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domingo/ reportaje

Dos comunidades a seis pasos de distancia

Han pasado diez años desde que se abrió el primer hueco en la valla que divide Chipre Turcochipriotas y grecochipriotas siguen de espaldas, a pesar de la media docena de puertas abiertas en la frontera

La calle Ledra de Nicosia, capital de Chipre, donde se ubica uno de los pasos con la zona turca.
La calle Ledra de Nicosia, capital de Chipre, donde se ubica uno de los pasos con la zona turca.Patrick Baz (AFP)

Stavros baraja un mazo de cartas que está a punto de repartir entre un grupo de parroquianos en el bar Macedonia, en el centro de la pequeña localidad chipriota de Pyla. La biriba, una especie de canasta griega, se juega a descartes entre comentarios sobre el corralito y el estado de la economía. De fondo suena por un instante el canto del muecín llamando a la oración en la mezquita cercana. La pandilla de viejos amigos pensionistas sigue concentrada en el juego. “Los turcos [chipriotas] también vienen aquí a jugar al backgammon”, puntualiza Stavros, grecochipriota de 71 años emigrado a Australia.

Pyla es tierra de nadie. O de todos. El pueblo se levanta en mitad de la línea verde vigilada por la misión de Naciones Unidas desde que en 1974 el Ejército turco ocupase un tercio de la isla tras un golpe de Estado de los nacionalistas griegos. A partir de entonces, su poco más de millón de habitantes ha vivido dividido: el 77% grecochipriota al sur y el 18% turcochipriota al norte —el resto son minorías—, sin contacto hasta que en abril de 2003 se abrió la frontera por primera vez en casi 30 años. “Somos un pueblo especial”, subraya Simos Viguidis, el alcalde grecochipriota. “El único en todo Chipre donde grecochipriotas y turcochipriotas viven juntos”.

Juntos, sí, pero no revueltos. La localidad, de 1.400 habitantes, tiene todo por duplicado: dos alcaldes, dos escuelas, dos templos y dos tabernas. En cada una se pone algo distinto sobre la mesa, no escapan ni los juegos populares ni la bebida nacional, ouzo griego o raki turco, como si la isla viviese entre cuatro banderas. “¿Ves allí?”, señala Stavros, “es una frontera, dentro de nuestro propio país”.

Un puesto de control del Ejército turco se levanta sobre una colina al otro lado de la valla que delimita el pueblo. La carretera desde Pyla acaba en un puesto de control que comparte dos nombres. Al otro lado se extiende, desde 1983, la autoproclamada República Turca del Norte de Chipre (RTNC), reconocida solo por Turquía. El paso de Pérgamo (en griego) o Beyarmudu (en turco) fue uno de los primeros en abrirse en los 180 kilómetros de frontera. Aquel 23 de abril, la fila de coches esperando para cruzar atravesaba el pueblo. “Había casi 15 kilómetros de cola”, cuenta Nejdet Enver, muctar de Pyla, el equivalente turco a alcalde, “turcos y griegos no habían entrado en contacto y cuando esto ocurrió, la gente corrió para ver sus antiguas casas, por si cerraban de nuevo el paso”. Stavros no lo ha cruzado nunca, ni ese ni ningún otro: “Viajaré al norte cuando el Ejército turco se vaya”.

Aquel 23 de abril hubo casi 15 kilómetros de cola para pasar al otro lado. “La gente quería ver sus antiguas casas”

Desde 2003, se han registrado 7,5 millones de desplazamientos desde el sur al norte turco, frente a los 13,5 desde el norte al sur griego. ¿Por qué esa desigualdad? El sociólogo Charis Psaltis da tres razones: “Los grecochipriotas prefieren no enseñar su identificación a un policía de un Estado que no reconocen, ni financiarlo pagando el visado. Además de que es emocionalmente perturbador para ellos visitar sus antiguos hogares como turistas”.

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“Cuando se abrieron los checkpoints”, comenta Psaltis, “había un clima que presionaba para su apertura, una sensación de que la solución estaba cerca, cierto entusiasmo”. Se registraron dos millones de movimientos en apenas nueve meses. “Pero cruzar no es lo mismo que tener contacto”, advierte. Pese al establecimiento de los pasos, ambas comunidades siguen viviendo de espaldas. Psaltis apunta a ese “bloqueo psicológico” que no afecta a los turcochipriotas. “Suelen cruzar más, para ir de compras, a centros comerciales que en el norte no tienen”, aclara.

Él mismo no ha regresado nunca a la casa que sus padres abandonaron cuando solo tenía un año en Varosha, la ciudad fantasma, un distrito grecochipriota junto al mar abandonado de Famagusta. La suya, como la de los 220.000 desplazados de un lado y otro, es una historia de memorias en una maleta. “Nadie pensaba que nos íbamos a ir para siempre”, cuenta el padre, Iacobos Psaltis, de 69 años. Cuando Varosha, por entonces meca del glamuroso turismo mediterráneo de los sesenta, quedó al otro lado de las barricadas, comenzó su periplo hacia el sur, de un pueblo a otro, en casas prestadas. “Había siempre este sentimiento en el aire de que volveríamos”, explica.

Las propiedades que se quedaron atrás siguen siendo una de las patas por las que cojea el conflicto. Los edificios y tierras abandonadas por el exilio sirvieron a ambas partes para recolocar a los más de 160.000 grecochipriotas y 60.000 turcochipriotas desplazados en virtud de las negociaciones que pusieron fin al avance turco en 1975.

Las cifras, como el paisaje, no encajan. En el norte, sobraron más casas de las que fueron ocupadas por refugiados turcochipriotas. En contraste con la masiva edificación en el sur, ese tercio de la isla permanece anclado en el tiempo, con sus viñedos y campos de cereal salpicados de pequeños pueblos donde las paredes encaladas han sido sustituidas por pintadas que recuerdan la mainland, Turquía. A la población turcochipriota se han sumado los inmigrantes turcos asentados por el Gobierno de la República Turca del Norte de Chipre, principalmente en las provincias de Kyrenia y Karpas.

Vista del barrio fantasma de Varosha.
Vista del barrio fantasma de Varosha.Andreas Manolis (Reuters)

Dentro de la ciudad de Famagusta (Gazi Magusha, en turco), el barrio de Varosha es hoy un páramo de hormigón donde la naturaleza gana terreno a los balcones de hoteles de lujo que apenas aguantan en pie. Dos puestos de control vigilan el perímetro por el que solo acceden autobuses de soldados turcos antes del cambio de guardia. Iacobos no ha vuelto a entrar. “Cuando abrieron los checkpoints no crucé inmediatamente, había mucha gente esperando, pero a mí me llevó mucho tiempo”, dice. Todo un año, para ser exactos, a la expectativa de que se resolviese en 2004 el referendo sobre el Plan Annan para reunificar la isla ante la incorporación de la República de Chipre en la Unión Europea. El 65% del norte votó a favor, el 70% del sur, en contra. Chipre pasó a ser miembro de la UE, que reconoce todo el territorio como un solo país.

“Fue una sensación bastante extraña”, admite, “estaba triste por ver mi casa, pero no fue algo emotivo: no pude entrar, estaba deshabitado, no podía tocarlo”. El barrio es el único lugar en el que una resolución de Naciones Unidas prohíbe expresamente cualquier ocupación hasta el regreso de los propietarios originales. “Antes se veía desde la zona verde”, dice. “Ahora todo está cubierto por árboles; sé que está ahí, en alguna parte”.

Al otro lado de esa misma valla creció Rahme Veziroglu. Su primer golpe de realidad se lo llevó persiguiendo tortugas más allá de la verja encallada que cierra el paso a la playa de Varosha. “Aunque no se podía cruzar, nos encantaban las tortugas y cuando de pequeños nos bañábamos solíamos perseguirlas”, recuerda. “De repente nos asustamos al escuchar gritos y ver soldados con las manos en alto porque habíamos pasado nadando”. “¡Éramos niños, no sabíamos que estaba cerrado!”, se indigna. “Las tortugas podían cruzar y no nosotros, entonces nos dimos cuenta de que vivíamos en una frontera”. Esta joven socióloga y documentalista turcochipriota pertenece a una generación que solo conoce la cicatriz que divide Chipre, no las heridas abiertas por el conflicto. En 2011 rodó junto a un equipo mixto el documental Compartiendo una isla, un proyecto en el que tres jóvenes turcochipriotas y tres grecochipriotas la recorrieron juntos durante cinco días. “Un joven grecochipriota se negaba a cruzar; finalmente lo hizo y fue conmovedor, pero hay mucha gente de nuestra generación que nunca ha estado al otro lado”.

“Quizá deberíamos plantearnos por qué unir algo que nunca estuvo unido”, polemiza el historiador Marios Epaninondos, miembro de la Asociación para el Diálogo Histórico, que promueve la integración a través de acciones bicomunales. “Nunca ha existido una identidad chipriota”, aclara, “ya estábamos separados antes de la ocupación”. Hasta 1974, Chipre vivió un proceso de “homogeneización” durante los años de hierro del conflicto civil que polarizó la isla: casi un centenar de pueblos y barrios en las principales ciudades como Nicosia, Limasol o Famagusta fueron evacuados en 1958 y 1963 ante los ataques de los nacionalistas radicales del EOKA griego y el TMT proturco.

La gente creía que no podía pasar al norte por inseguro. Ahora hay quien encuentra nuestro lado más bonito

A sus 28 años, Rahme apenas se lo plantea. “Intento no olvidar que hay una frontera, porque algunas veces, simplemente, no te das cuenta”, reconoce. Desde que se mudó al lado norte de Nicosia, se ha empeñado en convencerse de que vive en una única ciudad. Su día a día es un ir y venir de visados estampados en el cruce de la calle de Ledra, el más emblemático de la última capital dividida de Europa.

La ciudad antigua, con sus murallas venecianas separadas, es el único punto de encuentro. Allí, Aisha Gokyigit puede pasear a un lado y otro de la alambrada mientras saca fotos de edificios comidos por el tiempo y coches aparcados en los setenta. La línea verde es un arañazo en la historia, una cuneta donde la turcochipriota puede detenerse a charlar con Agilias, vecino de los soldados que custodian el muro. El grecochipriota, de 61 años, señala los restos de la que era su casa, apenas a 20 metros, en el lado norte. “No puedo volver”, apunta, “está en ruinas”. El gesto le hace echar la vista atrás. La familia de Gokyigit fue “recolocada” en Morfú, al noroeste de la isla, después de abandonar su hogar en Polis, cerca de la frontera. “Sé cómo era”, hace memoria, tenía entonces cinco años. “Recuerdo la calle, las tiendas...”.

Cuando en 2003 regresó a la que había sido la casa de su abuelo se encontró a toda una troupe allí aposentada. “Había una familia grecochipriota de padres jóvenes con cinco niños, nos dejaron entrar y estuvimos tomando fotos”. Fueron cinco minutos y nunca más. Durante el tiempo que estuvo trabajando como guía turística ha recorrido ambos lados de la Nicosia amurallada varias veces, pero a Polis solo ha vuelto una. “Creo que fue positivo que abriesen la frontera”, explica. “La gente pensaba que no podía pasar (al norte) porque creía que no era seguro, que estaba bajo ocupación militar. Luego no solo se han dado cuenta de que es seguro, sino que hay quien encuentra nuestro lado más bonito”.

“La gente está demasiado asustada”, puntualiza Rahme, “cuando se abrió la frontera fue bastante desconcertante, en ambos lados había mucho miedo a decir o hacer algo que pudiese molestar al otro”. La joven da el último sorbo a un refresco en un bar de moda en el lado sur de la capital antes de enfilar de nuevo hacia el checkpoint para volver a casa. La rutina le pesa: “Yo solo quiero vivir aquí sin pensar por dónde tengo que cruzar”.

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