Una voz única que siempre vuelve
La poeta Alejandra Pizarnik ha servido de guía a las nuevas generaciones, que no han dejado de leerla, estudiarla e invocarla en los últimos 50 años
La voz de Alejandra Pizarnik siempre vuelve a mí. Como ahora, que hago una búsqueda rápida en la web para escucharla. Sé lo que voy a encontrar, hice la misma búsqueda muchas veces. Aparecerán varias opciones que prometen darnos su mejor versión: con audio mejorado o con audio original; con música de fondo o con el sonido pelado; la grabación completa o sus fragmentos formando parte de una gran cantidad de videos biográficos, programas de televisión o podcasts que se ocupan de mantener viva y vigente su obra.
En cada una de ellas, la voz grave y pausada de Alejandra leerá lo mismo: el poema de Arturo Carrera Escrito por un nictógrafo, parte de un libro que ella presentó en 1972, el mismo año en que moriría. Sé que esa es la única grabación existente. Sin embargo, cada vez que reproduzco una de esas piezas imagino por una fracción de segundo que quizás esta vez va a decir otra cosa, que va a leer un poema suyo.
Alejandra Pizarnik afirmaba que tartamudeaba, eso también dicen todas las biografías que leí sobre ella. Pero en este único registro solo puedo detectar, apenas, que alarga las vocales de una forma particular, como si se detuviera a descansar —¿o a pensar?— sobre ellas. No me sorprende que las opciones para escuchar el mismo y único audio sean tantas: las generaciones de escritores contemporáneos y posteriores a Pizarnik no han dejado de leerla, comentarla, estudiarla, pero sobre todo invocarla.
Fui a varios talleres de poesía durante mi vida. En todos se recomendaba leerla y también dejar de leerla. Era lectura imprescindible pero también estaba la advertencia sobre la fuerza de esa voz, de que podía generar la tentación de intentar escribir como ella y no hacer más que imitarla, como si no hubiera dejado nada por hacer. O de leerla a ella, y a nadie más. La escritora Inés Kreplak me contó que tiene que leerla con moderación, porque siente que se la quiere llevar con ella.
Otras poetas y amigas de mi generación, Malena Saito y Flavia Calise, me contaron que la leyeron a los 18 o 19 años, y que fueron sus diarios lo primero que las cautivó, en donde se sorprendieron de encontrar una voz vital, irónica y llena de humor que contrastaba con la imagen de Alejandra como poeta depresiva y suicida. No es, claro, la única escritora de la que se construyó una representación que contradice con lo que escribió. Pienso, por ejemplo, en Katherine Mansfield, de quien se creó una figura de escritora enfermiza que difiere de los textos sobre el deseo que registraba en sus cuadernos, y que de hecho fueron dejados afuera de la edición de su diario.
Yo también era adolescente cuando leí por primera vez a Pizarnik, aunque mi primer contacto no fue con sus diarios ni con su poesía completa, sino que me acerqué del mismo modo que a todos los poetas por los cuales descubrí la poesía: buscando sus poemas sueltos en Internet. El de Pizarnik era uno de esos nombres gigantes de la literatura argentina que se le podían venir a la cabeza, a mediados de la década del 2000, a una chica desvelada que busca algo para leer en su cuarto a la madrugada. Como el de Cortázar y el de Borges, tal vez el de Alfonsina Storni y no muchos más.
Los poemas de Pizarnik que primero me cautivaron fueron los de Árbol de Diana. No creo que sea una confesión original, pero recuerdo leerlos varias veces atraída por la potencia de lo breve y de algo que me parecía una forma directa de decir las cosas, que sin embargo no significaba que siempre fuera sencillo entenderlos. Por otro lado, creo que su imagen, siempre central entre los escritores y escritoras latinoamericanos, nos dio a las poetas mujeres de las generaciones posteriores la posibilidad de saber que había existido ella: que era una mujer la poeta más reconocida del país, con un lugar indiscutible. Poemas célebres de ese libro, como el número 13, que dice “explicar con palabras de este mundo/ que partió de mí un barco llevándome”, tienen no solo una potencia única, sino una forma de explicar la poesía que me acompaña y, creo, acompaña a todas las generaciones que vinieron después que ella.
Hay algo en la presencia de Pizarnik en el mundo contemporáneo de la literatura argentina que es, creo, insistente. Como la primera imagen que se me viene a la cabeza si pienso en su apariencia física, que es una anécdota de Fernando Noy que escuché y leí tantas veces que puedo citar de memoria: él, poeta, activista y performer, era adolescente por esa época, cuando leyó Extracción de la piedra de locura y quedó fascinado. Así que consiguió su teléfono y la llamó. Ella le preguntó de parte de quien llamaba, y cuando él le dijo que no contaba con referencias, lo invitó a visitarla: “al fin uno que no viene recomendado”. Noy, entonces, se dirigió al modesto departamento del ostentoso barrio de Recoleta en el que vivía Alejandra, el mismo en donde después moriría. Debió llamarla por teléfono desde el bar El cisne, que aún existe y quedaba en la esquina, porque vivía en un séptimo piso y no tenía portero eléctrico. Cuando llegó, salieron del edificio varias personas, de las cuales la última parecía, para Noy, un muchachito hermoso. Era Alejandra. Él le hizo un chiste: le dijo que la había confundido con Brian Jones, su Rolling Stone favorito. Y ella le respondió que lo había confundido a él con una prostituta alemana.
Cada vez que vuelvo a leer o escuchar esa historia (que puede encontrarse en la voz del propio Noy, por ejemplo, en el capítulo “Condesa Sangrienta” del podcast Mostras dedicado a Pizarnik) imagino esa escena y a Alejandra, siempre de la misma manera, casi como si en vez de un relato hubiera visto una foto de ese momento particular. Es que esa anéctoda, entre otras que Noy y otros amigos de Alejandra que compartieron tiempo con ella en esos años intensos cuentan, son inseparables de su retrato, el cual es a su vez inseparable de su obra. A veces se dice sobre algunos autores y autoras, sobre todo los considerados “malditos”, que la persona o el personaje no debe comerse a la obra, que hay que leerlos además de recordarlos. Yo creo que a Pizarnik, las generaciones de poetas posteriores la leemos, la recordamos y la evocamos. Y que sus poemas, su imagen y su voz tienen una insistencia que hace que siempre vuelvan (al recuerdo, a la mente y a aparecer como resonancias en poemas ajenos).
Sin ir más lejos, en Extracción de la piedra de locura, Pizarnik escribió: “Las fuerzas del lenguaje son las damas solitarias, desoladas, que cantan a través de mi voz que escucho a lo lejos”. Es eso: su voz, que se sigue acercando a las y los poetas, que perdura, que nunca se olvida.
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