polonia necesitaba 20.000 caballos nuevos cada año. Mucho después, nuestro gran Gomulka llegó a declarar que había demasiados actores en Polonia, parásitos, decía, y los comparaba a los maleantes y a los caballos. 'Entre todos se comerán Polonia', advertía".
Rouba se ensimismó en su rencor contra el viejo dirigente comunista; un buen momento para meter baza. Tú eras buen jinete, Pawel. "Para manejar un caballo al menos tienes que tener una inteligencia como la suya". Me pareció una alusión directa, porque yo temo a los caballos, pero me cuidé de no decir nada. "Sí, yo he montado mucho. En la estepa, un hombre a caballo es el rey. Adonde piensas, te trasladas. Eres libre. El último atamán, Bogdan Chmielnicki, un noble polaco del que el rey sospechaba que le ponía los cuernos, escapó a las estepas y montó la rebelión de los cosacos ucranianos de Zaporozhian"... Pasó un rato de salvaje excurso hasta que volvimos a los húsares alados. "Todo empezó con la reordenación de la caballería de Batory. Surgieron estos jinetes de élite. La velocidad y el peso de las armas, una combinación nueva, letal. Rompían la formación enemiga con las largas lanzas, kopia, y usaban sables y un arma brutal, el koncerz, una espada que era básicamente una barra de hierro para agujerear armaduras, panzerstecher, 'perforacorazas', lo denominaban en alemán. Las distancias grandes obligaban a la rapidez, a galopadas relámpago. Por eso no servía el caballero medieval pesado, así que se inventa el húsar acorazado, bien protegido, pero ligero; capaz de maniobra, pero invencible en el choque". Esa terrible belleza del húsar con alas... "El impacto visual, como el ruido, era muy importante. Se trataba de espantar al enemigo, y a sus caballos. Algunos dicen que para eso servían las alas: las plumas de miles de jinetes a la carga -imagina los 20.000 húsares de Sobieski contra los turcos a las puertas de Viena- producirían un sonido sobrenatural, intimidatorio".
Los húsares alados tienen algo de ideal, de pureza, por el simbolismo de las alas. "Eran algo muy pintoresco, único. Eran buenos militarmente, pero además entre ellos, todos nobles, había un compañerismo, la bandera, la unidad. Eran el corazón de Polonia. Un arma y una idea. Los ulanos recogieron y exaltaron ese simbolismo de nación". Finalmente, los húsares alados se extinguieron. "La generalización de las armas de fuego acabó con ellos. Pasaron a usarse como tropas de gala, para fiestas y, sobre todo, para funerales". Pawel se quedó pensativo.
Saqué entonces a colación aquella tarde, hace casi 30 años, en que él me expulsó humillantemente de su clase en el Institut del Teatre por no llevar la indumentaria correcta y yo cometí la ingenuidad -Pawel es nieto de un heroico general- de plantarle cara, lo que me granjeó doble ración de sometimiento. Le dije, atropellándome, que me había costado admitirlo pero que tuvo razón, que aquello me hizo aprender mucho de la disciplina y el respeto y que nunca había tenido ni tendré un maestro igual. Observó mi explosión sentimental sin sorpresa, sin arrugar un músculo de la cara, sin dejar de fijar en mí sus ojos fríos como un trago de vodka. Recordaba perfectamente el episodio. Y eso, que ese insignificante incidente hubiera significado algo para él, me puso al borde de las lágrimas. Se hizo un silencio embarazoso. Ya lo habíamos dicho todo. Mientras el reloj contaba los minutos, me quedé sentado mirando a Pawel y escuchando crecer el orgulloso galopar de los húsares alados que se adueñaba de la habitación durante una última, arrojada e imperecedera carga.
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