Theresa May mira al futuro y ve a Enrique VIII
El 'Brexit' es una caja de sorpresas o, mejor, la chistera de mago
Es fantástico. Apenas acaba de comenzar el Brexit y ya está produciendo momentos gloriosos al convertirse en una especie de gigantesca chistera de la que no se sabe lo que va a salir. La verdad es que Theresa May ha dado inicio a su actuación apostando fuerte. Nada de sacar unas cartas, un ramo de flores de plástico o un pañuelo que se convierte en paloma. Nada de eso.
La primera ministra británica ha hecho aparecer sobre el escenario a las primeras de cambio nada menos que a Enrique VIII (1491-1527), con una antiquísima ley —denominada sin mucha originalidad, todo hay que decirlo, claúsula de Enrique VIII— que le permitirá saltarse en gran medida al Parlamento y transformar con un toque de varita unas mil leyes y regulaciones pertenecientes al corpus de la UE en vigor en Reino Unido en medidas totalmente británicas. Ni Harry Potter y su Expecto Patronum.
Como en los números de David Coperfield en Las Vegas, la primera ministra británica entró en esa jaula que es el 10 de Downing Street vestida de lentejuelas europeistas. Fue una de las ministras de David Cameron que se opuso con mayor fervor al Brexit. Pero ahora ha salido convertida en un tigre de Bengala. Perdón, en un león británico. De hecho, Londres ha iniciado el proceso en la posición más dura posible. Al leer la zalamera carta enviada a varios Estados de la UE —EL PAÍS publicó la versión para España— en la que entona aquello del “no eres tú, soy yo, pero podemos seguir siendo amigos”, resulta imposible no imaginar a un felino relamiéndose. El Shere Khan de Rudyard Kipling pero en leona en vez de en tigre.
La elección de Enrique VIII como herramienta legal no deja de tener su miga. Es deseable que May no le tome afición al marido de Catalina de Aragón, Ana Bolena, Juana Seymour, Ana de Cléveris, Catalina Howard y Catalina Parr. No solo por el bien de Philip, el marido de la primera ministra desde hace 27 años. Nadie desea que este simpático ejecutivo de fondos de inversión, especialista en ayudar a las grandes empresas a pagar menos impuestos, termine en la Torre de Londres con la cabeza bajo el brazo. Se trata más bien de la alergia que tenía el monarca inglés a respetar el parecer de su Parlamento y el de cualquiera de sus colaboradores que le cantaban las verdades del barquero. Tomás Moro, que también acabó en la Torre de Londres, es un buen ejemplo de ello. Y eso por no mencionar el donde dije digo, digo Diego, del que Enrique fue un maestro consumado. Cuando casó con su primera mujer, la alcalaína Catalina de Aragón, hubo quien puso algún pero, dado que era su cuñada, aunque viuda. No obstante, Catalina era hija de los Reyes Católicos y por su matrimonio con Enrique iba a convertirse en reina consorte de Inglaterra, una alianza de primera división. Por tanto, nada de peros. Tras 18 años, Enrique anuló el matrimonio... alegando ilegitimidad.
No deja de ser paradójico que en el nombre de la “decisión democrática del pueblo” lo primero que haga May sea echar mano de un monarca absolutista. Y esto es solo el principio.
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