_
_
_
_
_
EN PRIMERA LÍNEA

Mujeres en primera línea del cambio climático

Un pequeño huerto en propiedad cambia la vida de sus dueñas y el entorno que les rodea en Guinea Bissau

una campesina de la aldea de Kolindinto Futa (Senegal), recogiendo pimientos en una puerta de su propiedad.
una campesina de la aldea de Kolindinto Futa (Senegal), recogiendo pimientos en una puerta de su propiedad. Rosa M. Tristán
Más información
La gran muralla verde
Senegal, ¿país sin colores?
Senegal planta cara al desierto
Una gran muralla de esperanza

Los mismos caminos rojos, el mismo polvo que se mete en las entrañas, la misma luz… Y alrededor demasiados huecos sin árboles. Estoy junto a una de esas fronteras hechas con tiralíneas hace medio siglo que rompieron étnias, cuencas hídricas, y también bosques. Fronteras por las que hoy transita la deforestación, los cultivos intensivos y un cambio climático que se palpa en los campos y va vaciando de gentes esta tierra de la Casamance, que se reparte entre Gambia, Senegal y Guinea Bissau. El granero de Senegal lo llamaban cuando lo visité por primera vez hace ahora 20 años. Ahora, a través de la ventanilla del coche en el que viajo desde la ciudad de Kolda (Senegal), veo cómo la deforestación campa a sus anchas y la escasez de lluvias deja las tierras baldías, algunas incluso con costra de sal, según me cuentan.

Pese a todo, voy a conocer una revolución en marcha, y las protagonistas son las mujeres en una tierra donde históricamente las ha maltratado, y aún se hace.

El sol machaca las neuronas sin piedad cuando llego con algunos compañeros colaboradores de Alianza por la Solidaridad hasta la aldea de Sissacunda, al otro lado de la línea, en Guinea Bissau. Más de tres horas de camino para 150 kilómetros. En Sissacunda y las aldeas de los alrededores se ha puesto en marcha una iniciativa, dentro de nuestra ONG, que está ayudando a paliar las malas cosechas, pero que sobre todo está transformando a las mujeres. Las mismas, en muchos casos, que fueron casada con apenas 15 años, que dejaron la escuela, que sufrieron mutilación genital… Voy pensando en todo ello cuando, aún sin salir del coche, escucho sus cantos. Todas se han reunido para recibirnos bailando, esa muestra de hospitalidad tan africana que nos acerca sin necesidad de entendernos y que me hace sentir como en casa.

Enseguida se hace visible que aquí la tragedia del cambio climático no es un futurible, es el día a día. A simple vista, todo sigue igual que hace décadas. Las mismas chozas, el mismo pilón para machacar el mijo, las mismas calabazas como menaje… Pero es una falsa impresión. “Nunca hace este calor en estas fechas. Y nunca antes las lluvias fueron tan cortas. Llegaron este año con dos meses de retraso y acabaron antes”, me cuenta Amadou, mientras me muestra unas mazorcas de maíz que apenas miden 12 centímetros. “Y fíjate en el arroz, casi nada”, añade marcando con su dedo un pequeño montón en el que dos mujeres desgranan el cereal. “Yo vivo en Zaragoza. Y me volveré a marchar porque no veo salida en este lugar”, me sorprende en castellano uno de los muchos hombres tumbados bajo un baobab a poca distancia. Inmediatamente, mi mente vuela a Marraquech, donde en una cumbre mundial se ha discutido recientemente para evitar un futuro que estoy viendo con mis ojos.

Lo que antes llamaban el granero de Senegal es hoy un páramo donde la deforestación campa a sus anchas

Enseguida las mujeres se ponen a cocinar el arroz que les traemos. Es la base de la alimentación en Casamance desde que los franceses lo introdujeron hace décadas como monocultivo, un cambio gastronómico que les hizo abandonar el mijo y que, además de dependencia, está generando muchos problemas de salud: hay tremendos índices de diabetes e hipertensión en estas perdidas aldeas africanas.

Poco después, cuando el sol comienza a caer, un grupo de nuestras anfitrionas sale de la aldea con cubos y herramientas de labranza. “Vamos, en marcha”, nos dicen en su lengua pular. Y nos marcan el camino a su revolución: las huertas comunitarias de las mujeres de la Casamance, un pedazo de tierra de poco más de una hectárea que han logrado legalizar a su nombre, en femenino plural (porque están asociadas para gestionarlo juntas) y en femenino singular (porque cada una tiene su espacio para sus hortalizas). Nunca antes en la historia de Guinea Bissau unas mujeres fueron orgullosas propietarias de una parcela. En Gambia y Senegal, donde también visitaré huertas de este tipo, tienen un recorrido histórico algo más largo, pero siguen siendo un logro excepcional. Alianza y sus socias locales (Aprodel, en el caso de Guinea) las han promovido dentro de un convenio transfronterizo financiado con la ayuda a la cooperación española, el SAGE. Aquí las llaman perímetros porque tienen una valla que impide que los animales de la floresta se las destrocen.

“Antes sólo podíamos cultivar en tierra que era de nuestros maridos, que son cultivos de arroz, de mijo, de maíz, y que dependen de la lluvia. Pero ahora nadie sabe cuándo llueve. Y nosotras tenemos aquí nuestros pimientos, tomates, gombó, cebollas y otras cosas que gastamos en casa y vendemos en los mercados”. Me lo cuenta Ajou mientras voy tras ella, renqueando por el calor, entre sus alineadas matas de ñame. En una esquina del terreo abre un grifo y llena su cubo. Su vecina, utiliza una manguera. “¿Ves? Antes regábamos muy poco porque había que sacarlo del pozo, y cada vez de más profundo; era un trabajo tremendo. Ahora, tenemos eso [dice señalando una placa fotovoltaica] y el sol nos ayuda a subir el agua al depósito, que luego lo baja por estas cañerías. Así, la producción aumenta, y también nuestros ingresos”, añade su compañera Fatou, que cava en lo que parece ser un campo de cebollas con su bebé bamboleándose en la espalda. Hoy, 1.012 mujeres como ella tienen también su huerta, que sólo abandonan cuando es periodo de recogida de los cereales o el algodón.

Me fijo en Fatou porque estaba esta misma mañana en un mercado local por el que pasamos con un pequeño puesto, en el suelo. Vendía los productos que ahora veo en las ramas. “Sacamos suficiente para pagar el colegio de los niños o al médico cuando hay un enfermo. Y lo mejor es que son nuestras, que tenemos documentos y podemos venir siempre que queramos”.

Antes sólo podíamos cultivar en tierra que era de nuestros maridos, que son cultivos de arroz, de mijo, de maíz, y que dependen de la lluvia

El trajín es tremendo. Hay que aprovechar la luz antes de que oscurezca, lo mismo que por la mañana aprovechan las primeras horas, cuando aún la temperatura es tolerable. Aquí y allá, se mueven quitando malas hierbas y regando, mientras el sudor se escurre por la piel. “Trabajamos mucho, pero juntas. Nos hemos organizado en una asociación de la huerta”, explican entre cubo y cubo. “Además, ahora los hombres nos escuchan mucho más, hacen caso cuando damos nuestras opiniones porque la huerta colabora en la alimentación familiar si las cosechas no son buenas. Y últimamente no lo son, aunque también nos han dado semillas mejoradas que creen más rápido. Lo malo es que llueve poco y cuando lo hace, llueve demasiado y eso no es bueno para la tierra”.

En los días siguientes, visitaré más huertas como ésta en Senegal y en Gambia, pequeños espacios en los que las hortelanas africanas tratan de hacer frente a un futuro incierto que expulsa a sus hijos adolescentes al hacia los muros de Europa, los mismos jóvenes que me encontraré en un ‘top manta’ cuando regrese, los mismos que habitan los CIES .

En esta aldea de Sissacunda me siento en la primera línea del cambio global. En ese lugar donde no saben de emisiones de CO2, de sumideros, ni de medidas de mitigación, pero lo sufren. Uno de los muchos rincones del planeta donde pequeñas iniciativas, puestas en común, permiten salir adelante frente a un fenómeno que no pueden controlar y que está transformando ya sus vidas. Viéndolas de regreso a la aldea, aún con fuerzas para cargar leña sobre sus cabezas, pienso que las Cumbres del Clima no estarán completas mientras mujeres como Fatou, Ajou y Aminata no sean invitadas a ser escuchadas.

Cae la noche cuando regresamos a Kolda, en Senegal, sin nubes en el horizonte. Y mi compañero Samba Mballo lo confirma: “Sigue haciendo demasiado calor”.

Rosa M. Tristán es colaboradora de Alianza por la Solidaridad.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_