El centésimo placer de escribirles
El boletín semanal de Leontxo García, donde el ajedrez es un hilo conductor de muy diversos campos del conocimiento o la actualidad, llega a su número 100
Esta pieza corresponde a uno de los envíos del boletín semanal Maravillosa jugada, que se envía todos los jueves y que es exclusivo para suscriptores de EL PAÍS. Si quiere apuntarse para recibirlo, puede hacerlo en este enlace.
¿Cómo están? Yo, en casa, entre dos viajes.
Este es mi boletín número 100, lo que me incita a arrodillarme y darles las gracias de todo corazón por su alta fidelidad como lectores, muy sorprendente para mí. Pero hete aquí que, además, hoy es el Día Mundial del Ajedrez. Y al pensar en ello se me han cruzado algunas ideas que me gustaría contarles.
Pocos minutos antes de darme cuenta de la efeméride (hoy hace 99 años de la creación en París de la Federación Internacional de Ajedrez, FIDE), he escuchado una noticia que me ha dejado patidifuso: miles de personas, metidas en sus vehículos, soportan cada día una cola de más de tres horas (a veces, hasta cinco) para hacerse fotos en la playa mallorquina de Caló des Moro. Quiero pensar que sólo un porcentaje ínfimo de esos individuos son ajedrecistas; me refiero a que la proporción debe ser muy inferior a la de ajedrecistas en la sociedad en general. Porque si no es así, me llevaría uno de los mayores disgustos de mi vida.
¿Por qué ansían hacerse fotos precisamente ahí y en pleno verano, bajo un calor muy sofocante y húmedo en las horas donde más aprieta? La única respuesta lógica entronca con la más estúpida frivolidad: para colgarlas en sus redes sociales y enviárselas a familiares y amigos; es decir, supuestamente, para causar envidia. Ahora, escriban ustedes por favor en Google “Caló des Moro”, pulsen en la pestaña “Imágenes” y desplieguen las fotos en su pantalla. Aunque les supongo impresionados por la gran belleza del lugar, ¿cuántos de ustedes conducirían más de 50 kilómetros desde Palma de Mallorca a sabiendas de que la espera cuando lleguen nunca será menor de tres horas para entrar en la playa? ¿Qué sentido tiene acudir precisamente ahí -con las molestias implícitas a los vecinos y el daño a la ecología- en una isla que tiene un montón de calas y playas muy agradables?
Los más fieles de ustedes ya han escuchado o leído una de las ideas que más repito desde hace un lustro, más o menos: cada día en el mundo hay más gente que piensa menos. Justo cuando la tecnología avanza tanto o más rápido que en cualquier otro periodo de 25 años de la historia de la humanidad, el supuesto homo sapiens se comporta más bien como un homus idiotus. No les pongo más ejemplos porque es innecesario: seguro que cada uno de ustedes está pensando en varios. Y menos aún cometeré el error de hablarles de política española en dos boletines seguidos (el del pasado jueves fue un parto doloroso).
Por tanto, y aunque en general no soy especialmente entusiasta de los días mundiales de lo que sea, creo que este en concreto es uno de los que conviene fomentar, porque no cabe duda alguna de que el ajedrez enseña a pensar. Lo dicen muchos estudios científicos, así como las conclusiones de numerosas y largas experiencias internacionales en las escuelas de países muy diversos. Y también la ONU, que en 2019 decidió que el 20 de julio fuera el nuevo Día Mundial del ajedrez (antes era el 19 de noviembre, fecha de nacimiento del genial campeón cubano José Raúl Capablanca).
En el portal oficial de la ONU se justifica ampliamente esa decisión: “Los deportes, las artes y la actividad física tienen el poder de cambiar las percepciones, los prejuicios y los comportamientos, así como de inspirar a las personas, derribar las barreras raciales y políticas, luchar contra la discriminación y distender los conflictos. Además, contribuyen a la promoción de la educación, el desarrollo sostenible, la paz, la cooperación, la solidaridad, la inclusión social y la salud a nivel local, regional e internacional”. Ciertamente, el ajedrez encaja muy bien con esa definición.
Igual de acertado me parece el segundo párrafo: “El ajedrez es uno de los juegos más antiguos, tiene un carácter intelectual y cultural, y combina elementos del deporte, el razonamiento científico y el arte. Cualquier persona, en cualquier lugar, puede jugar ya que trasciende las barreras del idioma, la edad, el género, la capacidad física o la situación social”. Lo único que añadiría es: “(…) y más aún desde que existe internet”.
El tercero me recuerda lo que me dijo Kárpov en mi segunda entrevista con él (finales de 1985 en Lucerna, Suiza) cuando se preguntó por qué las naciones enfrentadas no sustituyen las guerras por un duelo entre sus mejores ajedrecistas: “Es un juego de alcance mundial que promueve la equidad, la inclusión y el respeto mutuo, y en ese respecto puede contribuir a la creación de un entorno de tolerancia y comprensión entre los pueblos y las naciones”, dice la ONU.
Y el cuarto también está muy trabajado: “El ajedrez nos brinda la oportunidad de llevar a cabo la implementación de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible y los Objetivos de Desarrollo Sostenible, entre otras cosas mediante el fortalecimiento de la educación, la promoción de la igualdad de género y el empoderamiento de las mujeres y las niñas, el fomento de la inclusión, la tolerancia, el entendimiento y el respeto mutuos”.
Cuando leo algo así me siento privilegiado en grado sumo por haber dedicado medio siglo al ajedrez, lo que implica viajes, encuentros con personas muy interesantes y aprendizaje sobre muchos campos del conocimiento relacionados con el deporte mental por excelencia. Tras mis visitas recientes -que ya les he contado- a León y Benasque (Pirineo de Huesca), mañana regreso a la provincia de Huesca para trabajar, como cada año, como maestro de ceremonias del torneo de Alcubierre, un pueblo de 400 habitantes por donde han pasado varios campeones del mundo y grandes estrellas desde 2007.
Ese trabajo implica pasar tres días con el invitado especial de cada año, quien siempre ha sido una persona de muy alto interés. En 2022, nada menos que Judit Polgar. Y este, Sara Khadem, la ajedrecista iraní refugiada en España tras disputar el Mundial de Rápidas sin velo en Kazajistán. Doy por seguro que el próximo jueves tendré vivencias jugosas que contarles.
Pero me quedo con una duda tremenda, que no sé si me dejará dormir hasta que termine el verano en España. Ganas me dan de volar a Mallorca, plantarme en el aparcamiento cercano a Caló des Moro y preguntar a cada supuesto homo sapiens que allí me encuentre: ¿Es usted ajedrecista?
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