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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El vuelo que hizo famoso a John Glenn

El legendario astronauta, fallecido ayer, fue el primer americano en efectuar un vuelo orbital

John Glenn entra en su cápsula 'Friendship 7', el 20 de febrero de 1962.Vídeo: REUTERS | EPV
Rafael Clemente

Con John Glenn desaparece el último representante de una leyenda: los siete astronautas del programa Mercury que a principios de los 60 fueron protagonistas de los inicios de la carrera espacial.

Glenn fue el primer americano en efectuar un vuelo orbital. Antes que él, otros dos americanos –Alan Shepard y Virgil Grissom- habían salido al espacio pero en trayectos suborbitales. Tan sólo un “salto de pulga” que los había llevado a menos de 200 kilómetros de altura para volver a caer al mar apenas quince minutos después del despegue. Grissom sería uno de los tres astronautas fallecidos en el incendio del Apollo 1; Shepard, en cambio, fue el único de los siete astronautas Mercury que llegaría a caminar por la Luna.

Glenn voló en febrero de 1962. Otros dos astronautas rusos habían estado ya en el espacio: Yuri Gagarin, que diez meses antes había dado una vuelta a la Tierra, y Gherman Titov, quien en agosto de 1961 había volado durante un día completo. En esas condiciones, para el prestigio de la NASA era imprescindible que la misión de Glenn tuviese éxito.

Pero el vuelo se retrasó y se retrasó. Unas veces por causas meteorológicas, otras por pequeños fallos en el lanzador. Glenn pasó incontables horas encerrado en su cápsula, esperando la señal de partida sólo para ver la misión anulada en el último minuto. Era la época en que los lanzamientos se controlaban casi manualmente, sin apenas apoyo de ordenadores y los problemas de toda índole eran cosa corriente.

Glenn pasó incontables horas encerrado en su cápsula, esperando la señal de partida sólo para ver la misión anulada en el último minuto

Shepard y Grissom habían volado a bordo de un cohete Redstone, copia mejorada de la V-2 alemana. Glenn lo haría a bordo de un Atlas, un cohete originalmente diseñado para llevar una cabeza nuclear al otro lado del mundo. El Atlas era como una lata de refresco; su pared era tan delgada que por sí sola no podía resistir su propio peso. Era el hecho de estar lleno de combustible lo que le confería rigidez.

En la punta del cohete se había acomodado la cápsula Mercury, un vehículo en forma de campana que no llegada a tener dos metros de diámetro. En su interior el astronauta iba embutido, casi como una pieza más del equipo. Aunque se soltase el arnés de sujeción, no podía flotar en ingravidez: Sencillamente, no tenía espacio para ello.

La escafandra –una variante de las que se utilizaban en el avión cohete X-15- tampoco ayudaba al confort. Las perneras estaban diseñadas con la forma de un hombre sentado, de forma que para caminar había que forzarlas en posición más o menos erecta. El interior de la cápsula era un espacio tan claustrofóbico, que en las mangas del traje de vuelo, Glenn levaba instalados unos espejos que le permitieran ver los instrumentos que tenía a su espalda.

Durante su vuelo, la principal tarea de Glenn era verificar el sistema de orientación de su nave. Sólo orientación: Izquierda-derecha, arriba-abajo. Las Mercury no llevaban motores que les permitieran cambiar de órbita. Eso quedaría para sus sucesoras, las Gemini, que ayudarían a perfeccionar las técnicas de encuentro en órbita.

El regreso a la Tierra

Para regresar a Tierra, las cápsulas Mercury llevaban adosado un paquete con tres retrocohetes de pólvora. Iba instalado sobre el escudo térmico que debería protegerla del calor de la reentrada y debía descartarse una vez utilizado.

Pero incluso durante un vuelo tan corto como el de Glenn (sólo tres órbitas en menos de cinco horas) no iban a faltar los sobresaltos. Durante la segunda órbita en las consolas de mando en Cabo Kennedy (el centro de Houston todavía no existía) se encendió una luz indicadora de que la bolsa de flotación situada justo detrás del el escudo térmico se había desplegado. Esto sólo debía ocurrir al caer en el océano, pero no en pleno vuelo. De hecho, si aquel aviso era real, podía suponer la incineración de cápsula y tripulante durante la reentrada.

Cabía la posibilidad de que la señal fuera errónea pero, por si acaso, se decidió mantener el paquete de retrofrenado sujeto a la cápsula incluso después de disparar los motores. SI el escudo realmente estaba suelto, los tres tirantes metálicos que sujetaban el grupo de motores servirían también para aguantar, de alguna forma, el escudo en posición correcta. Al menos hasta que la fricción de la reentrada los quemase. Y, eso, confiando en que los tres cohetes se consumirían del todo para que el combustible remanente no hiciese explosión con el calor de la reentrada, dañando el propio escudo.

Durante la maniobra, a Glenn sólo se le instruyó para no descartar el paquete de retrofrenado pero sin decirle la verdadera razón. Aunque la transcripción de las conversaciones muestran su preocupación por una orden tan sorprendente (y cuyo significado, por supuesto, intuyó) Al final, la señal de alerta fue sólo una falta alarma. La reentrada tuvo lugar sin más incidentes pero la trayectoria quedó corta y la cápsula fue a caer sesenta kilómetros antes de donde estaba estacionado el portaaviones de recuperación. Glenn fue recogido por un destructor de apoyo.

Rafael Clemente es ingeniero industrial y fue el fundador y primer director del Museu de la Ciència de Barcelona (actual CosmoCaixa).

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Sobre la firma

Rafael Clemente
Es ingeniero y apasionado de la divulgación científica. Especializado en temas de astronomía y exploración del cosmos, ha tenido la suerte de vivir la carrera espacial desde los tiempos del “Sputnik”. Fue fundador del Museu de la Ciència de Barcelona (hoy CosmoCaixa) y autor de cuatro libros sobre satélites artificiales y el programa Apolo.

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