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Perú
Tribuna
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Ayacucho (diciembre 9, 1824): el final de un imperio y el inicio de “América Latina”

Hoy recordamos la batalla que cierra el ciclo independentista hispanoamericano. Tiempo de conmemorar y de celebrar, pero también tiempo para repensar un periodo cuyo legado, contrariamente a lo que se repite con frecuencia, es ambiguo

Batalla de Ayacucho
Antonio José de Sucre saluda a sus generales después de la batalla de Ayacucho, en un cuadro de MartÍn Tovar y Tovar (1827-1902).Getty Images (Getty)

Hoy se cumplen 200 años de la batalla de Ayacucho, en la que Antonio José de Sucre, el mejor de los lugartenientes de Simón Bolívar, selló el destino del imperio español en América y quien, gracias a esa victoria, se convertiría poco después en el “Mariscal de Ayacucho”. Esta fecha, 9 de diciembre de 1824, es, más que ninguna otra, la que marca en el imaginario latinoamericano el inicio de la historia independiente de lo que en la actualidad denominamos, por buenas o malas razones, “América Latina”. Ahora bien, en 1824 Bolivia estaba todavía a un año de distancia, Uruguay a cuatro y el surgimiento de Venezuela, Colombia y Ecuador como países independientes a más de un lustro. Exactamente, en 1830, el año de la muerte de Bolívar, cuyo deceso coincidió con el desmembramiento de su proyecto más anhelado: Colombia (o “Gran Colombia”, como la denominan los historiadores para distinguirla del país que surge, como entidad autónoma, en ese 1830). Coincidió también con el ignominioso asesinato del “Mariscal de Ayacucho”; un hecho que, más que ningún otro, pesó sobre el ya decaído ánimo de Bolívar.

Sobre Simón Bolívar se ha escrito tanto, que no cabe agregar casi nada. Salvo que nadie como él vio con tanta claridad todo lo que estuvo en juego entre 1810 y 1830 en tierras americanas. A base de citar tantas veces la Carta de Jamaica y el Discurso de Angostura, que a menudo parece ser lo único que se lee en la actualidad de “El Libertador”, y a causa de las apropiaciones ideológicas de las que ha sido objeto en su natal Venezuela, su figura ha sido simplificada hasta la caricatura. Cualquiera que se tome la molestia de leer algunas de sus cartas se daría cuenta que Bolívar fue, sin duda, el analista más perspicaz de los procesos emancipadores hispanoamericanos. El hecho de que haya terminado su vida sumido en la tristeza y en la más profunda decepción respecto a su incansable labor de dos décadas completas debiera hacernos reflexionar más y alabar menos a la persona que logró la independencia de cinco países de la región, pero los latinoamericanos hemos optado por encomiar sin medida al Bolívar militar y a repetir exangües fórmulas sobre su grandeza (En una misiva suya de 1823: “Yo valdría algo si me hubiesen alabado menos.”). Lo cierto es que no era un gran estratega (perdió incontables batallas) y su grandeza no está en ser el precursor de todo lo que queramos incluir dentro del “bolivarianismo”. Su grandeza, me parece, está sobre todo en su voluntad inquebrantable por hacer libre a la América española y en su capacidad para identificar y sondear los diversos dilemas políticos, sociales y hasta existenciales que implicaba y que implicaría en el futuro inmediato la lucha en la que estuvo inmerso, repito, cuatro largos lustros.

En todo caso, se puede decir que en Ayacucho respiró su último aliento el imperio español en la América continental. Dieciséis años antes, en 1808, se había desencadenado la llamada “crisis hispánica”, provocada por la invasión napoleónica de la península ibérica; una crisis que primero los liberales peninsulares y después Fernando VII no supieron o no pudieron resolver. Los liberales, por cierto, tuvieron una última oportunidad cuando regresaron al poder en España en 1820, la cual también desperdiciaron. Una oportunidad que es imposible de explicar si no fuera porque un porcentaje considerable de los habitantes de la América española querían seguir formando parte del imperio (las guerras de emancipación fueron eminentemente, no se olvide, guerras civiles). Contrariamente a lo que es posible leer todavía en textos latinoamericanos, en ese entonces España ya era una potencia de segundo orden y por eso perdió sus territorios americanos como los perdió. Es decir, no fue la pérdida de dichos territorios la que convirtió a España en lo que fue a todo lo largo del siglo XIX en el escenario europeo y mundial; hasta concluir la centuria, noventa años después del inicio de la “crisis hispánica”, en 1898, con la pérdida de las únicas dos islas que le quedaban de su antiguo y enorme imperio americano (Cuba y Puerto Rico).

Volvamos a la Hispanoamérica de hoy. Con las declaraciones, declamaciones, discursos y artículos que el bicentenario de Ayacucho traerá consigo se cerrarán, prácticamente, las conmemoraciones bicentenarias en el subcontinente. En ellas hemos estado inmersos los estudiosos de las emancipaciones americanas desde 2008. En otras palabras, son poco más de tres lustros de estar recordando y escribiendo sobre eventos, batallas, héroes, heroínas, declaraciones de independencia, constituciones y demás hechos históricos que conforman el periodo independentista. En España, por su parte, los bicentenarios de las Cortes de Cádiz (1810-1814) y unos años después del Trienio Liberal (1820-23) dieron mucho de qué hablar y escribir. Como siempre con las conmemoraciones historiográficas, el oportunismo desempeñó un papel importante, por lo que mucho de lo producido por las academias latinoamericana y española durante estos años no valdrá más que el papel en el que está escrito. Sin embargo, junto a eso o en medio de eso, también está una producción historiográfica notable. La cual no surge de la nada, pues había despegado desde antes, sobre todo desde principios de la década de 1990.

En esta tercera década del siglo XXI la academia occidental ya no puede seguir estudiando a las independencias hispanoamericanas en un solo idioma, el inglés, ese esperanto de la academia mundial, que también es un esperpento intelectual. ¿En qué medida? Exactamente en la medida en que una parte considerable de lo mejor que se ha escrito sobre dichas independencias está en la lengua de Cervantes. Si los historiadores anglófonos quieren seguir ignorando este dato, que me parece incontrovertible, el único perdedor es el conocimiento de la historia moderna. Los procesos independentistas de Hispanoamérica son parte integral de las revoluciones atlánticas y de la llamada “Era de las revoluciones” (c. 1750-1850) y, en diversas áreas del estudio de la historia, así es que como hay que aproximarse a ellos si queremos calibrar realmente su entidad historiográfica.

El final de las conmemoraciones nos abre la posibilidad de seguir estudiando las independencias de la América española con menos prisa, menos oportunismo, menos nacionalismo y, por tanto, menos apasionamiento. En tiempos como los que corren, en los que, a diestra y siniestra, la historia se subordina a triunfalismos, victimismos y simplificaciones, propongo que una vez que las celebraciones sobre Ayacucho se hayan apagado, pasemos al tiempo del recogimiento y, un poco más adelante, al de los balances. Por lo pronto, por supuesto que cabe recordar y conmemorar Ayacucho y lo que esa batalla significó para todo el subcontinente hispanoamericano. Los esfuerzos, sacrificios y actos diversos de miles y miles de personas durante la segunda y tercera décadas del siglo XIX merecen recordarse, sin duda. Sin esos esfuerzos, no habrían surgido siete nuevos países en la región hacia 1824 y, si mis cálculos no me fallan, once hacia 1830.

En suma y con las variaciones que se derivan de las diferencias entre los distintos territorios que formaban parte del imperio español americano, en estos años estamos cumpliendo 200 años de vida independiente de los países de América Latina y, hoy concretamente, recordamos la batalla que cierra el ciclo independentista hispanoamericano. Tiempo de conmemorar y de celebrar, pero también, me parece, tiempo para repensar un periodo cuyo legado, contrariamente a lo que se repite con frecuencia, es ambiguo. Lo anterior, aunque solo sea por el lugar que, sin proponérselo, concedió a los militares en la vida política de la región y porque, salvo un par de excepciones, sus líderes más destacados prácticamente no se ocuparon de eso que, no mucho tiempo después de consumadas las independencias, empezó a ser denominada “la cuestión social”. Desde diversos puntos de vista, el liberalismo y el republicanismo hispanoamericanos fueron revolucionarios en ese momento histórico, pero, como hijos de su tiempo que eran, tenían otras preocupaciones y otras prioridades. Sin pretender adjudicar responsabilidades a nadie, labor ahistórica donde las haya, lo cierto es que las consecuencias de dicha despreocupación respecto a “la cuestión social” están a la vista, de muy diversas maneras, en casi toda América Latina.

Sea como sea, entre los fuegos artificiales y la fiesta, por un lado, y la tristeza y la decepción bolivarianas, por otro, el margen de maniobra es muy amplio. Creo que Ayacucho es un final y un comienzo en más de un sentido y haríamos bien en dar cuenta y razón de todos ellos.


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