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Libros
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

‘Atrás queda la tierra’, el gran libro sobre el éxodo venezolano, es la carta de una madre a su hijo de 9 años

La obra de Arianna de Sousa-García es un texto sobre lo que significa ser madre y ser hijo en una América Latina inhóspita para los migrantes, y por su belleza y sentido de la urgencia sería lógico que circule por todo el continente

Arianna de Sousa-García
Arianna de Sousa-García en Santiago (Chile).Sofía Yanjarí

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En un episodio de la comedia estadounidense Black-ish, el matrimonio Johnson discute sobre cómo explicarle a sus hijos que la policía de su país podría matarlos sin motivo, tal como muestra el noticiero, solo por ser personas negras. Están en la sala de casa, y la tele informa que el policía que asesinó a un conductor inocente acaba de ser exculpado. La cámara alterna entre la noticia, la conversación de los padres y el rostro confundido de los hijos. Mamá no quiere que ellos sientan que su país está roto y que pierdan la esperanza. “Pero ese es el mundo real”, opina papá señalando a la tele. “Y nuestros hijos necesitan saber que ese es el mundo en el que viven”. La escena se disuelve sin un acuerdo, aunque una conclusión podría ser que, entre aquel mundo cruel y los niños se encuentran los padres, protegiéndolos como un escudo, o al menos intentándolo.

El mundo donde la escritora Arianna de Sousa-García intenta criar a su hijo también es cruel. Por la época en que aún vivían en Venezuela, atrapados en un régimen fallido y dictatorial, los bebés se morían de hambre porque los cuerpos de sus madres no producían leche para alimentarlos. “En esos días ya comíamos poco y mal”, escribe en Atrás queda la tierra (Seix Barral 2024), “y de mi pecho brotaba cada vez menos leche, cada vez menos dulce, y tú llorabas de hambre y yo lloraba contigo hasta que encontrábamos alguna zanahoria y hacíamos ese colado”. León, el hijo, tenía un año cuando salieron de su país, en 2016, con destino a Chile, donde viven desde entonces y donde el libro ha sido publicado. Es un texto sobre lo que significa ser madre y ser hijo en una América Latina inhóspita para los migrantes, y por su belleza y sentido de la urgencia sería lógico que circule por todo el continente.

Aunque León ha crecido y le gusta leer, todavía no tiene la edad suficiente para enterarse de todo lo que su madre hizo y hace para que él esté a salvo. Han hecho un pacto: a pesar de que el libro es básicamente una carta dirigida a él (“Escribirla es mi regalo para tu futuro”), León la leerá cuando cumpla 15 años.

Atrás queda la tierra es el testimonio de una madre que abandona la dictadura venezolana para proteger a su hijo. Con el tiempo descubre que, para los exiliados de su país, lo peor no siempre queda atrás sino que —a causa del estigma de ser quienes son y la xenofobia y el racismo— nuevas formas de crueldad los esperan en otras tierras, bajo otros Gobiernos, en democracia. Si en Venezuela las madres veían morir a sus hijos e hijas por falta de comida y medicinas, la vida y la salud no son una garantía automática cuando llegan a una tierra que no los desea. De Sousa-García, periodista galardonada por cubrir la hambruna en su país, reúne en su libro un archivo impresionante de madres desplazadas que ven morir a sus hijos en sus propios brazos, cuando cruzan ríos, cuando los guardias de frontera los acribillan, cuando se ahogan por falta de oxígeno en las cordilleras y hasta cuando caen en manos de médicos negligentes. Se diría que estas madres han fallado en su trabajo de proteger, pero, para la autora, el fracaso es de los Estados y de un continente que no está a la altura del desastre humanitario. Cuando los niños venezolanos mueren en suelo extranjero, una especie de culpa se activa en las autoridades locales, pues se vuelven diligentes ante el cadáver que hay que enterrar o repatriar. A los Estados –escribe de Sousa-García– les gusta “ayudar a los migrantes muertos, más no a los vivos”.

A diferencia de los protagonistas de aquellas noticias, la autora y su hijo tuvieron suerte al emigrar. Ese tipo de suerte que consistía en pertenecer a una clase media que les permitió salir a tiempo del país, subirse a un avión gracias a que la familia vendió todo lo que podía vender para comprarles un boleto, entrar a Chile sin visa, empezar una nueva vida antes de que Venezuela terminase de estallar y millones de personas tuvieran que salir huyendo a pie. Los ocho millones de venezolanos en el exilio han transformado los paisajes latinoamericanos y se han convertido ellos mismos en el paisaje de una América Latina cruel. “Espero que cuando leas esto no haya cinismo en tu corazón”, escribe De Sousa-García advirtiendo un futuro en el quizá ya no podrá proteger a su hijo de conocer su propia historia. ¿Cómo será él cuando lea este texto? ¿Qué preguntas tendrá para entonces?

El libro 'Atrás queda la tierra'.
El libro 'Atrás queda la tierra'.Sofía Yanjarí

Todo hijo crece para hacer preguntas que los padres no siempre pueden responder. El libro de De Sousa-García nace de esa constatación biológica: “Cuando comencé a escribir estas líneas aún no rompías a llorar al preguntarme por qué estamos aquí, por qué tenemos que vivir así o cuando vamos a volver. Ahora lo haces. Tu pensamiento es más rápido que mis manos y a pesar de que comencé a esbozar respuestas hace un tiempo, aún no las tengo tal y como quisiera dártelas (...). Entonces escribo, recuerdo, hablo, registro, con la esperanza puesta en que en algún momento esto sea una respuesta digna de ti”. Como una herencia anticipada, el libro contiene el diálogo profundo y abierto que madres, padres, hijos e hijas quisiéramos llegar a tener en la vida real pero que no siempre conseguimos. Basta que papá o mamá no quieran hablar o que ya no estén para que los hijos nos quedemos para siempre sin respuestas. León tendrá la suerte de saber.

En Atrás queda la tierra, Arianna de Sousa-García intenta preparar a su hijo para un mundo donde ella ya no podrá protegerlo. El acto de cuidado definitivo consiste en contarle la verdad: explicarle por qué problemas que pueden resultar abstractos para muchos –la xenofobia, el racismo, el autoritarismo– son los que definen y definirán su vida. En ese camino difícil, este texto se integra a una gran familia de libros de padres y madres que escriben cartas para sus hijos e hijas del futuro: allí están, entre otros, Entre el mundo y yo, del periodista afroestadounidense Ta-Nehisi Coates (Seix Barral, 2016); Respiren: Carta a mis hijos (Beacon Press, 2019), de la profesora Imani Perry; La conversación, del historietista Darrin Bell (Holt, 2023); y Sombriti, del historiador peruano José Carlos Agüero (Atmosféricas, 2023). En este último, Agüero cuida a su hija, Billie, durante la pandemia, mientras ella aprende sus primeras palabras. Entre el asombro de la vida que empieza y la muerte omnipresente, Agüero le escribe sobre sus abuelos asesinados en una guerra no tan lejana, sobre los policías que asesinan jóvenes que protestan, y le da instrucciones precisas sobre qué hacer y cómo escapar “cuando protestes, porque lo harás”. También sobre cómo mirar el mundo en el que ella andará sola: “Guarda silencio, tose: hay belleza en un pueblo que ha viajado para modificar un mapa”, le escribe en un pasaje que abre una ventana sutil hacia el libro de De Sousa-García: allí donde Billie y León podrían encontrarse para hablar, quizá, de sus respectivos viajes y padres.

Como hija de un hombre que creyó hasta el último momento en la promesa de la revolución chavista, De Sousa-García también busca dialogar con ese padre que “hizo de nuestro hogar su propio cuartel y con ello rompió nuestra familia”. Ahora que es madre, explica, puede entender a su padre en muchos sentidos: “Las ganas de cambiar el mundo, las ganas de creerle a alguien que dice que puede hacerlo”. Pero hay otras cosas que hasta hoy no tienen explicación para ella: “¿por qué prestar las manos a un proyecto excluyente? (...) ¿Por qué es tan difícil pedir perdón, asumir el error? ¿Por qué no me habla? ¿Por qué no puedo hablarle?”. La conversación ocurre finalmente. El padre accede a responderle mediante notas de voz.

De Sousa-García es una gran lectora de poesía, como ha contado en algunas entrevistas, y su escritura lo trasluce. Pero la belleza de su libro gravita en que es un trabajo periodístico construido ladrillo a ladrillo, detalle a detalle, con la conciencia de quien arma un archivo de evidencias contra el olvido. Todas las personas tienen nombres completos (en especial las madres y sus hijos); los hechos se pueden rastrear y ampliar en otras fuentes (sí, incluso después de morir, el presidente Hugo Chávez siguió firmando decretos y hasta apareció en fotos oficiales); los discursos de las autoridades no son solo palabras estrafalarias, sino la estética misma de la crueldad (según Nicolás Maduro, el difunto Chávez se le apareció en forma de pajarito y lo nombró su heredero). En apenas 140 páginas de capítulos breves, Atrás queda la tierra es la historia de una familia a través de varias generaciones, un reportaje sobre el colapso de Venezuela, el testimonio íntimo sobre la migración forzada, una mirada crítica sobre Chile, cuna del neoliberalismo (“si este país sabe de algo, es de mantener su imagen cueste lo que cueste”); y es también el epitafio de cierta idea de la hermandad latinoamericana.

Políticos y líderes de opinión de todas las tendencias han reducido el éxodo venezolano a debates sobre la inseguridad y la necesidad de militarizar, encarcelar y deportar; de manera que, en las discusiones en los medios de comunicación y hasta en los diálogos con familiares y taxistas, los venezolanos figuran como ese colectivo delincuencial que explica todos nuestros males. Émulos locales de Trump aseguran que debemos erradicarlos para que nuestros países vuelvan a ser los paraísos que alguna vez fueron. En esos discursos, no hay niños, no hay madres, no hay víctimas, solo un enemigo común. Como me dijo De Sousa-García, todos hablan del temible Tren de Aragua, pero nadie quiere admitir que los venezolanos que huyen también son víctimas de esta organización que los extorsiona, trafica, prostituye y asesina a lo largo de su éxodo. Quizá el fracaso de la hermandad latinoamericana radica allí: en que los Estados “hermanos”, incapaces de atender de forma política y humana a la crisis de Venezuela, deciden recluirse en el odio como respuesta.

En Chile, donde habita una diáspora de medio millón de venezolanos, el odio oficial se manifiesta en el espectáculo ritual de las deportaciones masivas. No solo importa echarlos del país, sino que es preciso hacerlo ante cámaras, anunciarlo como un logro para el consumo de las familias que sintonizan el noticiero, empaquetar el odio en la ceremoniosa defensa de la patria.

El odio civil y cotidiano no es menos tóxico. Se puede respirar como el esmog. “Vamos al médico y nos palpan las carnes con asco disimulado”, escribe De Sousa-García, “mientras en la sala de espera los oriundos nos miran como si les estuviéramos quitando algo que no tienen”. Es imposible imaginar que la crueldad no alcanzará pronto a León. En su breve biografía ya hubo golpes de parte compañeros y un cambio de escuela. “No bajes la cara, no apartes la mirada, no te doblegues ante la ignorancia ni el horror”, le escribe su madre. Quizá una pregunta –una que trasciende el libro– es hasta cuándo podrá mantenerlo a salvo del odio.

El otro día, de camino al parque, Arianna y León se detuvieron en una esquina a esperar la luz verde. Como en muchas avenidas de Santiago, el semáforo tenía un botón para que los peatones activen el cambio de luces. A muchos niños les encanta apretarlo. Por suerte –o por una predisposición al cuidado–, antes de que León pudiera acercarse, Arianna detectó un papel pegado junto al botón. Allí se leía: “Veneco Escoria Ándate”. Lo retiró rápido y lo escondió. Veneco Escoria Ándate. Tres palabras que resumen con precisión el clima inhóspito para ser un niño venezolano en Chile.

Arianna me cuenta este episodio en el café del Espacio Literario de Ñuñoa, un oasis abrigado y lleno de libros, en una mañana helada de inicios de julio. La cordillera nevada amuralla la ciudad por el este, y los termómetros marcan los 3 grados en la calle. En Puerto La Cruz, a cuatro horas de Caracas, donde ella pasó toda su vida, la temperatura más baja es de 26 grados: un verano eterno frente al mar. Pero, ahora, en el café, y a pesar de la calefacción, Arianna no se quita la gorra de lana ni el abrigo. Es su octavo invierno en Santiago, y todavía no se acostumbra al frío. “Contrario a la expectativa de que uno se adapta y va logrando mayor comodidad en el sitio donde está, a mí me pasó lo opuesto”, me explica frotando sus manos. “Creo que tiene que ver justamente con lo que ha pasado en Chile, con que cada vez se ha vuelto un lugar más complicado y más violento con nosotros y para mí eso tiene mucho que ver con el frío. Es como que mi cuerpo se ha cerrado y ya no hay la posibilidad de que ni siquiera el frío tenga algo que ver conmigo”.

Hace unos meses, Arianna y León viajaron a la isla de San Andrés, en el Caribe colombiano, para reunirse con familiares. Era la primera vez que salían desde que llegaron a Chile. Bajo el influjo del clima, Arianna subió a peñas, se lanzó al mar, nadó, buceó, se enterró en la arena, feliz como un animalito que se reencuentra con su hábitat. León nunca la había visto así de contenta. “¡Mamá, estás jugando!”, le dijo. Más que felicidad, Arianna sentía una plenitud física en el cuerpo, como una planta en su tierra, en su clima. Ella sufre de dolores crónicos, pero dice que allá no sintió nada y hasta pudo dormir sin tomar medicinas. León había pasado toda su vida sin conocer esa dimensión de su madre. Por su parte, era la primera vez que él sentía el Caribe en su propio cuerpo. A pesar de que estaba feliz, transpiraba demasiado, no podía respirar y hubo que ponerlo bajo toallas frías. “Mi amor”, le decía Arianna, “así es el clima del que tú vienes”. Pero, en el fondo, ella también iba comprendiendo algo nuevo sobre su hijo: si bien aquel era su clima de origen, ese origen había quedado muy lejos. “Lo que lo conforma a él tiene que ver con Chile, con el frío”, me dice en el café. “Él es feliz en el invierno: quiere ir a la nieve, salir cuando está lloviendo”. A pesar de eso, León quería quedarse más tiempo en la playa. Allá nadie lo miraba fijamente. ¿Por qué tenemos que irnos tan pronto?, preguntaba.

Después de cuatro días de playa y sol, volvieron a Chile. Aquí, cuenta De Sousa-García hacia el final del libro, muchos se detienen sin disimulo a mirar el cabello de su hijo, analizan su comportamiento, sacan conclusiones. Ella le escribe: “Me alivia pensar que con el tiempo quizás logres pasar como uno más y temo que el Caribe te deje a medida que tú vayas olvidándolo, que se te apague los colores, que te me quedes gris en este mundo feroz en el que muchos nadamos a contracorriente”. El futuro es enigmático, nos gusta decir, pero lo es menos cuando aceptamos que tal vez solo será la proyección de lo que ocurre en nuestro propio presente. Solo en Chile hay 200.000 menores desplazados, exiliados, como León. ¿Podrán las autoridades y las ciudadanías locales aceptar que estos niños ahora también son parte de su gente? ¿Que la crueldad que les infligen a ellos es un daño que le causan a su propio país? León leerá este libro todavía dentro de unos años. Los adultos tendrían que hacerlo ya mismo.

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