Proceso a la verdad inconfesable del Vaticano
El juicio por la filtración de documentos secretos marca el tercer aniversario de Francisco
Durante sus 27 años de pontificado, Juan Pablo II elevó a los altares a 1.338 beatos y a 482 santos, muchos más que en toda la historia de la Iglesia católica. La compleja maquinaria burocrática encargada de los procesos de canonización llegó a funcionar a tal ritmo que empezó a conocerse como “la fábrica de santos”. La fiebre del oro no fue nada comparada con el ansia de cada congregación por ver a su fundador elevado a los altares. Y buena es Roma —y ya no digamos la Roma vaticana— para no sacar provecho de un asunto así. La santidad se convirtió en una mina a cielo abierto. Hasta tal punto que una maraña de abogados avispados y prelados sin escrúpulos se adueñó de una suerte de monopolio que, ya en tiempos de Benedicto XVI, llegó a facturar 332.000 euros por convertir en beato a un predicador estadounidense o 750.000 por una peana de santo para Antonio Rosmini, un conde italiano del siglo XIX que fundó el Instituto de la caridad. En ese momento de la fiesta estábamos —un conocido postulador llegó a incluir un catering de 10.000 euros en la causa de un pobre mártir vietnamita— cuando llegó el papa Francisco y mandó parar.
En seco. Tan es así que el 3 de agosto de 2013, apenas cinco meses después de haber sido elegido y en plena pausa estival —un tiempo sagrado en el que los papas tradicionales solían sestear entre los lujos del palacio de Castel Gandolfo—, Jorge Mario Bergoglio ordenó el bloqueo inmediato de más de 400 cuentas corrientes del banco del Vaticano relacionadas con la fábrica de santos. El montante del dinero inmovilizado superó los 40 millones de euros. Solo Andrea Ambrosi, el abogado más conocido entre los postuladores italianos, guardaba más de un millón de euros en ese paraíso fiscal de bolsillo que durante décadas ha sido el Instituto para las Obras de Religión, más conocido como banco del Vaticano. La medida drástica de Francisco se produjo después de comprobar que en la Congregación para las Causas de los Santos, dirigida por el cardenal Angelo Amato, uno de los hombres de confianza de Tarcisio Bertone, el polémico secretario de Estado de Joseph Ratzinger, reinaba un descontrol absoluto, sobre todo en los asuntos contables.
Todas estas luchas de Jorge Mario Bergoglio contra los viejos vicios vaticanos no se conocen precisamente por un súbito ataque de transparencia de la Santa Sede, sino por la publicación a finales de 2015 de dos libros de investigación —Via Crucis y Avarizia— cuyos autores respectivos, los periodistas italianos Gianluigi Nuzzi y Emiliano Fittipaldi, fueron acusados enseguida por el Vaticano de “complicidad en el delito de difusión de noticias y documentos reservados”. Un proceso judicial por el cual fueron detenidos el sacerdote español Lucio Vallejo Balda —quien la pasada semana volvió a ser encarcelado tras un tiempo en arresto domiciliario en el Vaticano— y la relaciones públicas italiana Francesca Chaouqui, acusados ambos de sustraer y filtrar a Nuzzi y Fittipaldi documentación a la que habían tenido acceso por su pertenencia a la comisión instituida por el Papa en julio de 2013 para combatir la mala gestión y el despilfarro en las finanzas vaticanas.
Lo más curioso del asunto es que la reanudación, prevista para la tarde del lunes, de la vista oral contra los periodistas y los presuntos filtradores —protagonistas además de una tórrida relación de atracciones y desengaños— coincide en el tiempo con una medida adoptada por Bergoglio para poner coto a los dispendios de la fábrica de santos. Francisco ha reforzado los controles de vigilancia y ha ordenado la constitución de un fondo de solidaridad para que también las congregaciones pobres puedan tener la opción de llegar a los altares. Y, aun así, los periodistas que, negro sobre blanco, confirmaron las dos principales características de los tres primeros años de Francisco al frente de la Iglesia —su firme decisión de reformar una institución enferma y la resistencia de la curia a perder sus privilegios— se arriesgan a pagar con penas de cárcel su determinación por arrojar luz sobre los secretos inconfesables del Vaticano. Que no son pocos y que Bergoglio —con la experiencia de obispo callejero adquirida al frente de la archidiócesis de Buenos Aires— olió enseguida.
Cuentan Nuzzi y Fittipaldi en sus libros —plenos de documentación— que, ya en el verano de 2013, “Francisco sabe dónde golpear” y es tan consciente de “las bolsas de poder y de intereses oscuros” que reinan en el Vaticano que ordena a sus colaboradores actuar rápido y sin contemplaciones. Pero también con cuidado. Toman la determinación de comunicarse a través de teléfonos celulares de una operadora radicada en Malta, enviar correos electrónicos a través de un servidor de Internet ajeno al Vaticano y guardar sus investigaciones en armarios blindados. Enseguida comprueban que nada es suficiente. Las altas estancias vaticanas puestas en evidencia por la investigación reaccionan. El armario es reventado y la honorabilidad de los miembros de la comisión va por el mismo camino.
Cuando, a finales de octubre de 2015, el sacerdote Vallejo Balda fue detenido por la gendarmería del Vaticano ya llevaba varias semanas preso de sus propios miedos. Aseguraba a sus amigos que las mafias lo perseguían para matarlo. Que no sería el primero ni el único en pagar con su vida el atrevimiento de meter las narices en las finanzas de la Santa Sede. Tal vez solo se tratase de los desvaríos de un cura de pueblo ascendido demasiado rápido al complejo mundo del Vaticano. O tal vez no.
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