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El ‘milagro’ de Bukele es la pesadilla de doña Delmy

Los males de El Salvador se ceban con la familia Cortez. La madre perdió a una hija después de que le negaran un aborto, otro fue detenido en medio de la guerra contra las pandillas, aunque mantienen que es inocente, y un tercero tuvo que migrar

Delmy Cortéz, madre de Beatriz, sostiene un retrato de su hijo en su casa en Jiquilisco, El Salvador, el pasado 5 de marzo.
Delmy Cortéz, madre de Beatriz, sostiene un retrato de su hijo en su casa en Jiquilisco, El Salvador, el pasado 5 de marzo.Camilo Freedman (EL PAÍS)
Noor Mahtani

Doña Delmy Cortez jura que lo ve. Imagina que a veces llega a su casa en bicicleta y la saluda por la ventana del salón o le pide tortillas con quesillo. Últimamente se regodea en esa imagen un ratito hasta que la realidad lo ensombrece todo. Hace casi tres años que su hijo Mauricio no pisa el barrio de La Noria, al sureste de El Salvador, ni monta en bici, ni se asoma al portón, ni prueba la crema de leche de su madre. Él se convirtió en uno de esos tantos inocentes encerrados en nombre de un estado de excepción que ya tiene poco de excepcional. “Antes sufría a las pandillas; ahora sufro al Estado”, zanja esta mujer desde el salón de su casa, cada vez más vacío.

Su ausencia no es la única que le pesa. Los retratos de los hijos de doña Delmy se multiplican en la pared de la sala, como si existiera la posibilidad de que fueran a ser olvidados. Al lado del cuadro de Mauricio recién graduado de bachiller, sonríen alegres los demás. Pero eso fue hace tiempo. Hoy cada uno de sus cinco hijos carga a hombros los males de un país que busca zafarse de su pasado violento con más violencia: Mileidy, la menor de sus hijas, dejó de saber del papá de sus hijas después de que lo detuvieran; Humberto vive con las migajas de la agricultura, Javier se vio obligado a migrar a Estados Unidos y Beatriz falleció en 2017 después de que le negaran un aborto que necesitaba para que el lupus no la consumiera, en un caso que se volvió un emblema de la violencia obstétrica a la que son sometidas las mujeres en El Salvador, donde está prohibido la interrupción del embarazo en cualquier circunstancia. Este país, dice la matriarca en un suspiro, es demasiado injusto.

El 13 de junio de 2022, Mauricio salió a pasear con un familiar a la cancha de fútbol cuando se les acercó una patrulla de policía. Habían pasado apenas tres meses desde que el presidente Nayib Bukele anunciara un estado de excepción para acabar con las pandillas a cualquier costo. Cuando se enteró, Delmy corrió a la comisaría, y le dijeron que estaba detenido por el delito de agrupaciones ilícitas y que el proceso iba para largo. “Yo les expliqué que él no era marero, que todos en el barrio lo sabían. Pero me respondieron que así es el régimen”, lamenta.

Unas semanas después de su detención, con cientos de denuncias de familias empobrecidas de todo el país, Marvin Reyes, del Movimiento de Trabajadores de la Policía, advirtió que muchos agentes se estaban viendo obligados a cumplir con cuotas de arrestos y denunció sistemáticos abusos de poder. Soldados que exigían “favores sexuales” a cambio de la libertad de un familiar, ajustes de cuentas que resolvían metiendo un puñado de jóvenes en un coche patrulla... Su discurso se desmarcaba así del “margen de error” con el que el presidente hace frente a estas críticas.

Delmy Cortéz sostiene el bordado hecho por su hija Beatriz previo a su fallecimiento.
Delmy Cortéz sostiene el bordado hecho por su hija Beatriz previo a su fallecimiento.Camilo Freedman (EL PAÍS)

Mauricio fue el quinto detenido en la zona del Bajo Lempa en esos tres primeros meses. El cuarto había sido su cuñado, el yerno de Delmy. Ahora, tras casi tres años de régimen, son al menos 111 los jóvenes de la zona de los que ninguna madre sabe nada. Casi todos hombres; todos pobres. A algunos los capturaron de noche mientras dormían; a otros durante la celebración de sus cumpleaños. María del Pilar Amaya sigue soñando a menudo con Walter Alexander y rezando para que no le hagan daño. Y Marcela Alvarado se consuela con que su hijo, José Duval, saliera brevemente de la cárcel después de que dos jueces exigieran su libertad. Aunque le devolvieron a prisión, “al menos sé que no está muerto”, dice encogida de hombros.

Ellas, las madres del Comité de familiares víctimas del régimen del Bajo Lempa, siguen yendo al penal como un reloj cada mes a entregar “el paquete”. No los pueden ver. No saben si están bien. Ni siquiera si aún respiran. Pero siguen llevándoles ese envuelto de bienes de primera necesidad que rondan los 120 dólares y son dictados por los propios funcionarios de prisiones: cuatro bolsas de leche, cuatro de galletas, cuatro de incaparina -un suplemento alimenticio—, dos kilos de azúcar, 12 rollos de papel higiénico, lejía, jabón de baño y de ropa, una escoba y una muda. “Yo no sé si le llegue algo o nada, pero es lo único que puedo hacer por él”, explica Alvarado, de 53 años, quien reconoce que no siempre “alcanza la plata”. “Aunque no se lo pueda mandar entero, ¿cómo no voy a llevarle nada a mi hijo?”, se pregunta. A su hijo lo detuvieron volviendo de una jornada en el campo. Lo acusaron de estar alimentando a las pandillas porque cargaba con un túper “demasiado grande”.

Antes del régimen de excepción, Bukele aseguró que había 70.000 pandilleros en el país y que los esposaría a todos. Sin embargo, desde que lo proclamó, el 27 de marzo de 2022, el Gobierno ha encerrado a unas 84.000 personas hasta alcanzar la mayor tasa de encarcelación del mundo, el 2% de los salvadoreños. Hasta la fecha, ninguno de ellos tiene una sentencia que avale su culpabilidad, confirma Juan Pappier, subdirector para las Américas de Human Rights Watch (HRW). “Esto muestra que es una política de encarcelación masiva”, le dice a EL PAÍS. “La cifra es astronómica”.

Uno de los mayores miedos de los defensores de derechos humanos es que la represión crezca y que el blanco dejen de ser abiertamente las pandillas. “Buena parte del andamiaje jurídico que el Gobierno ha ido construyendo podrá terminar siendo utilizado para ir en contra de voces críticas, periodistas, opositores... Se quiere reprimir el disenso en El Salvador”, teme Pappier.

Hombres privados de su libertad en una celda dentro del Centro de Confinamiento del Terrorismo, en Tecoluca, El Salvador, en enero de 2025.
Hombres privados de su libertad en una celda dentro del Centro de Confinamiento del Terrorismo, en Tecoluca, El Salvador, en enero de 2025.Camilo Freedman

El movimiento feminista también ha sido duramente atacado desde la llegada de Bukele al poder. Si bien desde 1998 el Código penal salvadoreño tacha de criminales a las mujeres que deciden terminar con su embarazo o simplemente sufren un aborto espontáneo, la persecución ha crecido con la llegada de un presidente que equipara el aborto a un genocidio y un Gobierno con creencias religiosas que se cuelan en su función pública. Este es uno de los cinco países de la región donde la interrupción voluntaria del embarazo está prohibido y penado con hasta ocho años de cárcel bajo cualquier excepción. El Salvador llegó a tener a más de 70 mujeres privadas de la libertad por ello, aunque sus casos no llegaron a ninguna corte internacional, como sí que pasó con Beatriz, la hija de Delmy.

Las mujeres, las que “más se están politizando”

“Al menos nosotras conseguimos algo de justicia”. dice Delmy ante la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que reconoció que el Estado había cometido violencia obstétrica con su hija. Habla en plural porque desde que Beatriz falleció, tomó el testigo y su causa se convirtió en una propia. Ahora, su rostro es uno de los más reconocidos en la reivindicación por la despenalización del aborto. La reparación que exige el fallo es de los pocos bálsamos de esta mujer que vive en duelo y en lucha.

Para Morena Herrera, activista salvadoreña y fundadora de la Agrupación Ciudadana por la Despenalización del Aborto, la política de Bukele ha obligado a que las mujeres como ella se politicen: “La estructura social nos coloca como las encargadas de asegurar la vida y los cuidados. Ante esta represión, son las mujeres quienes hacen trámites, buscan soluciones y justicia… Son ellas las que más se están politizando ante el régimen”.

Alvarado, vecina de Delmy, no ha cuestionado mucho porqué los hombres de su casa no se han movilizado como ella. Sólo piensa en sacar a su hijo de prisión. Esa obsesión le ha robado el sueño, las carcajadas y el ritmo cardiaco. Lleva semanas yendo y viniendo de urgencias, al borde de un ataque al corazón. “Yo no me voy a recuperar hasta que lo liberen”, augura sofocada. Se detiene en seco y respira atropelladamente. Su hija llega corriendo, conoce bien ese preámbulo. Le esparce con prisa una crema de menta en el pecho, le mete una pastilla en la boca y le pide que respire hondo. Delmy le acaricia el pelo mientras la joven se prepara para llevarla otra vez al hospital. “Tú tienes que estar fuerte, Marcela. No te puedes morir de la angustia. Cuando salga tu hijo, ¿quién lo va a cuidar si tú no estás?”, pregunta.

Niños andan en bicicleta en la comunidad La Noria, en Jiquilisco, El Salvador, el 5 de Marzo de 2025.
Foto: Camilo Freedman/El Pais
Niños andan en bicicleta en la comunidad La Noria, en Jiquilisco, El Salvador, el 5 de Marzo de 2025. Foto: Camilo Freedman/El PaisCamilo Freedman

La Noria es un pueblito del Bajo Lempa que se creó después de la guerra civil (1981-1992). Las tierras de grandes latifundistas de algodón y caña de azúcar fueron parceladas y entregadas a excombatientes como resultado de los acuerdos de paz. A algunos les tocó casa y tierra. Y a otros, como Delmy, apenas el solar. La falta de servicios básicos obligó a que las comunidades se organizaran y fortalecieran el tejido social. Para Celia Medrano, periodista especializada en derechos humanos, la forma con la que el régimen impacta a comunidades como esta no es casual: “Nunca fue pensado para las pandillas; con ellas pactaron. Se pensó para romper esta organización barrial y para asustar a la población. Ese fue el único objetivo y lo están consiguiendo”.

Mientras, el Gobierno sigue sacando pecho de haber pacificado el país. “Las excusas para no apoyar la continuidad del régimen siempre van a estar de parte de la oposición”, afirmó a principios de año el legislador oficilista Caleb Navarro. “Pero los resultados son innegables: ya no hay pandillas, ya no hay postes [centinelas], ya no hay extorsiones en nuestro país”, aseguró. La realidad es que la violencia ha caído drásticamente. La tasa de homicidios, que superaba hace una década los 106 asesinatos por cada 100.000 habitantes, ahora no supera los 2 por cada 100.000, según cifras oficiales. Este nuevo escenario ha atraído una mayor inversión extranjera y a casi 4 millones de turistas —a un país de 6 millones— en 2024; un 17% más que en 2023.

Ese milagro del que presume Bukele pesa aún demasiado en un país históricamente asfixiado por la extorsión y el miedo. “¿Sabes lo que implica poder caminar de noche en la ciudad?”, se pregunta Francisco Alexander, un conductor de Uber. “No todo lo que hace [Bukele] es bueno, pero respiramos un poco más tranquilos”. Para otros, sin embargo, el cheque en blanco a cambio de seguridad ya no es suficiente.

Muchos de los que antes alardeaban de la mano dura de Bukele, hoy bajan la voz para hablar del régimen. El discurso de la violación de los derechos humanos cala con más fuerza porque ya no sólo afecta a los demás. Cada vez son más los que tienen un conocido en prisión, borraron sus tatuajes o cambiaron su vestuario por miedo a ser los próximos esposados.

Marcela Alvarado en entrevista con El País en Jiquilisco, el pasado 5 de marzo.
Marcela Alvarado en entrevista con El País en Jiquilisco, el pasado 5 de marzo.Camilo Freedman

Por eso, a muchos sólo les queda migrar. Antes huían de las pandillas y la falta de oportunidades. Hoy, siguen huyendo de El Salvador de Bukele; en 2024, el país seguía estando entre los diez de la región que más migraban. Estados Unidos es la segunda casa de los salvadoreños, donde vive prácticamente un sexto de su población. Ese fue el caso de Javier, el hijo menor de Delmy, quien imaginó la escalada del abuso policial hace un lustro.

Partió sin papeles hacia Houston a pintar casas a cambio de un puñado de dólares que ayudan a pagar el paquete de su hermano. Son las remesas como las de este joven de 26 años las que están sosteniendo a buena parte de un país con altísimas tasas de desigualdad. El Centro para la Defensa del Consumidor (CDC) estima que en el 70% de las casas entran menos de 500 dólares, mientras el costo de vida ronda los 900. Aunque la desigualdad sea la norma en este barrio, también lo es la resistencia; aguantar porque no queda otra. Estas mujeres saben que no sólo heredaron la pobreza y el miedo a la violencia, también la lucha colectiva. “Si algo me llena de gozo es que estamos peleando juntas”, afirma María del Pilar Amaya. “Así seguro que nos oyen”.

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