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La resistencia del río Mocorón

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Ilustración: Law Martínez

La resistencia del río Mocorón

Frente a la devastación de los invasores, un grupo de miskitos organiza la resistencia para defender su selva

En el pueblo de Mocorón, una aldea habitada por aproximadamente 500 indígenas miskitos, ubicado en las profundidades de la Moskitia, la gran selva hondureña en el departamento de Gracias a Dios, que colinda con la frontera con Nicaragua, se reúnen más de 60 líderes y representantes miskitos en una iglesia católica.

La reunión la convoca el sacerdote Enrique Alargada, un español valenciano menudo y de hablar pausado, arriba de la cincuentena, que vive acá desde hace más de 20 años. El evento tiene un nombre anodino, uno que no despertaría sospechas ni levantaría la suspicacia de quien no debiera. Es la “reunión anual de la pastoral del medio ambiente”.

Para asistir al encuentro, más de 50 representantes de los diferentes entes sociales miskitos recorrieron la selva durante días, incluidos dirigentes del pueblo de Limitara, cerca de la frontera con Nicaragua; y de la asociación de mujeres Miskitas que iniciaron su recorrido desde Puerto Lempira, la capital de Gracias a Dios. Están también las mujeres del caserío Mavita, quienes han logrado proteger a la guara roja de su extinción por la caza furtiva; los consejos territoriales, encargados de la defensa de la tierra miskita, y al menos otras dos decenas de representantes de pueblos miskitos. En definitiva, está acá bien representado el pueblo miskito: desde las comunidades de la costa y las lagunas hasta las aldeas de la montaña.

Acá, bajo el refugio simbólico de la iglesia, estos líderes discuten sobre las estrategias para salvar su selva de la voracidad de “los terceros”, nombre con el que llaman a los foráneos, los extranjeros. Los terceros a los que se refieren hoy tienen dos singularidades: la primera es que están invadiendo y destruyendo la selva miskita, la segunda es que están vinculados a narcotraficantes.

Una aldea se prepara para pelear

El padre Alargada abre la reunión con una misa. Habla perfecto miskito, pero al final de la homilía habla en español. Les dice que los miskitos son como un pueblo bíblico, al que Dios les prometió una tierra y les encomendó cuidarla.

“Si perdemos esta tierra, si permitimos que nos la quiten, en el futuro dirán: qué pueblo más tonto el miskito, se dejaron quitar la tierra y las riquezas que Dios les dio”, predica.

Uno a uno van pasando hombres y mujeres y les cuentan a los demás lo que pasa en sus territorios. Casi todos hablan de cientos de hectáreas destrozadas, de tierras vendidas ilegalmente e invadidas por las cuales ya no pueden transitar. Otros cuentan cómo fueron sacados a balazos de la misma selva donde cazaron y sembraron sus abuelos y los abuelos de estos.

Después, un hombre joven pide la palabra. Es grande, con brazos gruesos que brillan de sudor. Lleva en la cara la expresión del guerrero y camina hacia el altar de la iglesia como si se dirigiera a un ring de boxeo. No viste las ropas campesinas, de trabajo, que usan los demás. Él lleva camisa negra, tenis y jeans.

Él es miskito, pero no hace parte de ninguna de las formas de organización que hoy se reúnen. Ha sido militar y, según sus palabras, está acá para organizar la lucha contra los terceros.

Casi todos lo conocen y lo respetan. Su nombre se ha vuelto popular en la selva, entre miskitos y entre terceros, pero en un afán de no ser yo quien termine de colocar la diana sobre su espalda, le llamaré con otro nombre, Miskut, como el héroe mitológico de los miskitos. El hombre es, en términos sencillos, un caudillo.

“He venido a mostrarles, no a decirles”, empieza mientras presenta un show de diapositivas. Les cuenta que, junto con los ancianos del pueblo de Mocorón, lugar de la reunión, han hecho ya dos incursiones en lo profundo de la selva, desde Wisplini hasta el Mavita,” dice, haciendo referencia a un pueblo a más de 150 kilómetros de distancia de la reunión.

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La resistencia del río Mocorón de JUAN MARTÍNEZ D´AUBUISSON.
Casas de la aldea Mocorón (Honduras).EL PAÍS

Mientras Miskut habla, un proyector tira su luz azulosa sobre la pared de la iglesia donde yace sangrante e inmóvil Jesús crucificado. Va mostrando videos y fotos apocalípticas: cientos de árboles muertos, interminables llanuras carbonizadas donde antes revoloteaba la vida. Un murmullo de indignación recorre la iglesia cuando muestra lo que fue un bosque de caobas, el árbol sagrado de la cultura miskita, del que construyen sus cayucos y cabañas. Todo muerto, todo en el suelo. Dice que los terceros, depredan grandes extensiones de tierra con el afán de adueñarse de la Moskitia hectárea por hectárea.

“Ni siquiera se llevan toda la madera, dejan la caoba podrirse en el suelo”, dice Miskut y el murmullo se ha vuelto algo difícil de descifrar, un sonido colectivo entre el lamento y la protesta.

Miskut no parece querer guardarse nada. Señala con el dedo a los representantes del instituto forestal, el único ente estatal representado en esta reunión, y les llama inútiles. Les acusa de cómplices del apocalipsis por no denunciar, por tibios. Señala a dos mujeres representantes de un conjunto de organizaciones no gubernamentales (ONG) y dice: “Las ONG vienen a darnos talleres, a decirnos cómo cultivar sin dañar la selva y el ecosistema. A decirnos que hagamos huertos caseros para tener comida, y dejar la montaña. ¡Nosotros ya sabemos cómo hacer eso, nosotros hemos cuidado esta selva por más de 500 años! ¿Por qué no nos ayudan mejor a detener a los terceros, que destruyen cientos de hectáreas en un día?”

Miskut tiene, pero no necesita micrófono. Las funcionarias a las que se refirió están en primera fila, bajan el rostro y sobre sus espaldas se recuestan las miradas reprochantes del pueblo miskito.

Las imágenes siguen saliendo, una tras otra: decenas de videos que muestran desierto donde antes había vida. Miskut sigue hablando, los videos avanzando, los murmullos del pueblo miskito ya se mezclan con sus palabras. Una anciana se lamenta, como llorando, y las funcionarias y representantes de las ONG ven la salida de la iglesia como deseándola.

“También hay traidores entre nosotros”, dice, y señala con un dedo rotundo a Maximiliano, otro nombre que cambié por su protección. Un hombre de unos 40 años, fibroso como todos por acá. “Él ha estado trabajando para los terceros, ha estado talando selva en el lado de Wisplini, y de Mavita. Tengo las pruebas, él trabaja para ellos”, denuncia.

La multitud se revuelve, ya es difícil controlarlos, y empiezan los primeros gritos. Luego, Miskut dice que todos corren riesgo, que Maximiliano es una especie de espía y que eso pone en riesgo la vida de todos los presentes. Decir esto en un lugar donde los líderes, los que quedan, han recibido amenazas y disparos de los terceros, de hecho, pone en riesgo la vida del mismo Maximiliano.

Miskut suelta el micrófono y dirige su cuerpo fuerte y sus pasos militares hacia afuera. Pasa al lado de Maximiliano y lo mira a la cara, con la furia de un jaguar, luego sale.

Maximiliano tiembla, los nervios lo hacen tartamudear. Toma la palabra, agarra el micrófono y pide perdón, dice que nadie es perfecto, que si hay alguien libre de pecado, que tire la primera piedra. Mientras habla, un abucheo comunitario le ahoga las palabras. Sigue y habla de todo lo que no tiene: dinero, comida, trabajo, y ayuda. Y luego de todo lo que sí tiene, hijos y hambre.

Pero esto no cala acá. Los presentes también tienen hambre e hijos. Así que la iglesia comienza a vaciarse y afuera, alrededor de Miskut, se arma un revuelo de miskitos que gritan, enfurecidos. Tal como se ven las cosas, parece que Maximiliano no saldrá bien de esta.

El padre Alargada toma el micrófono y enfría las cosas. Los miskitos, los que quedan en la iglesia, se calman. Luego suelta una frase, una de esas que vuelven a la gente celebre: “Hay que ver realmente a quién se está sirviendo, si queremos servir al cuidado de nuestra tierra, de nuestros hijos y de su futuro, no podemos servir también a quienes lo destruyen. Si queremos servir a nuestro pueblo y al pueblo de la Moskitia… no podemos servir a dos señores”.

Afuera el revuelo es fuerte. Maximiliano sale por otra puerta y se refugia en una iglesia evangélica a dos cuadras. Luego huye del pueblo. En esta historia, Miskut y Maximiliano se volverán a encontrar. Pero para eso faltan tres días.

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Niños indígenas miskitos recorren las calles de la aldea.EL PAÍS

La cacería

Son las nueve de la mañana, en la madrugada cayó una capa de rocío y el pueblo de Mocorón se ha despertado con olor a hierba húmeda, a tierra mojada. Han pasado dos días desde la reunión en la iglesia y un grupo de indígenas miskitos se preparan para salir a la selva a cazar. Esta vez las presas son otras personas. Van a cazar terceros.

Antes de salir comen platos de arroz y yuca hervida que un grupo de mujeres del pueblo han preparado para los cazadores.

Es un grupo de 16 personas. La mitad son soldados del ejército hondureño del quinto batallón. Están acá por un convenio entre las Fuerzas Armadas hondureñas y las comunidades indígenas de la Moskita. Es una de las pocas expresiones de apoyo que han recibido después de tantas cartas y peticiones. El Gobierno envía cada cierto tiempo a una cuadrilla de soldados a patrullar por la selva y con esto afirman que están activamente luchando contra la deforestación y el narcotráfico.

Sin embargo, el Gobierno no tomó en cuenta que estos soldados son todos Miskitos y creen, igual que todos por acá, que si no detienen la matanza de árboles, su familia y su descendencia tendrán un futuro muy complicado. Por eso hoy apuran el arroz y la yuca para salir temprano y poder cazar con luz de día.

Es Miskut quien organiza esto, es él quien ha organizado a los miskitos civiles, y fue él quien, aprovechando la existencia de un convenio, persuadió a los soldados de acompañarle. Miskitos con uniforme y miskitos sin él siguen las órdenes del caudillo Miskut.

Les da una arenga fuerte en miskito, su lengua materna, mueve las manos y los brazos con bravura y les llama valientes a estos hombres por lo que se disponen a hacer. Les dice que del éxito de estas misiones depende el futuro del pueblo miskito.

Con el grupo viaja también un miembro del consejo de ancianos del pueblo Mocorón. Se llama Abraham, tiene 74 años y camina por la selva como caminarían las rocas si pudieran. Es duro, seco y compacto. Camina sin resollar y apenas suda. Rechaza enérgico cuando le tienden una mano para subir una colina y saltar desde una pendiente.

Salimos a pie, en fila militar. Son casi las diez cuando cruzamos el río Mocorón. Sus aguas son claras y se puede ver en el fondo una cama de hojas y ramas. Hoy está manso porque es verano, la temporada más seca del año. Este mes, mayo, se espera que lleguen las primeras lluvias a aliviar la sed de los cultivos, los pastos y a engordar el cauce del río, que cada invierno se engorda menos.

Los soldados miskitos lo cruzan en cayuco para no mojar los rifles M-16. Yo voy con este grupo, los demás lo cruzan a nado. Cada uno carga un aproximado de 40 kilos sobre sus espaldas compuestos por arroz, yuca, y una gran olla de aluminio que se turnan. Lo atraviesan como pasar un charco. Esta es la línea de salida. Desde acá, lejos de sus hogares, comienza la misión.

El anciano Abraham saca una biblia y les hace formar un círculo, lee con dificultad el salmo 91 en español: “Mi Dios, en quien confiaré. Él te librará del lazo del cazador, de la peste destructora. Con sus plumas te cubrirá (…) caerán a tu lado mil, y diez mil a tu diestra; mas a ti no llegará”.

Luego comienza una dura caminata por la selva virgen que durará cinco días. Los miskitos, soldados y civiles, aprietan el paso. Quieren llegar por la tarde al primer punto donde creen que hay terceros tumbando la selva. Conocen esta tierra, sus padres y sus abuelos cazaron acá, pero aquellas eran presas menos peligrosas.

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Río en el pueblo de Mocorón.EL PAÍS

El grupo de Miskitos avanza por la selva a paso rápido, es casi imposible seguirles el ritmo. La idea es encontrar los descombros de selva, amedrentar a los terceros y tomar registro en foto y video, no solo del paisaje marciano que queda después de la tala, sino del rostro de las personas que lo hacen.

En las dos ocasiones anteriores que salieron, a inicios del 2023, con esta misma misión, rodearon a varios de los invasores. Uno se había apoderado de 600 hectáreas (más de 800 campos de fútbol), otro de 500 hectáreas. Pero en los videos se ven a hombres pobres, viviendo en casas muy parecidas a las de los miskitos.

Los indígenas elaboran teorías sobre estos recién llegados, los asocian con los traficantes porque los han visto trabajar juntos, pero nada más. Un alto mando de la policía hondureña con quien hablamos bajo acuerdo de anonimato afirma que la estrategia para invadir las tierras es sencilla: envían a grupos de colonos a tomarse grandes extensiones de tierra, les dan las herramientas necesarias para expulsar de ahí a los indígenas y luego, cuando ya han ocupado la tierra, la venden a los narcotraficantes o a prestanombres de su nómina. Este sencillo modus operandi de los traficantes de la Moskitia se refleja también en los documentos oficiales de dos grandes operaciones antidrogas realizadas en la Moskitia por la Agencia Técnica de Investigación Criminal (ATIC), y la Fiscalía hondureña, Estegia I y Estegia II, a los que tuvimos acceso.

En la incursión anterior, en marzo de este mismo año, la tropa de Miskut y Abraham se enfrentó a un grupo de terceros, y pudieron capturar a dos de ellos. Les quitaron sus rifles y los amarraron.

Testigos que estaban ahí y eran parte de la tropa me contaron que Abraham les dio patadas y les pegó con un palo mientras les hacía señalar en un mapa los puntos donde se destruye la selva. Pero al siguiente día, luego de amenazarles, los soltaron. Ahora el pueblo miskito tiene dos enemigos más.

Seguimos avanzando. La selva es buena para quienes la conocen y es hostil para el foráneo, para el tercero. Entramos a una zona donde crecen unas matas malvadas que clavan sus pequeñas espinas en la piel de quien las roce y hay que esperar que el cuerpo las rechace y salgan solas, causando mucho dolor. Contrario del imaginario colectivo, la selva no ofrece fuentes de comida. Es muy raro encontrar árboles frutales y cazar un animal es una tarea compleja que dependerá de ser más listo y más fuerte que él. Es como un desierto verde. Mientras marchamos, las ráfagas repentinas de viento revuelven las copas de los inmensos árboles donde los pájaros y los monos nos ven pasar, desde sus butacas de ramas.

Es media tarde. Las ramas de los árboles detienen la luz y la selva se vuelve oscura. Entramos a una zona llena de barro movedizo, donde el pie del inexperto se va hundiendo lento mientras el lodo te ahoga y te pierde para siempre en las entrañas de la selva. Más de una vez la mano de Miskut me alzó como a un niño de entre las garras del lodo. Mi presencia solo retrasa a la tropa. Cada error mío son valiosos minutos perdidos. El sonido de mis botas en las rocas y el tintineo de mi mochila terminará delatando nuestra posición, si no lo ha hecho ya. Miskut me dice que él y yo regresaremos a Mocorón. Le obedezco sin chistar.

El viejo Abraham guiará a la tropa en su búsqueda de enemigos. Creo, además, que no quieren cazar frente a los ojos de un extraño, frente a los ojos de un tercero.

En busca de aliados

Miskut tiene una misión importante que hacer. Pero es una misión arriesgada y secreta. Debe hablar con los ancianos de otra aldea lejana, una aldea cuyo líder, después de haber boicoteado la tala ilegal de pinos, fue emboscado por un grupo de sicarios. Sobrevivió, pero, después de ese evento, él, el grupo de ancianos y los líderes jóvenes de ese lugar han decidido atrincherarse en su aldea. No hay señal telefónica y la única forma de buscarlos y sumarlos a la guerra por la selva es ir y convencerlos.

Miskut me dejará acompañarle, a cambio de comprarle algo que a estas alturas de la selva se ha vuelto casi un tesoro: gasolina. La única forma de ir es en su moto. Es un camino diseñado por los pies de los miskitos que lo han transitado durante décadas, quizá cientos de años. Miskut me pide no avisar a nadie pues debemos evitar una emboscada.

Pero nadie compra gasolina para quedarse en el pueblo. “Los señores tienen orejas por todos lados”, nos había advertido ya uno de los ancianos, refiriéndose a los informantes locales de los traficantes. Y es cierto, las tienen. Al siguiente día lo descubriríamos. Nuestra presencia acá no ha pasado desapercibida. Hace cuatro días, mientras hablábamos en la noche con un grupo de ancianos llegados a la reunión desde Limitara, descubrimos que estábamos siendo espiados por un muchacho. Nadie de ahí lo conocía y cuando le preguntamos quién era y por qué nos escuchaba a hurtadillas, corrió. Lo seguimos, pero se disolvió en la selva, como un fantasma.

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Dos indígenas miskitos pescan en el río de Mocorón.EL PAÍS

Salimos con Miskut por el lado de atrás del pueblo lo más sigilosos que podemos y tomamos un camino en desuso, más largo, pero más seguro.

La moto es grande, con llantas especiales para terracería. Miskut la maneja como una extensión más de su cuerpo y alcanza velocidades de 80 kilómetros por hora. Lleva un revólver calibre .38, pero no es una garantía eficiente de seguridad. Aunque es un calibre fuerte, solo le caben seis tiros y debe usar sus dos manos para manejar.

A medida que avanzamos, el paisaje se va convirtiendo de selva húmeda a bosque de coníferas, con imponentes pinos y pastizales que trepan hasta lo alto de las montañas y los cerros. Los pinos se extienden hasta donde se pierde la vista. Si no fuera por el delgado sendero por donde nos movemos, parecería que jamás nadie ha estado acá. Todo está en el desorden propio de la naturaleza, es como transitar por un mundo sin estrenar.

A las dos horas de viaje llegamos a un sendero más grande. Miskut detiene la moto frente a una tosca cruz de cemento.

“Este es el lugar donde mataron a Osvaldo Jacobo”, dice, viéndola fijamente. Osvaldo fue de los primeros defensores ambientales de la Moskitia. Era biólogo y creó, ante la inminente destrucción de la selva a finales de los 90, la primera organización miskita con el fin de defender la Moskitia y todo lo que contiene, miskitos incluidos.

Flor Jacobo sostiene una fotografía de Oswaldo Jacobo.
Flor Jacobo sostiene una fotografía de Oswaldo Jacobo.EL PAÍS

“A Osvaldo hubo que levantarlo con pala”, me había dicho su hermana hace unos días. Como cuenta su familia y sus vecinos, el 27 de diciembre del 2000, Osvaldo detuvo su motocicleta porque le explotó una llanta. Mientras trataba de enmendarla apreció una camioneta lo arrolló varias veces en este lugar hasta dejar únicamente una masa indistinguible que los buitres comieron durante días, una masa que, efectivamente, sus familiares tuvieron que recoger con pala, para meterlo en bolsas plásticas y poder darle sepultura en el pueblo de Mocorón.

Osvaldo ya había recibido amenazas por obstaculizar la tala de árboles y obstruir el poder de los narcotraficantes. Empezó a organizar a los miskitos y buscó una serie de alianzas con organizaciones de la capital. Ese día se dirigía a Mavita, la misma aldea donde ahora vamos nosotros, a hacer algo muy parecido: hablar con los miskitos más respetados y temidos de la selva, los Lakut.

Miskut hizo esta cruz de cemento con sus manos en un homenaje a Osvaldo. Cree que él terminará igual. El destino dirá si cuando muera alguien también hará una cruz de cemento en su honor. Volvemos a la moto, faltan varias horas para llegar a nuestro destino.

Está muriendo la tarde cuando cruzamos el pequeño río que separa a la aldea de Mavita del resto de la Moskitia. El bosque se detiene y comienza un inmenso jardín. Entramos a territorio Lakut.

El ruido de nuestra moto rompe la paz de la aldea y hace que se levante un torbellino de alas de colores. Es como haber espantado un arcoíris. Son decenas de guaras rojas que viven acá protegidas por la familia Lakut, los fundadores y guardianes de este pedazo de paraíso.

No es una aldea grande. Los locales me dicen que el abuelo Lakut llegó a estas tierras, apenas pobladas por los pinos y las guaras, a final de los años 50. Conoció este lugar mientras era soldado y peleaba en la efímera y desnutrida guerra entre Honduras y Nicaragua por el control de la Moskitia. Luego regresó y fundó una casa y tuvo hijos, sus hijos buscaron parejas y sus hijas recibieron maridos y la aldea hoy tiene más de 200 habitantes que subsisten como lo hacían los humanos de esta región hace tres mil años. Siembran yuca, maíz y frijol. Complementan su dieta con pescados y caza silvestre.

Pero lo que vuelve a esta aldea un lugar único en toda la Moskitia es que junto a los Lakut viven las guaras rojas. La idea de salvar a esta especie nació en Rus Rus, un pueblo vecino. Ahí un hombre, Tomás Manzanares, empezó a criarlas y cuidar sus nidos. Pero para cuidar los nidos es necesario cuidar el árbol que les alberga, y resulta que ese árbol vale dinero. A diferencia que en otros lugares de la selva, en esta zona los traficantes sí tienen instalado un sistema para talar los pinos y venderlos en Nicaragua o en Olancho. Como negocio extra, los taladores también venden las guaras y sus polluelos a otros traficantes que a su vez los llevan a Colombia y a Jamaica.

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Un casquillo de bala encontrado en el pueblo de Mocorón.EL PAÍS

La norma parece ser que, si algo vale dinero en la Moskitia, tarde o temprano llegarán los terceros. A Manzanares, defender las guaras le costó caro. En 2011 unos terceros le asestaron cuatro balazos que le postraron en cama durante cuatro meses.

Con Manzanares fuera del camino, las guaras fueron capturadas y vendidas y los árboles donde hacen sus nidos talados y vendidos. La suerte parecía echada para aquellos animales. Entonces, Manzanares decidió lo mismo que ahora decide Miskut: buscar el apoyo de los Lakut. Habló en 2011 con el consejo de ancianos de esa familia y pidió refugio para los pocos especímenes que sobrevivieron a la matanza y la venta.

Los ancianos Lakut decidieron darles refugio a las guaras y desde ese día viven entre ellos, se alimentan de frijol, arroz y yuca, lo mismo que los Lakut, y tienen sus nidos en los árboles que esta familia protege. Así fue cómo las abuelas y las madres de las guaras que hoy revolotean a nuestro alrededor llegaron hasta acá. Pero las guaras y los pinos donde ellas hacen sus nidos siguen valiendo plata, y en esta selva, como en una fórmula muy rara de alquimia, la plata atrae al plomo.

Los guerreros Lakut

Santiago Lakut es jefe del consejo de ancianos de la aldea Mavita. Es un hombre fuerte, entrado en la cincuentena y su piel es oscura como un árból de ébano.

Santiago, al igual que su abuelo, fundador de la aldea de Mavita, sabe de guerras. Peleó en los años 80 en Nicaragua de lado de los contras, una guerrilla financiada por el Gobierno de Estados Unidos que pretendía derrocar el régimen socialista de los sandinistas. Este conocimiento bélico y las armas de las que dispone su familia es lo que lo vuelve tan imprescindible en la lucha contra los terceros.

Me muestra un tiro capturado en la parte baja del parabrisas de su camioneta.

“Yo iba con mi hijo, cuando de repente empezamos a escuchar los balazos. Eran dos. ‘Papá qué es eso’, me dijo mi hijo, ‘son balazos, agáchate’, le dije, y me vine sin paradas hasta acá”, cuenta Santiago.

Es de noche. Los Lakut nos han dado de cenar lo mismo que a sus guaras: arroz y frijoles. Santiago y los demás ancianos nos reciben a Miskut y a mí en una parte alejada de la aldea ya entrada la noche. Sobre unos tablones de pino, y mientras unos zancudos de tamaño jurásico drenan nuestra sangre, le piden a Miskut que suelte las palabras que trajo hasta acá.

Miskut saluda con respeto a los tres ancianos y, antes de hablar, hace alusión a que, aunque de forma remota, él lleva también el apellido Lakut en su nombre. Luego me pide disculpas, hablará en miskito con los ancianos. Lo que sea que les dirá necesita intimidad. Hablan por más de una hora, a veces con el tono suave y armonioso de su idioma, a veces con espavientos y palabrotas robadas del español o el inglés. Santiago y los ancianos se niegan a lo que sea que Miskut les pide. Miskut insiste, ellos menean la cabeza y fruncen el ceño, se miran entre sí, muy preocupados. Dicen que no.

Después de un tiempo en donde aquella discusión parece haber llegado a punto muerto. Miskut, hábil para persuadir, saca un arma poderosa: su teléfono. Y una a una les va enseñando las fotos que tomó en las dos incursiones pasadas. Cientos de caobas taladas, pudriéndose en el piso, animales carbonizados en el suelo, víctimas del fuego de los terceros, videos donde algunos trabajadores, capturados por la tropa de miskitos que Miskut organizó, admiten haber talado en semanas recientes entre 400 y 600 hectáreas de bosque para meter ganado. Hay tristeza en la mirada de los Lakut.

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Un hombre muestra una foto de un cayuco en Mocorón.EL PAÍS

Les muestra el poco caudal del río Mocorón, en donde antes había que batallar para no naufragar en los cayucos, ahora hay que hacer un esfuerzo por no encallar. Les recuerda que, si el bosque muere, los ríos se secarán, y que si esto sucede, cada aldea quedará incomunicada, pues, ya no serán transitables en cayucos. Entonces sí, cada aldea deberá entenderse con los terceros en soledad. Incluso los bravos Lakut se verán superados en algún momento.

Los Lakut ven aquello en silencio, anonadados, se le acercan al teléfono de Miskut como quien se acerca a una fogata nocturna y apuntan con el dedo. Piden ver el mapa que Miskut ha hecho con georreferencia de los lugares donde se concentran los terceros. Ya no se están informando, están planificando. La tristeza se convirtió en otra cosa.

Es entrada la noche y vuelven, por fin, al español. Me dicen que están dispuestos a agotar las vías pacíficas para expulsar a los terceros de la selva, van a presionar al Gobierno para que haga el proceso de “saneamiento” de tierras que tanto han prometido, que consiste básicamente en enviar militares a expulsar a los terceros. Pero que si esto falla no quedará otra salida que pelear.

Una emboscada en la selva

A la mañana siguiente, la aldea se despierta con los gritos de las guaras. Una se asoma por la baranda de mi ventana y me grita, como pidiéndome algo. Afuera una mujer de la familia Lakut camina con dificultad cargando una enorme olla repleta de comida. Las guaras revolotean sobre ella dando estruendosos alaridos. De lejos parece una especie de diosa del color y de los animales que vuelan. Con un cucharón les sirve sobre una mesa arroz con frijoles, lo mismo que desayunarán ellos, y los animales hacen un remolino de plumas sobre aquella comida. Suenan como si se rieran.

Por la tarde, los Lakut les servirán otra olla del mismo menú, de esta forma garantizan que las guaras se queden cerca de ellos, bajo su protección, y no deban arriesgarse a buscar comida en donde puedan atraparlas. Si algún tercero se aventurara a cazar guaras o talar pino en los alrededores de Mavita, tendría que enfrentarse a tiros con los Lakut, y esto es algo que, por el momento, no desean los traficantes.

Esta familia recibe algún apoyo de organizaciones internacionales de conservación animal que les ayudan con dinero para poder mantener a las aves, pero no es suficiente y, sobre todo, no brindan ninguna ayuda a la hora de protegerles de la caza furtiva y la deforestación. De no ser por esta familia, y antes por el valiente señor Manzanares, no habría más guaras rojas en la selva.

Nos montamos en la moto nuevamente. Nos esperan varias horas de viaje por la selva. Los ancianos nos indican un camino olvidado, creen que por ahí estaremos más seguros. Encargan a uno de los adolescentes de la familia para que nos guíe y le entregan una escopeta y una moto. El muchacho nos lleva por un camino antiguo, hecho por los abuelos de tanto caminar por el mismo lugar. El muchacho nos saca del territorio de Mavita y le indica a Miskut por donde ir. A lo lejos se escucha aún la risa de las guaras.

El camino es difícil, debemos bajarnos cada cierto tiempo a ajustar la cadena de la moto que insiste en zafarse en cada tropezón con una roca. La selva está tranquila, apenas un viento trémulo mueve algunas hojas y el canto de algún pájaro se escucha a lo lejos. Nos detenemos en Casa Sola, un pequeño caserío de tres casas donde vive una familia de terceros con quienes los Miskitos tienen buena relación. Miskut se baja y saluda, quiere demostrarme algo.

“Nosotros no tenemos problema con que vengan a vivir acá. Acá hay tierra. Siempre y cuando vivan como nosotros, que agarren una o dos hectáreas y siembren para vivir. Nosotros les acogemos. Pero si quieren venir y talar 500 hectáreas para un solo hombre y luego vender y luego expulsar a los miskitos…entonces no son bienvenidos”, me dice.

Tomamos el agua que nos ofrece una mujer silenciosa y volvemos a la moto.

No ha pasado ni una hora desde que salimos de Casa Sola cuando, de pronto, en medio de un camino ancho, aparece Maximiliano, el hombre que Miskut acusó en público de ser traidor, junto con otros cinco hombres más. Todos llevan machetes.

El miedo es cosa poderosa, hace en la cabeza juegos extraños. En la mía, detiene el tiempo, me dilata las pupilas haciéndome ver todo mucho más luminoso y mucho más lento; seca mi boca y paraliza mis manos. El líder miskito se tensa, lo siento en sus hombros, y acelera la moto; emite una especie de gruñido tenue, como un animal, y dice, más para el aire que para mí: “No tiene los huevos, no tiene los huevos”.

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Impactos de bala en una vivienda en el pueblo de Mocorón.EL PAÍS

No los tuvo. Se quedaron de una pieza cuando Miskut pasó como una bala por su costado. Quizá esperaban a un tripulante y no a dos. Quizá el mensaje de los famosos “ojos y orejas” no fue preciso. No lo sé, pero lo que sea que les haya detenido de atacar fue efímero. Dos de ellos se suben a una moto y arrancan detrás de nosotros. Pienso que si la cadena se zafa, como lo ha venido haciendo todo el viaje, nos alcanzarán. Pienso en las seis balas del revólver de Miskut.

“No. No tiene los huevos. No”, repite Miskut como un mantra mientras acelera su moto por sobre barrancas y riachuelos.

La moto de los dos hombres es más pequeña, la perdemos cada cierto tiempo, pero en las curvas o las ensenadas, donde a fuerza debemos ir más despacio, les vemos aparecer a unos 60 metros detrás de nosotros. De pronto, entre la arbolada, se ve ya el humo de las cocinas de leña de Mocorón. Los hombres desisten. Mocorón es territorio de la resistencia.

El destino incierto de la nación Miskita

La violencia casi nunca es ave de paso. Anida en los lugares y en los corazones de las personas por largo tiempo. A la Moskitia llegó desde hace casi 30 años y todo indica que falta mucho tiempo para que se largue. Pero la violencia necesita dejar de ser idea y materializarse, necesita herramientas y no es juego de un solo jugador. Necesita también organización y recursos. Los miskitos han aceptado la invitación a la violencia, pero aún no disponen de todo lo anterior para llevarla a cabo con eficiencia.

¿Cómo se imagina usted la guerra contra los terceros, tienen ustedes ya un plan?, le pregunté a Eusebio, uno del consejo de ancianos del pueblo de Mocorón, una semana antes del viaje hacia Mavita.

Don Eusebio respondió muy convencido. Me dijo que tienen arcos, flechas y lanzas. Cree que, tal como la punta de flecha entra en la carne de un venado, entrará también en la de un hombre.

En la aldea de Mavita, casi al final de nuestra larga conversación, como largas suelen ser las pláticas miskitas, pregunté lo mismo a los ancianos lakut. Ellos sí tienen armas de fuego, pero son pocas y en su mayoría se trata de escopetas calibre 12, un arma poderosa para cazar o para la defensa personal, pero poco o nada eficiente para un enfrentamiento contra los AR-15, los AK-47 y las granadas M67 de los terceros y los traficantes de cocaína.

“Ellos tienen armas, es cierto, porque tienen más dinero del narcotráfico. Pero nosotros tenemos fortalezas. Somos muchos y estamos organizados, conocemos la selva. Además, tenemos armas silenciosas, tenemos hondillas y flechas. ¡Te mato sin ruido!”, dice Héctor, uno de los tres ancianos lakut.

Luego otro, impulsado por la euforia, dice: “Tenemos sica”. Los demás lo voltean a ver, como reprochándole por revelar sus secretos. Pero después de un rato acceden a contarme de su arma secreta, con la que piensan enfrentar a los terceros.

“Sica es un rezo. Yo te hago sica, yo te duermo. O me hago invisible y te mato con puñal, fácil”, dice Santiago, el jefe de los ancianos lakut.

Me revelan que el sica es una especie de hechizo que se expresa en varias formas. Uno debe decir las palabras correctas en el orden correcto y marcar una cruz en un lugar. El enemigo que pase por ese lugar se llenará de odio, y llevará ese odio hacia su casa, sembrará, pues, la discordia entre los suyos y se acabarán matando entre ellos. Según estos miskitos, sirve también para hacer al enemigo errar los disparos y encasquillar las armas de los invasores.

El arco y la flecha, concluye el doctor Antonio Rodríguez Hidalgo, una autoridad en cuanto al pasado reciente de la especie humana, y la mayor parte de la comunidad académica, se empezó a utilizar en el mesolítico, después de la última era del hielo, en casi todo el mundo, menos Australia. Su uso se popularizó entre las sociedades de cazadores recolectores hace unos 12.000 años. Así que, si nos ponemos estrictos en términos de tecnología bélica, los terceros tienen una ventaja de 12.000 años con respecto a los miskitos. Es como si un pueblo del paleolítico se enfrentará a un ejército moderno.

Cementerio del pueblo.
Cementerio del pueblo.EL PAÍS

Los tiros ya suenan por acá. Se alojan en el carro de Santiago Lakut, en el cuerpo del biólogo Manzanares y de un puñado de líderes Miskitos. Caen desde el cielo desde los helicópteros del ejército hondureño y muerden sin distinción a niños y adultos. Duermen a la espera en las escopetas de los indígenas y las AR-15 de los traficantes. Los primeros muertos ya fueron enterrados, por el momento, de un solo lado, el lado miskito.

La tropa que salió a patrullar la selva al mando del anciano Abraham regresó con información desoladora. Más descombros, más incendios, más terceros. Cientos de hectáreas que hace unos días eran una selva donde se apiñaba la vida, ahora son campos yermos donde se pasea el ganado y aterrizan avionetas con cocaína. Lo que encontraron en su expedición azuza más la convicción de pelear del pueblo Miskito.

Si bien el futuro es incierto, el de los Miskitos es predecible. Se enfrentan a fuerzas que ellos mismos no entienden, a hombres poderosos con una capacidad inconmensurable para la violencia y con recursos de sobra para financiarla. Se avecina la oscuridad, el tiempo dirá cuál será el destino de la nación miskita. Por el momento solo podemos decir que un puñado de pueblos indígenas se preparan para la guerra en las riberas el río Mocorón.

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