Juegos Olímpicos: lo que es posible en el cuerpo atleta
En el cuerpo humano llevado al extremo para alcanzar formas puntuales de la excepcionalidad es donde realmente acontece la política, porque acontece la estética. Colombia siempre gana sus escasas medallas en deportes individuales, donde es más factible el milagro del individuo a pesar del desamparo del Estado
Termina una nueva edición de los Juegos Olímpicos de Verano. Qué tiempo para estar vivos.
Y con los juegos, la fascinación por la excepcionalidad de lo que es posible para el cuerpo atleta y su traducción en el estruendo desgañitado de las graderías extasiadas.
También los lugares comunes recurrentes: no mezclen la política con el deporte que no nos dejan disfrutar, se quejan algunos, justo antes de que aparezcan otros lugares comunes que les recuerdan: la rechifla a ciertas banderas es inevitable, los encuentros deportivos globales siempre han estado cruzados por las coyunturas políticas del momento, y entonces sentencian: los Olímpicos son en sí un hecho político.
Pero, ¿qué dicen quienes dicen que las Olimpiadas son un hecho político?
Usualmente se refieren a la atención multitudinaria, propia de las justas olímpicas, interrumpida por hechos sociales, proselitistas o bélicos que afectan o limitan su ‘normal’ transcurrir: entonces listan los ítems interminables: aquellas ediciones del siglo XX que no se hicieron porque los hombres estaban ocupados en las guerras mundiales; aquella vez en Berlín en 1936, cuando Hitler los usó para desplegar la propaganda fascista; o aquella otra en 1968 cuando el Comité Olímpico inauguró los juegos en México diez días después de la masacre de Tlatelolco como si nada hubiera ocurrido.
El deporte de alto rendimiento, intachable, siendo contaminado, interrumpido.
Hay, sin embargo, una forma más punzante y significativa de entender lo que compromete la urdimbre entre deporte y política y es por la vía estética: en el deporte competitivo mismo, en su especificidad y filigrana, en la manera como se lo puntúa y se define a la ganadora o en las relaciones que se establecen entre el capital o la financiación que lo hace posible y su expresión en individuos extraordinarios y disciplinados, allí, en el núcleo de la experiencia de deslumbramiento y gozo de las multitudes, en el cuerpo humano llevado al extremo para alcanzar formas puntuales de la excepcionalidad, es donde realmente acontece la política porque acontece la estética: el régimen de lo que nos es dado percibir (parafraseo al filósofo Jacques Rancière).
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Surya Bonaly fue una deportista francesa negra que compitió en tres Juegos Olímpicos de Invierno entre 1992 y 1998. Lo hizo en el patinaje artístico sobre hielo. Antes practicó, de manera competitiva, la esgrima, los clavados y la gimnasia de suelo. Un portento de atleta.
En el patinaje artístico sobre hielo su palmarés fue sensacional: medallas en todos los torneos juveniles, títulos europeos, puntajes al límite que rasgaban el oro en los campeonatos mundiales. Porque el oro olímpico siempre le fue esquivo. Todos los desempates mundiales la dejaron de subcampeona, de segunda, no ganadora, y Bonaly no entendía por qué.
En el Campeonato Mundial de Patinaje Artístico de 1993, que tuvo lugar en Praga, Bonaly presentó una rutina de dificultad extrema: siete triples, una combinación triple-triple y dos triples lutzes seguidos, éste último un salto considerado de los más difíciles porque el cuerpo debe elevarse lo suficiente –¡demasiado!– mientras gira –¡tres veces!–, avanza –¡en el aire!– y la patinadora cambia de pie para aterrizar de manera perfectamente alineada con la fluidez de la trayectoria que su cuerpo llevaba sobre el hielo.
Su rival, la ucraniana Oksana Baiul, presentó en cambio una rutina más conservadora: cinco triples sin ninguna combinación. Bonaly venía de derrotar a Baiul ese mismo año en Helsinki en el Campeonato Europeo, así que fue una sorpresa mayor, y un golpe epistemológico, descubrir que su puntaje técnico, a pesar de ser el mejor, era castigado con una diferencia insalvable en el puntaje artístico.
En Praga, Bonaly cosechó así su primer subcampeonato mundial y el inicio de una comprensión estética –que devendría necesariamente en comprensión política– que hoy todavía resuena en los pasillos de las villas olímpicas: hay deportes que parecen acostumbrados a fenotipos determinados; los jueces del patinaje artístico no estaban habituados a tener competidoras negras; su juicio –en el puntaje artístico tanto como en el técnico– provino de la imagen preconcebida de lo que debía ser una patinadora artística: la princesa de hielo: delgada, blanca, agraciada.
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Pero lo fascinante de la historia de Bonaly apenas empezaba. En una serie de Netflix llamada Losers (2019), dedicada a atletas derrotados, hay un capítulo sobre ella. La serie no es buena –capitaliza en el mismo entusiasmo gringo, plano y bobalicón por el triunfo que pretende interrogar–, pero recoge el hecho fundamental que terminaría de marcar su trayectoria deportiva.
Los episodios de desempates en contra de Bonaly siguieron sumándose. Su frustración creció a la par que el rumor del subtexto racista.
Cuando llegaron los Olímpicos de Invierno de 1998 en Nagano (Japón), Bonaly venía de un año intenso de recuperación luego de una lesión grave. Estaba preparada para competir y la rutina planificada, su música, su traje, su pelo perfectamente liso y recogido, había sido preparada con obsesión.
Ese día, sin embargo, 19 de febrero de 1998, Bonaly se lanzó contra el hielo cargada de una desobediencia que había cultivado en su interior y transformó su rutina sutil y artística en una enérgica, atlética, agresiva, despreció la ‘gracia’ de rasgos afinados que jamás iban a ver en ella o ella iba a poder imitar, y acabó cometiendo, frente a las barbas de los jueces, un salto mortal hacia atrás en medio de la fluidez de su cuerpo sobre el hielo. Bonaly aterrizó, giró, siguió deslizándose, sonrío con timidez ante la estupefacción del público en el coliseo, esperó un instante y levantó la cabeza y escuchó al fin la ovación de miles que habían perdido la respiración porque ellos también entendían, junto a la patinadora negra, que su carrera profesional había terminado.
Debido al alto riesgo de lesión grave, el salto mortal de rebeldía que Bonaly acababa de cometer estaba (está) prohibido en competencias por la Unión Internacional de Patinaje sobre Hielo. Fue penalizada y relegada al fondo de la tabla de medallería.
Ya ni siquiera subcampeona.
Ahora al fin libre; al fin devuelto el golpe epistemológico y devuelto desde su propio cuerpo libre.
Bonaly ensanchó la estética del patinaje artístico y así contestó la estreches política que vive rondándonos y cuya expresión en el deporte no tiene solo la forma de dictadores que interrumpen o politiqueros que se aprovechan, sino –más importante– de públicos a quienes no nos han terminado de alfabetizar y sensibilizar en las herramientas estéticas para el gozo de lo que es posible con el cuerpo.
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Tengo la impresión, con estos Juegos Olímpicos de París 2024, de que nos abstraemos y lloramos y gritamos en las transmisiones viendo lo asombroso de la corporeidad humana en la penuria y la exigencia competitiva, pero en realidad lo que más deseamos detrás de cada unx de estxs individuxs extraordinarixs es una historia suya tan o más excepcional que su hito olímpico, un relato que nos haga comprender –ensanchar nuestra capacidad de percepción– el sufrimiento o el sacrificio o el gozo mismo detrás de ese oro o de ese desempate justo o injusto que son las rutinas de lo sobresaliente.
Una historia, por ejemplo, como la del colombiano Ángel Barajas, el joven cucuteño –fronterizo– de diecisiete años, barrio popular, acné adolescente y paradigma del esfuerzo honesto que todo pueblo necesita creer retribuye en algo. Barajas, entrenado por Jossimar Calvo, otra figura de la gimnasia artística del país –a quien la gracia de la medalla olímpica siempre le fue esquiva–, lleva ya una semana irradiando entrevistas –mi favorita es esta en la que cuenta que el entrenador le quitó el celular durante todos los juegos– y notas y salidas de su madre a contarlo todo porque eso es lo que más deseamos así no tengamos mucha idea acerca de la competencia puntual de la barra fija y nadie, casi nunca, en la conversación deportiva y cultural del país, ponga de presente el hecho –no gratuito, no azaroso– de que Colombia siempre gana sus escasas medallas olímpicas en deportes individuales, donde justamente es más factible el milagro (estético-político) del individuo a pesar del desamparo (político-estético) del Estado.
Mientras termino el cuerpo de este texto otro deportista colombiano gana una medalla olímpica en deporte individual: el levantamiento de pesas en la categoría de los 89 kilos. Jeison López, chocoano de veinticuatro años y desplazado del conflicto armado en Bajo San Juan, acaba de ser subcampeón olímpico detrás de un búlgaro que estableció récord mundial. Con la medalla de plata de Jeison abrimos una nueva grieta emotiva en nuestro tejido social olvidadizo y nos conmovemos con su gesto de gozo y arrobamiento propio: dejar caer los platos enormes, gritar, rodarlos y acomodarlos adelante, querer quedarse allí sentado meditando, salir volado ante la presión sonriente de un juez y pasar a la parte trasera de la plataforma de competencia para echarse al suelo a llorar.
¡Nueva redonda de plata para Colombia! ¡De nuevo en el levantamiento de pesas! La autora, Mari Leivis Sánchez, oriunda de Turbo (Antioquia), sobre quien ahora corre la tinta porque nada como un reconocimiento olímpico para acceder al derecho de tener una historia singular.
Cuentan los periodistas deportivos que este fin de semana de cierre de los juegos Colombia tiene otras dos competidoras opcionadas, María José Uribe en el golf y Flor Denis Ruiz en el lanzamiento de jabalina. ¿Cuáles serán sus historias por contar? ¿Qué ensanchamientos de nuestra experiencia estética estarán ellas cerca de ofrecernos?
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Así como los talentos de Surya Bonaly intentaron ser refrenados por un marco estrecho de juzgamiento en el patinaje artístico de la década de los noventa –el rumor del subtexto racista en los ojos de los jueces–, así también estos Juegos Olímpicos de París 2024 fueron testigos del alcance dañino de las noticias falsas coordinadas como proyecto de interrupción pública de la ultraderecha global.
La víctima más visible fue la boxeadora argelina Imane Khelif (mujer cisgénero), quien el primero de agosto compitió y venció a su par italiana Ángela Carini, lo que suscitó que lanzaran sobre ella, no ya la mirada sesgada de un puñado de jueces, sino un ataque transfóbico masivo y digital camuflado de indignación orgánica –lo examinó y documentó el portal de periodismo feminista colombiano Volcánicas–, esto a partir de la tergiversación de una serie de pruebas de determinación de género por las que pasan los deportistas para competir y sobre las que hay poco conocimiento (alfabetización) por parte de los púbicos que gritamos desgañitados en las graderías (digitales) extasiadas.
En últimas, otro intento de golpe epistemológico en contra de lo que es posible para un cuerpo libre y una prueba más de que las disputas políticas de fondo –y contemporáneas– siguen ocurriendo allí –aquí–, en los cuerpos diversos, no normativos; en el ancho estético y gozoso de lo que somos capaces de percibir.
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