En la muerte de Salomón Lerner
Las librerías, para un escritor, son lugares de transformación. Cuando a un escritor le piden que escoja sus librerías favoritas, generalmente no escogerá la que más frecuenta, sino los escenarios de su nostalgia: la nostalgia de los comienzos
Hace algunos años, la editorial inglesa Pushkin Press me pidió que escribiera un artículo para un volumen singular: una antología de ensayos sobre librerías. Se trataba de pensar en esa librería que ocupa, por la razón que sea, un lugar distinguido en nuestra educación sentimental; yo tengo varias, como todos los letraheridos del mundo, pero esa vez escribí sobre la que más frecuenté en mis años de estudiante de Derecho, cuando lentamente me iba dando cuenta de que mi obsesión verdadera eran las novelas que leía como si se me fuera a acabar la vida. Las buscaba en los alrededores de mi universidad, en el centro bogotano, en librerías que comencé a visitar como un enfermo visita a su médico y también como un delincuente busca su refugio. La que visitaba con más frecuencia, porque me parecía la mejor de la zona y además la de ubicación más conveniente, era la Lerner. Ahora me entero de que su fundador, Salomón Lerner, acaba de morir en España y a sus 92 años. Nunca lo conocí, pero he querido recordar, a manera de reconocimiento, lo que escribí para el libro de los ingleses.
La Lerner era y es un primer piso amplio cuyas vitrinas atiborradas le daban y le dan la vuelta a la esquina. Pero es una esquina curiosa, pues el edificio donde está la librería, en la avenida Jiménez, es una especie de barco de arquitectura magnífica y formas irregulares. Su proa estrecha albergó en una época las oficinas de El Espectador, y García Márquez cuenta en sus memorias que cada día se asomaba a la ventana un empleado del periódico y colgaba una pizarra con las noticias más importantes del momento escritas en tiza. La gente se enteraba así de lo que pasaba en el mundo; si quería saber más, tendría que comprar el periódico del día siguiente. Pues bien, frente a esa proa de pasado ilustre pasé yo varias veces por semana durante los años demasiado largos de mi vida de estudiante, mientras esperaba que comenzara la vida de verdad. Pasaba frente a la proa del edificio, entraba a la Lerner y daba una vuelta por la planta principal, o, si tenía más tiempo o estaba escapándome de una clase más larga, bajaba al sótano donde se me iban las horas sentado en el suelo, hojeando torres de libros que sacaba sin que los libreros se escandalizaran.
Las librerías, para un escritor, son lugares de transformación. Cuando a un escritor le piden que escoja sus librerías favoritas, generalmente no escogerá la que más frecuenta, sino los escenarios de su nostalgia: la nostalgia de los comienzos. Recordará los años duros en que la vocación se presentaba con urgencia, pero sin soluciones, porque no hay un método fijo y comprobado que convierta a un aprendiz en novelista. Así me perdía yo en la Lerner, entre las estanterías del primer piso (que tienen menos luz de la que uno desearía para dejarse los ojos en los libros de los otros), tratando de adivinar en cuál de todos estarían las claves que me permitieran aprender a escribir mis propios libros. La Lerner tenía (y tiene todavía, supongo: hace mucho que no voy) varios sillones de cuero agrupados en forma de salón doméstico, de manera que los lectores nos sentíamos como invitados a una gran fiesta en una casa hospitalaria. Allí, en esos sillones, terminaba yo mis excursiones de horas, tratando de escoger sin equivocarme el libro que mi economía de estudiante me podía permitir.
Y allí me decidí a comprar La insoportable levedad del ser, de Kundera, y El extranjero, de Camus, en la edición barata de Alianza; allí hojeé durante horas los tres tomos de Los sonámbulos, de Hermann Broch, pero las ediciones de Lumen eran demasiado costosas en esos días, y tuve que esperar que me las regalara un alma caritativa; allí descubrí y compré un libro de conversaciones de Adolfo Bioy Casares, A la hora de escribir, que me descubrió una afición irracional que todavía conservo: las entrevistas con escritores. El entrevistador le pregunta a Bioy Casares si cuando se escribe se deja de vivir. “No, no crea”, responde Bioy. “A mí me parece que ocurre lo contrario. Me atrevo a dar el consejo de escribir, porque es agregar un cuarto a la casa de la vida. Está la vida y está pensar sobre la vida, que es otra manera de recorrerla intensamente”. Algunas páginas más adelante, una frase está resaltada con marcador verde. Le preguntan a Bioy por sus primeros esfuerzos literarios, que no le gustaban. “Lo que sí me gustaba era la literatura”, dice Bioy. “Sentía que esa era mi patria y que yo quería participar de su mundo”. Yo salía de los sótanos de la Lerner (la luz del día me hería los ojos) y pensaba exactamente lo mismo.
Mis librerías, las de mi ciudad, han cambiado con los años y las necesidades: van de Casa Tomada al anárquico y maravilloso Centro Cultural del Libro, de San Librario a Prólogo, de Tornamesa al Fondo de Cultura Económica, de la Central de la familia Ungar a la Nacional de Felipe Ossa, y no hay espacio en esta columna para todas las que he frecuentado con gratitud. Pero lo que busco en ellas es siempre lo mismo. Las mejores librerías son lugares de encuentro y de intercambio y de pertenencia a ese lugar misterioso al cual se refería Bioy Casares; pero son también, por lo menos para mí, lugares donde puedo estar solo con una soledad que no se consigue en ninguna otra parte. Voy a mis librerías favoritas para perder el tiempo en soledad y, en ese tiempo perdido, encontrar algo; pues una buena librería es, como solía decir Roberto Calasso, un lugar adonde vamos buscando un libro y salimos con otros dos cuya existencia ignorábamos. Esto tampoco suele darlo el comercio online, o no me lo da a mí: en una página web es más difícil descubrir algo, es menos frecuente toparnos con el libro impredecible, porque un algoritmo predice lo que buscamos y nos conduce —sí, matemáticamente— sólo a lugares que ya conocemos. En esos lugares de azar que son las librerías se va ampliando la conversación literaria, lo cual significa acaso empujar las fronteras de nuestra experiencia.
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