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‘Toy Story’ | Eso es de papá

Mis estilos de juego y los de mi hija son distintos. Yo soy un nostálgico, ella es más de comprobación empírica

Madurar es sonreír casi feliz cuando los hijos te rompen tus juguetes de toda la vida
Madurar es sonreír casi feliz cuando los hijos te rompen tus juguetes de toda la vida

Puede que esta sea la columna que menos empatía y reconocimiento despierte entre la mayoría. Pero alguien tenía que escribirla y los padres frikis que la leamos nos sentiremos más comprendidos.

Muchos llevamos toda la vida coleccionando tesoros. Ya sean muñecos en su caja original porque así se conservan mejor y su valor no decrece (aunque nunca pensemos venderlos porque menudo sacrilegio), muñecos sin caja (porque de pequeños éramos más jugadores que coleccionistas), vehículos montados y pintados con esfuerzo, como trenes y coches, discos, libros, cómics… Y los hemos conservado durante años, de mudanza en mudanza o negociando para que nuestra habitación en la casa paterna quedara envasada al vacío, mientras que casi todos nuestros amigos lo tiraron todo cuando les llegó la pubertad y las ganas de tener moto.

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En mi caso, conservo casi un centenar de Masters del universo, Tortugas ninja y GIjoes en perfecto estado, excepto dos o tres que perdieron la goma que les unía por dentro y ya no sienten las piernas. Incluso conservo sus armas en bolsitas de plástico.

Ese mismo impuso juguetero, lúdico y feliz, lo tiene mi hija de año y medio, que al ver mi vitrina de tesoros o los muñecos que tengo por toda la casa alarga las manos como Magneto intentando robar una plancha del Carrefour.

Nuestros estilos de juego son un poco distintos. El mío es más reverencial y nostálgico. Tocar esos muñecos me recuerda las grandes tardes con amigos o los momentos en que yo hacía todos los personajes y que desarrollaron mi imaginación para acabar viviendo de escribir historias. Pero mi niña es más de comprobaciones empíricas. Cual científico macabro quiere ver hasta dónde se pueden estirar las extremidades de los muñecos que tanto me ha costado conservar.

Al principio mi pavor era extremo. “No, no, no, esto es del papa” le decía como mantra y la pobre lo respetaba. Pero viendo sus ojos de gatito de Shrek (porque aunque ella tiene sus propios juguetes adecuados a su edad, los míos la llaman) cedí.

Y le dejé algunos.

Si ser padre es entregarte en cuerpo y alma a cuidar y querer a alguien, eso también incluye los juguetes. Por eso un día empezamos a jugar con la furgoneta de las Tortugas Ninja y ella al momento le arrancó la puerta. Ni Shredder en mil batallas había conseguido hacerles tanto daño a esos cuatro hermanos verdosos.

Tras un pinchazo involuntario de angustia, pensé que era maravilloso que los juguetes que tanta vida me dieron a mí volvieran a vivir con ella. Que sus aventuras continuarían hasta el infinito y más allá (o hasta que ella los desmembrara a todos).

Aunque eso no implica que los muñecos que aún están en blisters se los deje romper.

Quizá para cada cumpleaños abriremos uno juntos. Porque en el fondo los muñecos están para jugar.

O quizá para armonizar ambos impulsos, el coleccionista y el paternal, a partir de ahora compraré dos de cada.

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