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Röszke mira hacia otro lado

Los vecinos del pueblo más cercano a Serbia evita el contacto con los desplazados

Belén Domínguez Cebrián
La policía húngara detiene a una familia siria, ayer, cerca de la frontera con Serbia.
La policía húngara detiene a una familia siria, ayer, cerca de la frontera con Serbia.Bernadett Szabo (REUTERS)

Los habitantes de Röszke no quieren hablar sobre el “problema” que está a apenas medio kilómetro de sus casas. Mientras los desplazados de al menos una decena de países —la mayoría son refugiados sirios en busca de asilo— se acumulan en una explanada cercana a las vías del tren, los vecinos de esta pequeña localidad, gobernada por el partido Independiente, no quieren ni oír hablar del tema. “Estamos hartos”, sostiene un joven de 21 años que trabaja en la biblioteca local.

Martha Borbasré Márki, alcaldesa de este municipio de 3.000 habitantes, tampoco quiere hablar. De hecho, no regresará a su puesto de trabajo hasta el miércoles que viene, explica una funcionaria del Consistorio. “Es mejor que hable con la policía”, insisten en el pequeño Ayuntamiento. Precisamente la autoridad policial, según narra por teléfono Balázs, de 24 años y vecino de la localidad, ha prohibido acercarse a echar una mano a los refugiados. “Tampoco queremos”, insiste el joven.

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El joven bibliotecario sostiene que “los inmigrantes lo dejan todo hecho un asco”. Hace dos días, un nutrido grupo de refugiados que esperaba en la explanada bajo un sol abrasador a ser trasladados al centro de registro echó a correr por las calles de este pueblo desértico formado por sucesiones de chalés, causando un gran revuelo entre los lugareños. Desde aquel incidente, por Röszke no transita casi nadie. “Roban nuestros cultivos, nuestra fruta”, se queja el joven desde su bicicleta.

“Yo colaboro no dejando pasar inmigrantes”

Pero lejos de desentenderse de manera absoluta de sus visitantes, muchos residentes ayudan a la Policía a terminar la valla de concertinas que el Gobierno húngaro, del ultraconservador Viktor Orban, pretende finiquitar en un par de días. “Yo colaboro no dejando pasar a los inmigrantes”, gesticula otro de los pocos vecinos que opinan sobre el tema. La valla tendrá una longitud de 175 kilómetros y además se construirá de manera adicional una segunda alambrada de cuatro metros.

La mayoría de vecinos sigue con sus vidas “de manera normal”, según algunos transeúntes, y dan la espalda al mayor drama migratorio que sufre el mundo desde la Segunda Guerra Mundial. Según ACNUR, son 50 millones los desplazados por los conflictos y la pobreza alrededor del planeta, cuatro millones son sirios que huyen del régimen de Bachar el Assad y de las atrocidades del autodenominado Estado Islámico (EI), que ha acaparado ya el norte del país y buena parte del vecino Irak. Una familia de Alepo (norte de siria) caminaba anoche por las vías del tren entre Serbia y Hungría. “[El EI] está cortando la cabeza a niños de la edad de mi hijo”, lamentaba el padre, que cargaba con tres mochilas y tres niños.

Cuando cae la noche

En el cruce de caminos entre las vías del tren y la frontera con Serbia hay aún más tensión por la noche que a la luz del día. Entonces, las miles de familias que se acercan deben decidir si cruzar a Hungría —y ser registrados e identificados— o esperar a que la oscuridad les facilite esquivar a las autoridades y continuar su camino hacia el norte, a Alemania o Suecia.

Durante el ocaso del jueves, la Policía incrementó considerablemente su presencia en las inmediaciones de la alambrada. El Gobierno, según anunció el viernes un portavoz, quiere endurecer la ley contra los inmigrantes e incluso, si fuera necesarios, sacar al Ejército. Una decena de camiones militares transitaban las carreteras colindantes y un helicóptero de la Policía vigilaba la línea fronteriza. Miles de agentes, armados y equipados con gafas de visión nocturna, fueron desplegados para “interceptar inmigrantes”, según uno de ellos, que se intenten “colar” sin pasar por el registro.

Además, la Policía ha recurrido al encendido de pequeñas hogueras puntuales a lo largo de la valla. “Es para los mosquitos y para alumbrar”, señalan un par de policías que dicen que no están autorizados a hablar con la prensa. Media hora después, las mantas y abrigos de aquellos que cruzaron días atrás y que quedaron enganchadas en las cuchillas se consumían también entre las llamas. Los murmullos y susurros bajo los arbustos del lado serbio de la valla eran constantes. Nadie está solo allí.

Presos como mano de obra

Cada mañana un furgón de la cárcel más cercana aparca en el centro de registro de inmigrantes y refugiados de Röszke. Escoltados y acompañados todo el tiempo por Policía armada, un grupo de unos 15 presos levanta los centenares de tiendas de campaña militares para alojar a los miles de inmigrantes y refugiados. “Son ciudadanos húngaros”, intenta disimular uno de los policías.

Las autoridades magiares comenzaron ayer a “marcar” a cada persona con pulseras verdes con la fecha de llegada al centro, la nacionalidad, y su número de registro. Nada de nombres propios o apellidos. Además, los controles se intensifican y este viernes un equipo de operarios ha rodeado este campamento improvisado de cámaras de vigilancia y detector de movimientos. Pero los allí encerrados —no les está permitido salir a no ser que sean trasladados en tren hasta los otros centros repartidos por todo el país— siguen diciendo lo de siempre: “No hay agua”.

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