Más inmigrantes no significa una Europa más joven
Los expertos descartan que la inmigración pueda invertir el declive demográfico europeo
Hablar de Viejo continente nunca fue tan cierto como para la Europa de hoy. Según las estadísticas comunitarias, los ciudadanos mayores de 65 años son el 17% de la población europea (en 1950 eran el 8%, y en 1990 el 12%) y se calcula que en 2050 serán un tercio de la población continental. Italia, Alemania, Portugal y Polonia serán los países más viejos, y en 2080 uno de cada ocho europeos tendrá más de 80 años, según Eurostat. Si estas previsiones se cumplen, España perdería un millón de habitantes y más de 5 millones en los próximos 50 años, algo que pondría en entredicho la viabilidad del sistema de prestaciones sociales tal y como lo conocemos, según analizan los expertos.
Frente al llamado “invierno demográfico” europeo, algunos analistas han sostenido que la inmigración representa una solución. El 81% de los 689.000 solicitantes de asilo en lo que va de año tienen menos de 35 años, y Cristiano Bodewig, director del sector de desarrollo humano del Banco Mundial para Europa central y los países bálticos escribió que “los migrantes pueden no sólo aliviar la disminución del número de trabajadores, sino también impulsar la innovación trayendo nuevas ideas y perspectivas”. La misma Comisión Europea ha calculado este jueves que en dos años llegarán dos millones de migrantes, y que el impacto en la economía será positivo, aunque ha admitido que la crisis de refugiados provocará incrementos en el gasto público y que existe un margen de error "más alto del usual" en interpretar los datos.
Más que demográfica, la cuestión del envejecimiento es socioeconómica, explica Jakub Bijak, profesor en demografía y estadística en la Universidad de Southampton. “Lo problemático no es el envejecimiento en cuanto tal, sino sus consecuencias en el ámbito de los costes de asistencia y seguridad social”. Los inmigrantes, como todos, envejecen y durante su estancia, tanto temporal como definitiva, reciben asistencia, alojamiento y educación. Solo Alemania ha reconocido que el gasto de este año para alojar a los refugiados alcanzará los 6.600 millones de euros, y Turquía calcula 7.000 millones de euros (de los que incluye los miles de millones de euros que con toda probabilidad aportará la UE). Además, no es seguro que los refugiados que llegan hoy a Europa querrán quedarse para siempre. En los noventa, por ejemplo, Alemania acogió a unos 800.000 refugiados de los Balcanes, pero una gran parte de ellos, expulsados por la guerra, volvieron a su casa al término del conflicto.
El caso alemán es emblemático para comprender el fenómeno, afirma Vera Hanewinkel, científica del Instituto de Estudios de Migración de la Universidad de Osnabrueck. Desde 1975, la población alemana se reduce sin parar y en 2050 la natalidad podría descender de un 50%. Esto significa que el relevo generacional –fijado en una media de 2,1 hijos por cada mujer- quedaría afectado: “Las proyecciones indican que la población alemana (81,2 millones) empezará a disminuir a partir de la década de 2020. Esto demuestra que la inmigración puede ralentizar la reducción del tamaño de población, pero no poner el fin al proceso de envejecimiento”, revela Hanewinkel.
Antonio Abellán García del CSIC se niega a ser alarmista, pero reconoce que a partir de 2030 habrá que “preocuparse un poco más” por el envejecimiento, porque “si seguimos con este modelo, vamos hacia el desastre”. Hay dos maneras más eficaces que la inmigración para hacer frente a las consecuencias socioeconómicas del declive demográfico, concluye Sergei Scherbov, director del proyecto Revaluación del envejecimiento desde una perspectiva de Población del Instituto Internacional de análisis de Viena (IIASA, en su sigla en inglés): “Hicimos una gran cantidad de análisis al respecto y concluimos que, más que la inmigración, lo más eficaz es ir en una doble dirección: aumentar la tasa de empleo y retrasar la edad de jubilación”. Una reforma, esta última, que puede tener un coste político elevado para partidos obligados a medir su consenso cada cuatro o cinco años.
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