Mexicanos con coraje contra el crimen organizado
Tres periodistas han sido asesinados en marzo por los narcos y un periódico cierra su edición impresa
A Miroslava Breach le pegaron ocho tiros en Ciudad Juárez cuando llevaba a su hijo al colegio. El chaval quedó intacto, por pura suerte, pero llevará por dentro ese episodio brutal ya para siempre. Su madre tenía 57 años y era periodista. Había contado cómo los narcos obligaron a centenares de familias de campesinos de la sierra Tarahumara a desplazarse para plantar amapola o denunciado los vínculos entre los políticos y el crimen organizado. Uno de los periódicos en los que colaboraba, Norte, cerró con un simple ¡Adiós! su edición impresa y el director afirmó que en México no existen garantías para hacer periodismo crítico.
Otros dos periodistas fueron asesinados en México en marzo, y hubo otros que apenas consiguieron salvarse. Practicar este oficio no parece muy recomendable. Desde el año 2000 son 103 a los que se han cargado. Las cifras en ese país ponen, en cualquier caso, los pelos de punta: en 2016 se produjeron 20.789 asesinatos, el 22% más que el año anterior: un ratio de 17 por cada 100.000 habitantes, una barbaridad. El Estado de derecho se descompone: al fiscal de Nayarit lo van a juzgar por tráfico de drogas, el exgobernador de Chihuahua anda desaparecido, lo mismo que el de Veracruz. En 2008 se detuvo al zar antidrogas porque cobraba 450.000 dólares al mes del cártel del Pacífico. El dinero lo corrompe todo y son tan estrechas las relaciones entre los asesinos y la Justicia que el 98,3% de los crímenes quedan impunes.
La prepotencia del poderoso viene de lejos y está arraigada. Basta leer aquellas recomendaciones que le daba Pedro Páramo a Fulgor, uno de sus esbirros: “Dile a su padre que vaya a seguir explotando sus minas. Y allá... me imagino que será fácil desaparecer al viejo en aquellas regiones adonde nadie va nunca. ¿No lo crees?”. El protagonista de Pedro Páramo, la inmensa novela de Juan Rulfo —este años se celebra el centenario de su nacimiento— andaba como loco detrás de Susana San Juan, que lo rechazaba, y pensó que cargarse a su padre era la fórmula: “Ella tiene que quedarse huérfana. Estamos obligados a amparar a alguien. ¿No crees tú?”.
Ese círculo diabólico de la violencia funciona a veces con las sugerencias que hacía un tipo con los delirios de poder de Pedro Páramo. Que asesinen a quien estorba y, después, ofrecerse como ángel protector de las víctimas que deja atrás. Una alarmante distorsión de las reglas de convivencia de una sociedad.
El ensayista Sergio González Rodríguez, que acaba de morir de un infarto, se dedicó a estudiar lo que ha ido ocurriendo para que el Estado de derecho en México fuera cada vez más frágil ante el crimen organizado. “Desde su punto de vista, la víctima carece de valor alguno. Es un objeto que puede someter a las vilezas que ordene su deseo de supremacía”, escribió en Campo de guerra a propósito de esas bandas que actúan en el anonimato y que andan sembrando México de cadáveres. Miroslawa Breach no tuvo miedo, y se dedicó a sacar a la luz sus abusos y tropelías. ¡Qué valentía más grande! Se la cargaron.
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