Tribus que son cárceles para la mujer
Las mujeres siguen utilizándose como moneda de cambio para saldar riñas familiares Por miedo, muchos padres prohíben a las adolescentes salir de casa
Farwa está nerviosa. Va a casarse el 18 de mayo, justo una semana después de las elecciones en las que, por primera vez en los 65 años de historia de Pakistán, las mujeres de su comarca van a votar. Y sin embargo Farwa no puede hacerlo porque solo tiene 14 años. De poco sirve que la ley establezca en 16 años la edad mínima para el matrimonio (18, los hombres). En este rincón del Punjab, como en Sindh, Baluchistán y las regiones tribales, los intereses de terratenientes o jefes de clan mantienen a la sociedad anclada en el pasado porque el atraso y la ignorancia les garantizan una mano de obra abundante y barata para sus haciendas.
“Fui a la escuela hasta quinto y me gustaba”, cuenta Farwa, sentada entre un grupo de mujeres allegadas en una modesta casa de Rahmanwala, aldea a 40 kilómetros de Sargodha. “Quisiera haber seguido, pero mis suegros dijeron que tenía que aprender el arte de la cocina y a servir a mi marido y a su familia”, admite ante las preguntas de la periodista. Como es costumbre, el novio es un primo carnal. Tal es la mentalidad del lugar. Ninguna de las mujeres que la rodea cuestiona ese destino sin horizontes de una tradición a la que solo escapan las más acomodadas. El de Farwa no es un caso aislado. A su lado, su prima Bushera, de 15 años, sujeta en brazos un bebé de seis meses. ¿Pero no era 16 la edad legal para casarse?
“Inscriben el contrato a nivel local, pero no lo envían a una instancia superior. ¿Y quién se preocupa en Islamabad o en Lahore de venir hasta aquí para comprobarlo?”, explica Abdulbasit Farooq, responsable de distrito de Aawaz, un programa que promueve la capacitación de las mujeres y la igualdad social.
Los intereses de terratenientes o jefes de clan mantienen a la sociedad anclada en el pasado porque el atraso y la ignorancia les garantizan una mano de obra abundante y barata para sus haciendas.
Ese mismo abandono oficial permite que las mujeres sigan utilizándose como moneda para saldar disputas familiares. En una casa cercana a la que nos reunimos, viven Risalat y Umer, un matrimonio feliz a decir de sus vecinas, que surgió de una de esas uniones forzadas.
Hace diez años Yaserat mató a su tío Shamsir por una disputa sobre unas tierras. El asunto envenenó las relaciones familiares hasta que en 2007 Yaserat entregó a su hermana Risalat a uno de los hijos de su víctima. Nadie preguntó a la chica si quería casarse. Farooq lo considera un caso de violencia contra la mujer y desde Aawaz intentan educar a las mujeres sobre sus derechos para afrontar esas situaciones.
“Hemos movilizado a las mujeres para que voten por primera vez en 65 años”, declara con orgullo Rahda Parveen, una de las líderes comunitarias que Aawaz ha formado en la comarca. Para ella, una de las pocas con educación secundaria, “los hombres tienen sus derechos y las mujeres también”.
El problema desborda las estrechas miras de unos hombres criados en un sistema patriarcal, y acostumbrados a ver a las mujeres como su propiedad. “Si las mujeres se casan fuera de la familia, estas tienen que compartir sus tierras, mientras que con los primos, todo queda en casa”, explica una tía de Farwa. Ninguna de las jóvenes replica.
La idea de que esos matrimonios entre consanguíneos de primer grado aumentan el riesgo de defectos genéticos en los hijos escapa a su comprensión. Para los padres, la relación familiar es a la vez una garantía sobre la rectitud moral del hijo o la hija políticos, algo fundamental en una sociedad cerrada y cuyo casi único horizonte es la supervivencia. No es maldad sino miedo lo que lleva a los progenitores a limitar las salidas de casa de sus hijas en la pubertad.
A pocos kilómetros, en Mozmabad, Mukhtar Bibi ya no tiene lágrimas para llorar la desaparición de una de sus seis hijas. Sentada en la única habitación de la casa, relata cómo un cuñado, Mohamed Aslan, fue hace tres semanas a pedir la mano de Sombal, de 16 años, para su hijo Shahid. A pesar de la pobreza en la que viven, ella y su marido, Mohamed Imtyaz, rechazaron la propuesta porque el pretendiente, de 35 años, tiene fama de malhechor. Un par de días más tarde, una de las hermanas del chico visitó a Sombal y la convenció para salir de la casa con algún pretexto. “La secuestraron y no hemos vuelto a saber de ella”, dice.
“Claro que fuimos a la policía, pero nos dijeron que no pueden ocuparse hasta después de las elecciones”, responde mostrando la copia de la denuncia. Mientras, sus parientes dan a entender que tienen a la chica. “Nos han dicho por teléfono que no podemos hacer nada, y es cierto porque ya se han comportado así antes con impunidad”.
Como pasa a menudo en estas zonas rurales donde los terratenientes son todopoderosos, los Aslan cuentan con la protección del señor feudal de turno, Arshad Ali Himgra, para quien trabajan. Ahora dicen disponer de un certificado de matrimonio entre Sombal y Shahid fechado el 7 de enero pasado. Además, el marido ha sido encarcelado por un cheque devuelto, lo que le pone fuera del alcance de la familia Imtyaz. De hecho, los cinco hermanos de Sombal, avergonzados ante la comunidad por su impotencia para defender el honor de su hermana, han abandonado la casa familiar, lo que se suma al dolor de la madre. “No tenemos medios para acudir a la justicia y pagar un abogado”, se resigna Mukhtar Bibi, cuyos cincuenta años pesan como cien.
De vuelta en Rahmanwala, Farwa, contagiada de la satisfacción que embarga a su familia por la boda, se declara feliz. Por fin será considerada una adulta, y tener hijos es el ideal que le han inculcado desde pequeña.
Prohibido amar sin permiso
Farwa, sus primas y sus vecinas rara vez cuestionan las estrictas normas sociales que les imponen sus familias y que les impiden salir a la calle o enamorarse con libertad. Pero hay un asunto con el que discrepan aunque sea en voz baja, los mal llamados crímenes de honor, los asesinatos de mujeres por afrentas reales o imaginadas a la honorabilidad de la familia. El año pasado un vecino de Rahmanwala, Khaled Dat, de 20 años, mató de un tiro a su hermana, Muqadas, de 22, por mantener “relaciones ilegales”. Dijo que la había encontrado con un hombre, pero que había salido huyendo al ser descubiertos. No hay pruebas. Muqadas era soltera y la idea de relaciones ilegales de los lugareños puede ser un simple intercambio de miradas, una conversación no aprobada por el cabeza de familia, o cualquier ocurrencia de la calenturienta imaginación de los guardianes del honor.
La madre presentó una denuncia contra su hijo, pero la policía no logró capturarle. La comunidad y los propios agentes la presionaron para que la retirara, con el argumento de que iba a perder al único hijo que le quedaba cuando ya había perdido a su hija. Dos semanas después lograron su propósito. Caso cerrado. Las mujeres no llegan a defender su derecho a relacionarse con cualquiera, pero conceden que si se les consultara, ninguna pediría la muerte como castigo. “Si levantamos nuestra voz por nuestros derechos, esos casos se reducirán”, defiende Amira, quien a sus 26 años y con cuatro hijos ha vuelto a la escuela. Su espíritu la ha convertido en una de las colaboradoras locales de Aawaz. Queda mucho por hacer.
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