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EL ACENTO
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una renta básica en la sociedad de la inteligencia

Finlandia quiere ser el primer país del mundo en poner en marcha un programa piloto: 560 euros mensuales para 2.000 personas

Milagros Pérez Oliva
Una mujer, en una terraza de Helsinki.
Una mujer, en una terraza de Helsinki.andrés campos

La tercera revolución industrial comenzó a mediados del siglo pasado pero es ahora cuando empezamos a notar los profundos cambios que comporta. Con una aceleración sin precedentes en la incorporación de la innovación tecnológica en los procesos productivos y en la vida cotidiana, estamos entrando de lleno en lo que algunos expertos han llamado la sociedad de la inteligencia, por el papel que la computación, los robots y la automatización juegan en ella. Cada día vemos cómo diferentes máquinas sustituyen a empleados que hasta hace poco se sentían muy seguros, de modo que la inquietud por el futuro hiela las espaldas incluso de la gente más preparada: está claro que no habrá trabajo para todos.

Nunca ha ocurrido que una tecnología eficiente y útil, capaz de propiciar un cambio disruptivo, deje de utilizarse por consideraciones sociales. Y las ventajas de la automatización son tan evidentes, que resultaría absurdo tratar de combatirla con actitudes de resistencia. La inteligencia aconseja abrazar los cambios y prepararse para adaptarse a sus consecuencias salvando los estándares sociales alcanzados. Es lo que intenta hacer Finlandia al convertirse en el primer país del mundo que ensaya una renta básica universal. De momento es solo una prueba piloto: 560 euros mensuales para 2.000 personas. Pero tiene un gran valor simbólico porque marca uno de los caminos posibles.

El estudio Tecnology at work v2.0, de la Universidad de Oxford, estima que el 57% de l</CF>os actuales empleos en los países de la OCDE está en riesgo de desaparecer por la automatización. Los mismos autores —Carl B. Frey, Michael Osborne y Craig Holmes— habían calculado en un trabajo anterior sobre EE UU que los empleos en riesgo eran el 47%, lo que da ida de la aceleración del proceso. En China estiman que están en peligro el 77%. Los autores ofrecen datos que ilustran sobre la dimensión y la rapidez del cambio. Por ejemplo, que cada 18 meses se dobla el volumen de datos que se transmiten; que el 34% de la fuerza laboral de EE UU —53 millones de personas— ya trabajan en régimen de freelance; o que la mitad de los empleos que se crearán en la UE requerirán perfiles de alta capacitación.

¿Qué hacer con quienes no la tengan? ¿Y con los que han sido sustituidos por un robot? Si no va a haber trabajo estable para todos, ¿cómo podemos garantizar un mínimo de ingresos para una subsistencia digna? Como ocurrió con las anteriores revoluciones industriales, es de esperar que el salto tecnológico comporte un aumento de la productividad y, en consecuencia, de la riqueza. El gran cambio consistirá en que esta ya no se repartirá necesariamente a través del trabajo. Si eso es así, la cuestión es cómo se repartirá. De momento se apuntan dos posibles vías: repartir mejor el trabajo reduciendo la jornada laboral —Suecia está ensayando la de seis horas— y adoptar una renta básica universal, como prueba Finlandia, con cargo a los impuestos sobre la riqueza que se genere. La alternativa —no repartir la riqueza y abandonar a la gente a su suerte— puede ser mucho peor. Y más costosa en términos de seguridad.

 

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