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Óscar Naranjo: “Pablo Escobar instaló la idea de que matar es legítimo si soluciona un problema”

El reconocido general participó en el cerco que llevó a la muerte del capo y luego, como comandante de la Policía, enfrentó el legado del narco más famoso de la historia de Colombia

Óscar Naranjo Trujillo
Óscar Naranjo Trujillo, el 22 de noviembre de 2023, en Bogotá.NATHALIA ANGARITA
Juan Esteban Lewin

Óscar Naranjo Trujillo (Bogotá, 66 años) es uno de los policías más conocidos de Colombia. No solo fue comandante de la Policía en el Gobierno de Álvaro Uribe, sino que fue vicepresidente de Juan Manuel Santos entre 2017 y 2018. Antes de todo ello, de tener encima los reflectores, fue uno de los miembros clave de la persecución final a Pablo Escobar, como uno de los expertos en inteligencia del llamado Bloque de Búsqueda.

A los 30 años de la muerte del capo, publicó El derrumbe de Pablo Escobar, un relato de cómo el Estado logró vencer al narco que se le enfrentó y dejó decenas de miles de víctimas. Recibe a EL PAÍS en el norte de Bogotá, desde donde martilla una idea: no se puede pensar en Escobar sin centrar la mirada en sus víctimas.

Pregunta. Usted acaba de publicar un libro sobre la operación que, hace 30 años, terminó con la muerte de Pablo Escobar. ¿Por qué ahora?

Respuesta. Este libro lo escribí pensando en las víctimas de Pablo Escobar, que se cuentan por miles y que han pasado al anonimato durante todos estos años. El país ha entrado en modo de reparación a las víctimas. Gracias a Dios estamos trabajando por la verdad, por la justicia. Y, sin embargo, de las víctimas del narcotráfico poco se ha dicho.

P. También habla de los protagonistas del cerco al capo.

R. Sí. Después de 30 años, la gente recuerda a Escobar y no a personajes como el general Hugo Martínez Poveda, que fue el arquitecto de la lucha para neutralizarlo. Tampoco a Jaime Ramírez Gómez, quien dio el primer golpe estructural contra el narcotráfico, en Tranquilandia. Ni a Valdemar Franklin Quintero, asesinado el mismo día de Luis Carlos Galán.

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La idea, más que hablar de Pablo Escobar, es poner en contexto esa historia y dejar unas reflexiones. Parecería que en estos 30 años hemos estado andando en una bicicleta estática: el narcotráfico sigue haciendo daño muy a pesar de la política prohibicionista. Han crecido el consumo, la producción, la violencia, la corrupción. Ahora crece la ingobernabilidad democrática, ya que estructuras narcotraficantes ejercen una especie de gobernanza criminal en zonas de Colombia y de América Latina.

P. Un panorama poco esperanzador...

R. Es un panorama duro, pero que no hay que negar. El mundo debería motivarse a ampliar el debate. Como ha mencionado el Gobierno estadounidense en el último documento de cooperación con Colombia, hay que abordar este problema de manera holística. Esa mirada se funda en el reconocimiento de una realidad que no significa que la batalla que hemos librado contra el narcotráfico haya sido infructuosa. Nos salvamos de tener un narcoestado, que era la pretensión de Pablo Escobar, que se interrumpió gracias a la fortaleza de los colombianos.

P. ¿Qué buscaba Escobar con un narcoestado?

R. Cuando me aproximé a su figura como un objetivo a someter a la justicia, descubrí que era un criminal que no solamente quería lucrarse del narcotráfico, sino que tenía apetito político. Nada más peligroso que un delincuente que quiere incursionar en la política. Él lo hizo, fue representante suplente a la Cámara por Antioquia, llegó al Congreso de la República. Su meta era arrastrar este país a un narcoestado. Eso quedó claro cuando, en una reunión en Panamá, los narcos lograron convocar a un expresidente, Alfonso López, y al procurador general Carlos Jiménez Gómez. Les ofrecieron pagar la deuda externa. Era un chantaje para comprar a los colombianos.

P. ¿Una suerte de “plata o plomo” a nivel macro?

R. Es correcto. Es la lógica de Pablo Escobar, te mato o te soborno, con una aspiración maximalista. Lo que hizo Colombia desde la institucionalidad, para proteger a los ciudadanos y al Estado, toma sentido si recordamos que no dejamos que el país transitara a una especie de Estado fallido, narcotraficante.

P. El libro recuerda que Escobar escaló la violencia al atacar a las familias de sus perseguidores ¿Ese aumento se revirtió?

R. Pablo Escobar fue un criminal disruptivo. Había un código tácito entre el delincuente y la autoridad, por lo que las familias de los funcionarios estaban a salvo de la confrontación. Él lo rompe, amenazando a las familias de quienes lo perseguían, como la del general Martínez Poveda. Eso no se ha logrado superar. Hay organizaciones que se meten con las familias. Aunque no lo revelé en su momento, porque no me parecía correcto que el comandante de la Policía saliera a victimizarse, en 2007 tuve que sacar de Colombia a una de mis hijas porque se descubrió un plan, no una amenaza, del Cartel del norte del Valle para secuestrarla y desaparecerla. La semilla que sembró Escobar sigue viva.

Pablo dejó una herencia maldita: instaló entre los colombianos la idea de que matar es legítimo si soluciona un problema. Después de su terrorismo indiscriminado, es observable que las llamadas guerrillas incrementaron su violencia contra civiles en el conflicto, porque les parecía que así lograban soluciones. El paramilitarismo lo hizo con operaciones de exterminio, creían que la muerte de inocentes sumaba a su estrategia para derrotar la guerrilla. Esa herencia hizo daño y, en términos de Antanas Mockus, empezó a restarle valor a la vida, que es el valor supremo.

P. El libro relata que Pablo Escobar desata esa violencia contra sus aliados. De allí surge Perseguidos por Pablo Escobar, los Pepes, el grupo paramilitar creado para luchar contra él.

R. Las estructuras de crimen hacen de la violencia un instrumento de poder y de la desconfianza un instrumento de supervivencia. Todo aquel que parezca que no es leal, es asesinado. Esas lecciones las hizo muy evidente la mafia siciliana, con sus purgas. Esa lógica se mantiene y explica, por ejemplo, los choques entre el llamado Clan del Golfo y el ELN, que compiten por un mercado criminal y que victimizan a la población civil. La tragedia colombiana es que los civiles han quedado en el medio de esa confrontación. Es lo que muestran las cifras de confinamiento, de desplazamiento y de muerte.

P. A pesar de esa herencia, el libro recuerda que Escobar es una figura popular entre algunas personas.

R. Hay dos dimensiones para abordar ese tema. Una es emocional, es el desconcierto enorme cuando uno ve en una calle de Roma, Madrid o Londres a un joven con una camiseta con su imagen. Se siente tristeza porque ese joven fue instrumentalizado por una narrativa que distorsionó la realidad. ¿Qué pensará que fue Pablo Escobar, un benefactor, un delincuente, un asesino?

Desde el punto de vista racional, cognitivo, en Colombia sufrimos un déficit cultural porque se ha impuesto la narrativa de los narcotraficantes. En un proceso promovido por ellos para legitimarse. Una sociedad no solamente debe atrincherarse en la justicia penal para producir sanciones. Debe crear un movimiento cultural que fortalezca los valores y principios democráticos. En muchos municipios de Colombia hay jefes delincuenciales que tienen injerencia en la política y movilizan población, por la idea de que el narcotráfico redime problemas. Ahí hay un déficit enorme en términos de sanción social. La cultura tiende a recrear episodios que impactan a la sociedad. Nuestro problema es que buena parte de la literatura sobre el narcotráfico tiene origen en exnarcotraficantes. Falta una mirada externa, nos falta el Mario Puzo colombiano.

Óscar Naranjo Trujillo sostiene su libro 'El derrumbe de Pablo Escobar', en Bogotá.
Óscar Naranjo Trujillo sostiene su libro 'El derrumbe de Pablo Escobar', en Bogotá.NATHALIA ANGARITA

P. ¿Será porque el narcotráfico sigue ahí?

R. Sigue, pero de una manera mucho más difícil de entender. Ya no son organizaciones que encabezan personajes muy nítidos, el mando y control es difuso. Hay tres niveles: quienes están en la operación del narcotráfico, quienes conforman los ejércitos privados del narcotráfico, y quienes se lucran del narcotráfico y están en zona de confort invisible. Estos son lavadores o financiadores que nadie persigue y se mueven como pez en el agua en la sociedad. Se suma un rasgo posmoderno, la globalización del delito. Las organizaciones tradicionales como los carteles de Cali y de Medellín tenían origen colombiano y un pie en el ámbito internacional. Hoy se observa una transnacional del crimen.

P. Se suele hablar de que llegaron los carteles mexicanos a Colombia y reemplazaron a los colombianos.

R. Hay una división del trabajo: quién produce, quién transporta, quién distribuye, quién lava los activos. Ahora: las organizaciones mexicanas son importantes. Han logrado subordinar a las colombianas y a las de otros países de América Latina para que sean sus proveedores.

P. ¿Eso cambia la lucha contra ellas?

R. El reto es ver de qué manera el Estado le compite a las organizaciones criminales. El desafío de Pablo era directo, por la toma del poder nacional. Hoy las organizaciones compiten en territorios en los que la ausencia del Estado es muy evidente y en los que las opciones de futuro de los jóvenes giran alrededor del reclutamiento para estas organizaciones.

Para ese desafío, el acuerdo de paz de 2016 abrió unas rutas; buena parte del recetario está en implementarlo. Por ejemplo, la reforma rural integral está concebida para transformar la vida en los territorios, para que el Estado sea un aliado y sea un garante de derechos y libertades. Eso incluye avanzar en la sustitución de cultivos, en acreditar la propiedad de la tierra, en la infraestructura local que hay que generar para que haya vivienda, educación y condiciones para que crezca la economía formal. Mientras eso no pase, la economía ilegal va a seguir triunfando.

P. Cuando un Estado se enfrenta a un desafío como el de Pablo Escobar y lo supera, suele fortalecer algunas de sus capacidades, ¿eso ocurrió en Colombia?

R. Frente al crimen organizado, en términos convencionales, hoy la institucionalidad colombiana es muy competitiva y capaz. Baste recordar cómo los jueces de institución criminal, que eran los responsables de emitir las órdenes de captura o allanamiento al cartel, funcionaban debajo de escaleras en edificios públicos vetustos. Hoy hay una Fiscalía que, con todos sus defectos, es probablemente la más poderosa de América Latina en términos de sus capacidades investigativas y capacidad de acusación. O la Policía, que en esa época tenía tres o seis helicópteros, hoy tiene decenas. Y el avance no es solo en equipos, también en capacitación.

P. ¿Y qué falta?

R. Lo más difícil es cambiar la visión. En la guerra de guerrillas, como la que vivió Colombia, el territorio es un factor de debilidad, porque quien permanece estático es aniquilado. Cuando se firma el acuerdo de paz, esa lógica no se transforma para hacer control territorial permanente. Tenemos unas capacidades que no se han adaptado a esa nueva realidad. Las grandes operaciones contra el narcotráfico se producen desde el nivel central: fiscalías, policías, militares, llegan a un lugar, hacen la incautación o la captura, y salen. He recordado mucho la frase de que Colombia tiene más territorio que Estado, más Estado que Gobierno, y más Gobierno que instituciones.

Sufrimos de incapacidad para adaptarnos a nuevas realidades. Por ejemplo, mientras en el mundo —especialmente en Estados Unidos— hay una regulación cada vez más flexible al consumo de marihuana, en Colombia hemos sido incapaces de transformar los territorios donde hay marihuana. Les seguimos dando tratamiento punitivo y eso impide cambiar la cultura de quienes han estado dedicados a esa siembra. Lo que están esperando los campesinos es que se abran espacios no solamente de sustitución de cultivos, sino de una nueva lógica para encarar los cultivos ilícitos.

P. Cuando la amenaza era Pablo Escobar se sabía quién era el enemigo, cuál era su fuente de financiación, cuáles sus bases. Hoy esto es más disperso. ¿Falta capacidad de adaptación?

R. Hoy es más complejo. El problema requiere sumar a las instituciones del Estado con la academia, las comunidades, la inteligencia y la cooperación internacional, para entender qué pasa. Normalmente veo un reduccionismo en el diagnóstico. Se piensa que una banda criminal que opera en el Catatumbo es igual a la que opera en el Putumayo, y resulta que la mentalidad es distinta, las motivaciones son distintas, los incentivos son distintos, las condiciones son distintas, así las dos sean del Clan del Golfo o del ELN. Sin embargo, la receta institucional es nacional. Hay que construirla de manera microterritorial.

P. ¿Haber vencido a Pablo Escobar da esperanza de que se pueda repetir el éxito frente a esos retos complejos?

R. Sí. Así como hay una herencia maldita de Pablo, también hay unas lecciones aprendidas. Las de éxito son, primero, la necesidad de tener determinación política. Es clave que haya una dirigencia política que tenga un consenso mínimo para enfrentar el problema, y sobre él, exprese una voluntad. Uno desearía que fuera totalmente nítido en la lucha contra la pobreza o contra la delincuencia. La segunda es la necesidad de unas instituciones que respondan a esa voluntad política y entiendan qué fin no justifica los medios. La voluntad política necesita tener como piedra angular el respeto por los derechos humanos. Pensar que se gana con el fin justificando los medios produce un daño enorme. La tercera, que se necesita una participación ciudadana que acompañe esa voluntad política. Por último, se necesita capacidad de escrutinio, de veeduría, de fiscalización para corregir los errores.

Esas lecciones están ahí, pero Colombia no puede resolver sola este problema. La cooperación internacional es necesaria, y pasa por saber que debemos entendernos con muchos, no solamente con quienes son afines con el Gobierno de turno. Hay que saber quiénes son los aliados estratégicos que acompañan la lucha que, en el caso del narcotráfico, han sido el Reino Unido y, sobre todo, los Estados Unidos. Cuando, tras el asesinato del ministro Rodrigo Lara Bonilla, hicimos el inventario de los carros blindados que tenía el Estado, eran seis o siete. A las pocas semanas la cooperación americana nos envió una flota de 30 o 50 para proteger los personajes más amenazados. Eso refleja una diplomacia muy compenetrada con los aliados.

P. Esa anécdota muestra también el cambio vivido en 40 años en la sociedad en general...

R. Sí, Colombia es muy distinta a la de la época de Escobar, en todo sentido. Por ejemplo, no existían modelos de control financiero de lavado de activos. La legislación era mínima y en el mundo no había los protocolos que hoy se imponen. La inteligencia colombiana en la lucha contra el crimen se ha instalado como una de las mejores del mundo, con una capacidad no solamente basada en tecnología sino también en fuentes humanas. Hemos desarrollado un conocimiento admirable. De esa manera se llegó a los campamentos impenetrables de las FARC, con fuentes humanas y constatación de inteligencia electrónica después.

Hay avances. No hay que ser fatalistas, sino mucho más abiertos en el debate de cómo encarar estos problemas y más propositivos en la formulación de políticas públicas. Por ejemplo, el Gobierno acaba de expedir la política de drogas. Es un documento muy completo, no creo que nadie en el mundo le quite ni le agregue una coma. El problema es cómo hacerlo realidad. Los colombianos somos muy buenos inspiradores, escribimos bien, hacemos excelentes leyes, pero no las cumplimos y no las ejecutamos. El acuerdo de paz es un ejemplo perfecto. Está catalogado como el acuerdo más completo para renunciar a un conflicto con una guerrilla, pero la velocidad con la que se implementa es insuficiente.

P. ¿Ve otros grandes riesgos?

R. El mayor está en que algunas economías criminales parecen resguardadas, como la minería ilegal de oro. Allí estamos como en los años setenta u ochenta frente al lavado de activos, sin herramientas. La gente compra y vende el oro por los canales oficiales y no se sabe de dónde viene. Ha sido imposible que los gobiernos vuelvan a la figura en la que el Banco de la República era el único comprobador de oro, que podía acreditar su origen. Hoy lo compran particulares, lo transportan, lo funden...

Hace años se quebró el límite entre el minero artesanal y el ilegal, industrial. Hoy son la misma cosa. Los artesanales tienen dragones, maquinaria amarilla. Mientras en el narcotráfico al final del día un verde desplaza otro verde, con el oro es brutal la destrucción ambiental, la contaminación con mercurio. Para mí, es el problema más desafiante del país.

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Juan Esteban Lewin
Es jefe de Redacción de la edición América Colombia, en Bogotá.
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