Símbolos de nuestra soledad
De Ulises a Robinson, floten a la deriva o pasen años en islas perdidas, los náufragos son una parte irresistible del imaginario colectivo
Naufragar es consustancial a navegar, incluso a vivir podría decirse. Los náufragos célebres, reales o de ficción, se cuentan por centenares, los náufragos a secas (si se acepta la expresión) resultan incontables.
Los náufragos forman parte de nuestro imaginario colectivo, desde Ulises (arrojado una y otra vez a islas y costas extrañas) hasta el último llegado, el Robert Redford patrón del malhadado velero Virginia Jean de Cuando todo está perdido, pasando por Tom Hanks y su balón de voleibol, Pi y su tigre, Robinson, claro (y el real Alexander Selkirk que lo inspiró), los que penan eternamente en la pintada balsa de la Medusa, la pizpireta y pubescente Brooke Shields de El lago azul, o ese microcosmos que son los supervivientes del buque torpedeado por un submarino cuyo propio capitán nazi acaba en el bote con ellos, hasta que se libran de él (Lifeboat, de Hitchcock, sobre una historia de Steinbeck). Sin olvidar al más paradigmático de los náufragos periodísticos y del que es un sosias nuestro pescador de tiburones salvadoreño: el marinero de la armada colombiana Luis Alejandro Velasco, caído del destructor Caldas e inmortalizado por el gran Gabriel García Márquez en Relato de un náufrago que estuvo diez días a la deriva en una balsa sin comer ni beber, que fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de la belleza y hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido por el gobierno y olvidado para siempre.
Es fácil ver lo que tienen de irresistibles los náufragos, se salven o mueran, floten a la deriva en sus balsas o penen años en islas perdidas, se hayan hundido sus barcos o los hayan arrojado al mar malvados piratas, tripulaciones amotinadas o capitanes coléricos: nos devuelven una imagen especular de lo frágil de nuestro destino y se alzan como un símbolo primigenio de nuestra esencial soledad existencial. Todos somos náufragos en la vida y todos acabamos solos, si hay suerte en ese pacífico lecho que es el último de los atolones, si no la hay en cualquier desgraciado accidente.
Mi náufrago favorito es Ned Low, un pirata de Boston de naturaleza cruel entre cuyas atrocidades se cuenta el obligar al capitán de un ballenero capturado a comerse sus propias orejas, tras echarles sal
Cada uno tendrá sus simpatías por tal o cual náufrago. Náufrago es Jonás en el vientre de la ballena, lo es el pobre Ben Gunn, la joven de 19 años Marguerite de La Rocque que sobrevivió dos años tras abandonarla su padre por casquivana en la Isla de Demonios –que ya es sitio-; lo son los dos representantes de la corona española arrojados en las costas de Patagonia por Magallanes tras el motín en su flota, los desgraciados y los asesinos en serie del Batavia, el tan severo como buen marino capitán Bligh dejado a su suerte –que esperaban mala- en un bote por los amotinados de la Bounty, y los marineros del USS Indianápolis devorados a centenares, uno a uno, por los tiburones y de los que formó parte el ficticio capitán Quint del Tiburón de Spielberg, que se salvó entonces aunque con ello solo logró aplazar unos años su cita con las fauces como aquel hombre que huía de la muerte en Samarcanda.
Ente los que muestran más paralelismos con el náufrago Alvarenga está Poon Lim un chino que era camarero en el vapor Benlomond hundido por un submarino alemán en 1942 y que aguantó ¡133 días! en el océano Atlántico en una balsa salvavidas hinchable antes de ser rescatado por pescadores cerca de la costa de Brasil. Lim sobrevivió a base de algunas galletas y de aprovechar todos los recursos, incluido el comerse el hígado de un tiburón al que mató y beberse la sangre de las aves marinas que lograba capturar.
Mi náufrago favorito, sin embargo, es Ned Low, un pirata de Boston de naturaleza cruel entre cuyas atrocidades se cuenta el obligar al capitán de un ballenero capturado a comerse sus propias orejas, tras echarles sal. Hartos de él, su propia tripulación abandonó a la deriva a Low en un bote sin comida ni agua; el marino tuvo la buena suerte de ser recogido por un barco francés aunque a continuación, así es la vida, la mala suerte de ser reconocido como pirata, y ahorcado en consecuencia.
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