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Columna
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La nueva propaganda no es la vieja propaganda

La tentación de la desinformación es grande porque el premio también lo es: quien controla la atención controla el voto, el consumo, el poder, el dinero, los medios

Una cárcel laboral llamada WhatsApp: “Tienes una vida que vivir. No puedes estar todo el día pensando en trabajo”
Una mujer consulta su móvil.lolostock (Getty Images/iStockphoto)
Delia Rodríguez

Repasemos lo ocurrido en los últimos 15 o 20 años, porque ha ido todo muy rápido.

Uno. Hemos inventado un rectángulo mágico de pantalla frágil que nos gusta mucho, quizás demasiado, ya que con él podemos enviar y recibir más información que nunca, al instante, alcanzando y siendo alcanzados por más personas que en cualquier momento de la historia, a una mayor distancia, sin intermediarios. Barato y eficaz, usamos el invento en masa para los negocios, la comunicación o el entretenimiento, sobre todo a partir de la llegada de las redes sociales, que lo ponen muy fácil.

Dos. Pronto encontramos un límite a esa fantasía de infinitud y globalidad: el día posee 24 horas y somos pésimos priorizando estímulos de forma racional. Se llama a este pecado original de internet “economía de la atención”, porque es su moneda y su bien más escaso. El rectángulo mágico se transforma en un gran bazar lleno de objetos brillantes donde empresas, organizaciones, gobiernos, individuos o medios gritamos para ser escuchados. El mundo que lo rodea también se acelera: la diferencia entre lo virtual y lo real siempre fue una abstracción.

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Tres. Descubrimos las leyes de la atención, definidas por nuestra naturaleza de primates que hablan y piensan, pero necesitan atajos para gestionar de forma rápida grandes volúmenes de contenidos. Nos mueven las historias, los arquetipos con buenos y malos, las narrativas con causas y consecuencias. Bajo presión nos dejamos conducir por las emociones y resulta difícil poner freno al contagio de lo indignante, lo triste o lo divertido. La repetición funciona, y el volumen de contenidos también.

Cuatro. Nuestra cultura se ha convertido en una gran máquina de contagio emocional que premia la irracionalidad y que todo el mundo intenta manipular. Ciertos cortafuegos, como los medios saneados e independientes, caen, el nuevo entorno les ha dejado sin modelo de negocio; a diferencia de ellos, las redes no se someten a las viejas regulaciones contra las falsedades. La mentira resulta ser muy eficaz, porque permite crear sentimientos intensos sin los molestos límites de la realidad. Para que pase mejor, suele ir mezclada con algo de verdad, y usa portavoces en quienes antes confiábamos.

Estas son las bases de la desinformación moderna. Su tentación es grande porque el premio también lo es: quien controla la atención, controla el voto, el consumo, el poder, el dinero, los medios. Una de sus consecuencias más terribles es la confusión, la sensación compartida de que todo resulta terriblemente complejo, inaprensible y rápido, de que nos sobra y nos falta información. Es entonces cuando nos polarizamos, ya que una ideología sin espacio para la duda disuelve la niebla mental. Decir que la propaganda siempre existió es una trampa simplificadora, porque este nuevo entorno es reciente, y estamos asimilando las consecuencias de nuestra propia obra: un sistema informativo global que nuestros cerebros no llevan bien.

Los rusos son quienes mejor han entendido la desinformación debido a que la utilizan como arma de guerra: el verdadero objetivo de sus campañas no consiste en sembrar mentiras, sino en extender el sentimiento de hastío por las noticias y la vida común, que lleva a la polarización y la destrucción social del enemigo. Ellos, creo, a diferencia de otros aprendices que escuchamos cada día, saben que sus actos pueden romper de verdad la baraja, y están dispuestos. Tampoco han caído en el error de creerse su propia basura.

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Sobre la firma

Delia Rodríguez
Es periodista y escritora especializada en la relación entre tecnología, medios y sociedad. Fundó Verne, la web de cultura digital de EL PAÍS, y fue subdirectora de 'La Vanguardia'. En 2013 publicó 'Memecracia', ensayo que adelantó la influencia del fenómeno de la viralidad. Su newsletter personal se llama 'Leer, escribir, internet'.
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