Cara a cara con el ISIS
Unos 3.000 combatientes kurdos iraquíes defienden la línea de contención frente al califato. Llevan cuatro meses sin cobrar, pero disponen de Facebook y Viber
Al final de la carretera comienza un camino de tierra que lleva a las posiciones más avanzadas que los peshmerga han levantado en el norte de Irak para frenar el avance del Estado Islámico. Parapetado tras una loma, el jefe de las fuerzas especiales de los temidos combatientes kurdos, Almi Mosuri, y sus hombres controlan un posible avance de los yihadistas hacia Majmur. Los radicales han incursionado en territorio enemigo de forma esporádica con coches cargados de explosivos y bombas químicas que apenas han provocado en los soldados irritación en los ojos y prurito en la piel. Sin embargo, hoy todo está tranquilo, sopla un viento agradable que levanta pequeños remolinos de arena entre las colinas. Uno de los francotiradores propone acabar con el aburrimiento: “¿Quiere que dispare?”. Mejor no, no vaya a ser que respondan.
Controlar esta zona es clave tanto para los kurdos, que mantienen al Estado Islámico (ISIS, en sus antiguas siglas en inglés) lejos de Erbil, la capital del Kurdistán, como para el ejército iraquí, que ha tomado posiciones para tratar de recuperar Mosul, la tercera ciudad del país en manos de los islamistas desde junio de 2014. Los dos pueblos que conviven en el mismo país, sumidos en un enfrentamiento identitario y de automonía que se prolonga desde hace 80 años, han encontrado en los yihadistas del ISIS un enemigo común. A un lado y a otro lado del frente se ven decenas de trincheras de ambos bandos, solo distinguibles unas de otras por la bandera que ondea.
Esta línea de contención, explica el jefe de fuerzas especiales, discurre 72 kilómetros alrededor de Majmur. Hay casi 3.000 hombres desplegados en la zona. No solo se enfrentan a terroristas sin formación castrense. El ISIS ha reclutado a antiguos mandos militares de Sadam Husein, suníes descontentos con el dominio que tienen ahora los chiíes de las fuerzas armadas.
“Ahí están, a unos dos o tres kilómetros”, dice Mosuri señalando un punto en el horizonte que se supone que es la villa de Naser. Asegura que de ahí no podrán pasar, en parte porque los milicianos que surgieron de la nada para aterrorizar al mundo con su crueldad serían bombardeados con drones estadounidenses.
A riesgo de que una de esas bombas le alcanzara, Basam, de 23 años, huyó esta madrugada de un pueblito tomado por el ISIS llamado Shergat, en los alrededores de Mosul. Flaco y de piernas largas, corrió un par de kilómetros en campo abierto. Era una diana tanto para los radicales, deseosos de aniquilar a los desertores, como para los francotiradores peshmerga, recelosos de que algún atacante suicida se hiciese estallar en sus trincheras.
Al remontar una colina y ver a lo lejos ondear la bandera kurda, Basam comenzó a desvestirse hasta quedar completamente desnudo frente a los potentes reflectores que lo iluminaban. Quería demostrar al centinela que no llevaba un cinturón cargado de explosivos. “Eso sí, llevaba la barba larga, y por momentos pensé que me iban a confundir”, cuenta el joven horas después, ya rasurado.
Al llegar al puesto lo trasladaron al cuartel, donde fue sometido a un primer interrogatorio. Más tarde lo enviaron, junto a otros 15 que llegaron a la vez, al campo de refugiados de Dibagah. Fue a parar a un lugar apartado del resto, tras una alambrada. “Debemos saber si es de Daesh (acrónimo peyorativo en árabe para referirse al Estado Islámico) o no. Los servicios de inteligencia lo interrogarán”, dice uno de los responsables del campo. ¿Cómo van a estar seguros? “Créame, lo sabremos”.
La moral de la tropa
Ahí fuera hace más de 40 grados, pasado el mediodía, pero en el despacho del general Mahdi hace tanto frío como en uno de esos bares de hielo horteras donde los clientes son recibidos con un chaquetón. El aire acondicionado está a tope y el general, con unas gafas Rayban y fumando de una sisha (pipa de agua), parece disfrutarlo. Debido a la crisis del Gobierno kurdo desde que Bagdad cortara la financiación y por la imposibilidad de poder recurrir al crédito internacional como Estado oficial, los peshmerga, al igual que otros funcionarios como profesores o médicos, no han cobrado desde hace cuatro meses.
—¿Eso mina la moral de la tropa?
—Claro que no. Nacemos para combatir. Somos revolucionarios, no mercenarios. ¡Llevamos cien años luchando por la libertad de nuestro pueblo!
En unas horas, cuando anochezca, comenzará el usual intercambio de morteros con los radicales. En este momento, en cambio, el ambiente es relajado y algunos peshmerga toman una siesta en un barracón, acondicionado con una pantalla de plasma en la que retransmiten el noticiero de la televisión kurda. Los guerreros que bajaron de las montañas, donde convivían con pastores y cabras, tienen ahora Facebook, hablan entre ellos con Viber y utilizan una aplicación del móvil para aprender algo de inglés, sobre todo los más jóvenes.
Desde que el Estado Islámico traspasara la frontera de Siria y conquistara pequeños pueblos kurdos que después fueron recuperando, los peshmerga han registrado 1.500 bajas. Las últimas, el 31 de marzo, cuando un coche bomba explotó en un checkpoint que hace rato dejamos atrás. La detonación segó la vida de cuatro soldados y un comandante, Yusin Mamand, condecorado tras haber sido herido tres veces en combate. Un tríptico con fotos y arengas circula en la base para glorificar a los fallecidos y, de paso, recordarle a los vivos que la muerte no es el olvido. Ahí se encuentra un dato esclarecedor sobre la eterna lucha de estos guerreros: el heroico Yusi Mamand deja en este mundo 17 hijos que, probablemente, acabarán con un Kaláshnikov entre las manos.
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