Diego Trelles Paz, escritor: “Perú es un país en un constante derrumbe”
El autor peruano, afincado en París, cierra su trilogía de violencia política con ‘La lealtad de los caníbales’. EL PAÍS conversó con Trelles Paz en el bar que inspiró su novela más reciente
Manifiesta sus ideas políticas de manera abierta y constante, pero se rehúsa a crearse una cuenta de X. Sostiene que no es ni cercanamente un escritor proselitista, pero no se arrepiente de haber contribuido desde las otras redes sociales a que el fujimorismo no haya llegado al poder en las elecciones del 2021. Se marchó del Perú hace 23 años, pero asegura que su grado de conexión nunca se rompió. Diego Trelles Paz (Lima, 1977) bebe un chilcano, el famoso coctel de pisco con gaseosa de kion y gotas de limón, desde una de las esquinas del bar Queirolo, un santuario de la bohemia limeña, ubicado en una casona colonial. La literatura lo ha traído de vuelta: su última novela, La lealtad de los caníbales (Anagrama), se está erigiendo como un suceso editorial y qué mejor que hablar de ella desde el espacio donde transcurre, con un par de brindis. Su entrega más reciente supone también un cierre a una trilogía sobre la violencia política en el Perú que inició en el 2012 con Bioy y continuó en el 2017 con La procesión infinita.
Pregunta. ¿Por qué elegir un bar del Centro Histórico de Lima para hablar del Perú?
Respuesta. Por varias razones. El Queirolo es un bar limeño que identifiqué como parte de mi mundo literario desde mi primer libro por los personajes que alguna vez se han sentado en estas sillas y porque ha estado asociado a las protestas ciudadanas. De alguna manera varias de las manifestaciones en contra de los gobiernos de turno han terminado en este bar. Para esta novela busqué un espacio que fuera la representación de lo que era la ebriedad de Lima y a la vez un punto neurálgico donde pudieran confluir historias de gente que no necesariamente se conocía. Es la idea de La Colmena de Camilo José Cela y el panal donde las abejas interactúan.
P. Uno de los protagonistas es un cantinero nikkei que cree que el arte puede cambiar las cosas. Le presta libros a sus trabajadores y para darles el puesto les pregunta si han leído, por ejemplo, a Augusto Higa.
R. El chino Tito es un desencantado que constantemente reflexiona sobre el deterioro del país, pero también es una suerte de padre de los demás. Es un hombre del pasado, con una ideología política muy clara, que despierta cierta empatía por sus referencias culturales. Critica a la gente que vive con la cabeza enterrada en el celular y siente que debe rescatarlas de la frivolidad que nos rodea. Y, además, tiene una visión pesimista del Perú, suele decir que la democracia no sirve para nada.
P. La novela plantea con crudeza que un gran sector de los peruanos aspira a tener un celular antes que tener acceso al agua potable, porque está totalmente decepcionado de sus autoridades.
R. El agua potable es una demanda incumplida por sucesivos gobiernos. Por eso hay quienes encuentran en los celulares una manera de acercarse a su idea de progreso. Siguen habiendo ciudadanos de segunda clase. Se pudo ver con nitidez durante la pandemia: tuvimos la mayor tasa de mortalidad en el mundo. Lo lamentable es que mucha gente no murió de covid-19, sino por falta de un oxígeno privatizado.
P. Sus personajes cuentan con temor que para cruzar una pista en Lima hay que girar el cuello como en El exorcista. Vives hace 23 años fuera del Perú. ¿Cómo se enfrenta a este monstruo sediento, que es como define al tráfico de la capital?
R. Me cuesta mucho. En este país se ha arrollado a gente que caminaba por la acera. Cruzar por el paso de cebra sin mirar es ponerte en riesgo. La convivencia social que normaliza un tráfico asesino, repleto de choferes con doscientas papeletas a los que nunca les pasa nada, ejemplifica la forma en la que se relaciona el país. Es un estado de violencia latente. La primera vez que mi esposa, francesa, llegó al Perú y yo comencé a manejar, se agarró de mi brazo porque entró en estado de pánico. Voltear la cabeza como la niña de El exorcista es una broma muy seria. Lo paradójico es que pese a esta falta de empatía hay quienes dicen: pero se come rico.
P. ¿Percibe resignación?
R. Creo que sí. Nuestros políticos han llegado a un grado de cinismo para aferrarse a sus puestos sin importar lo que pase. Tenemos una presidenta (Dina Boluarte) que ostenta signos de riqueza delante de la miseria de la población y que lanzó caramelos en Ayacucho en medio de los deudos de aquellos que protestaron en contra suya. Hemos tenido una fiscal de la Nación (Patricia Benavides) cuya tesis se perdió misteriosamente. Y hay que ver cómo se comporta el Congreso, cambiando la constitución a su conveniencia. Es un momento difícil de afrontar. Ya no somos ejemplo de fortaleza macroeconómica. Todo se ha encarecido. El peruano siempre estará contento de serlo, comer rico y tener Machu Picchu, pero sus posibilidades están cada vez más mermadas.
P. En un pasaje de La lealtad de los caníbales se señala que los peruanos somos amnésicos: olvidamos rápido y somos malagradecidos con Alberto Fujimori por haber derrotado al terrorismo.
R. Es un discurso que incluso ahora mucha gente sostiene. Con su incursión en las redes sociales, Fujimori está haciendo en persona lo que el fujimorismo ha intentado hacer desde hace mucho: reescribir la historia y presentarlo como un héroe y a la vez en una víctima del caviarismo. Todas son tácticas políticas. Lo más terrible es que Fujimori se moría cada dos años para ejercer presión sobre el indulto y hoy lo vemos muy saludable, casi en campaña política. Es difícil dar un diagnóstico de por qué la gente puede aceptar a alguien que no cumplió su condena, no pidió perdón, no pagó su reparación civil y ha hecho un teatro de su condición.
P. ¿Ser un fujitroll también es literatura, como dice uno de tus personajes?
R. Fernando Arrabal es un joven de clase media alta, cuyo padre estuvo ligado a Vladimiro Montesinos, que siente que su destino es escribir la novela del Bicentenario del Perú. Pero lo cierto es que solo la está escribiendo en su cabeza, porque apenas ha trabajado el título. Es la metáfora del fracaso. Nosotros llegamos al Bicentenario creyendo que podíamos celebrar algo, cuando la idea de nación no está cohesionada, y tenemos más de 50 muertos por protestar. Para Arrabal, ser fujitroll es una prueba de hacer literatura, al hacerse pasar por alguien que no es. Pero todo es ironía. He tratado de internarme en lo que ha sido el Perú de los últimos años a través de un humor doliente que también intenta llevarte a pensar.
P. El padre de otra de sus criaturas literarias, el mesero Ishiguro, fue asesinado por paramilitares en un hecho que nos remite a la masacre de Pativilca en 1992. ¿Por qué escogió este caso como referencia?
R. Por el nivel de violencia que hubo hacia ese grupo de personas solo por haber sido sindicados como terroristas. En esa época y hasta el día de hoy ser acusado de terrorismo es lo peor que puede pasarte. Es una estrategia para matar a gente inocente y robar. Además, es el juicio que Fujimori todavía tiene pendiente.
P. Si hay una amenaza que recorre tu novela es el terremoto que acabará con Lima, una predicción que lleva décadas. ¿Es el cuco con el que hemos nacido?
R. Efectivamente. Era la idea. Hasta qué punto el Perú es un país que parece estar en un constante derrumbe, desmoronándose, pero que renace, aunque siempre con la posibilidad de recaer nuevamente. El terremoto terminará con lo que estamos haciéndole ahora al país.
P. ¿Siente que logró profundizar en la condición humana?
R. Es una pregunta muy difícil. Digamos que he intentado ser fiel a mis personajes. Como novelista intento que se independicen de mis opiniones, mi moral y mi forma de ver las cosas. Uno de mis personajes es un cura pederasta. Es verdad lo que se cuenta allí. Durante muchos años, los curas europeos que fueron descubiertos en situaciones abiertamente depredadoras no fueron expulsados de sus congregaciones, sino enviados a América Latina. Es un mundo sórdido e impune. No puede ser que una sotana te proteja de la ley cuando has acabado con la vida de tanta gente que tenía fe. Me interno en esas situaciones límite, mostrando hasta dónde puede llegar el canibalismo.
P. Es la primera vez que ha escrito un libro siendo padre. ¿Cómo has llevado la experiencia?
R. Ha sido dura. En la noción antigua, la del boom, los escritores se dedicaban a escribir porque tenían que hacer la “gran novela” mientras sus mujeres criaban a los hijos. En mi caso, tuve bastante claro que la paternidad es tan importante como la literatura y que no iba a dejar de ser padre por tener que escribir. Así que le robé muchas horas al día para crear esta novela de 400 páginas, con tantos enredos narrativos, que considero una carta de amor para Lima con lo paradójico que puede sonar. No es mi intención producir novelas asequibles para un público que pretende evadir la realidad, sino más bien incidir en la falta de empatía y en la cantidad de monstruos que nos rodean.
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