¿Deben temer los océanos la victoria de Trump?
Obama protegió grandes áreas marinas, pero no sabemos si el republicano mantendrá la decisión
La elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos puede tener efectos muy negativos para la consecución de los grandes objetivos de desarrollo sostenible (ODS), adoptados recientemente por Naciones Unidas, a cuya definición e implementación la Administración Obama había contribuido significativamente.
Recordemos, además, que los ODS exigen cambios de paradigma tanto en las políticas domésticas como en la cooperación internacional.Y en ambos frentes,Trump ha anunciado medidas que apuntan justo en la dirección contraria a la agenda de la ONU.
Hablemos en concreto de los océanos (el ODS numero 14), donde se genera la mitad del oxígeno que respiramos y donde se almacena el 25% del CO2 emitido,así como el 90% del incremento de calor producido por el cambio climático. Su preservación es por tanto crucial, para garantizar - —además de la producción de alimentos— la mitigación del calentamiento global; dicha preservación resulta cada vez más urgente,ya que —entre otras causas— la acidificación de sus aguas, producida por el cambio climático está degradando la capacidad del océano para cumplir sus funciones básicas.
Una de las últimas decisiones de Obama fue la proteger, mediante la figura de monumento nacional una gran extensión de sus aguas continentales: Los cañones del noroeste y los montes submarinos. En esta zona de la Costa Oeste de Estados Unidos, los profundos desfiladeros y los volcanes extintos preservan formas de vida en su mayoría ignotas, capaces de sobrevivir durante cientos, incluso miles de años, bajo condiciones extremas de temperatura y de presión. Y en su superficie, la observación de cetáceos en libertad se ha convertido en un extraordinario reclamo turístico.
Y hace pocos días se alcanzó —también en gran medida por el impulso de Obama— un extraordinario acuerdo internacional para la preservación de la biodiversidad marina: la creación de la mayor área marina protegida mundial situada mas allá de aguas jurisdiccionales, en el Mar de Ross (Oceano Antártico). Un millón y medio de kilómetros cuadrados —tres veces el tamaño de España— donde, a partir de diciembre de 2017 estarán completamente prohibidas tanto la pesca como las perforaciones, durante 35 años; y donde solo se permitirán actividades de la comunidad científica, para evaluar con rigor el impacto de esta protección en la recuperación de las especies.
En los océanos se genera mitad del oxígeno que respiramos y donde se almacena el 25% del dióxido de carbono emitido
El mar de Ross alberga la tercera parte de la población mundial de pingüinos Adelaida, así como porcentajes muy elevados de orcas, focas y otras especies. A pesar de su lejanía, estas aguas comenzaban a ser atractivas para la pesca de especies muy cotizadas —como el pez espada antártico—, por parte de las flotas pesqueras industriales, cuya rentabilidad está garantizada gracias a las importantes subvenciones públicas para reducir sus costes de combustible.
El acuerdo se produjo solo unos días más tarde del fracaso de la Comisión Ballenera Internacional, incapaz de alcanzar un consenso sobre la creación de un santuario para las ballenas en el Atlántico; y ha sido posible gracias al cambio de posición de Rusia, el único de los 24 países (más la Unión Europea) miembros de la Comisión para la Conservación de los Recursos Marinos de la Antártica (CCAMLR, en su sigla en inglés) que había vetado este acuerdo durante los últimos años.
La protección del mar de Ross se produce en el contexto de una creciente concienciación sobre el inmenso valor ecológico, social y económico del océano, impulsada por numerosas organizaciones de muy diferente naturaleza; entre ellas, la Global Ocean Commission (GOC), en la que he participado durante los últimos tres años, cuyas propuestas han sido mayoritariamente incorporadas en el establecimiento del ya citado ODS número 14 de la Agenda 2030, así como en los compromisos de la alianza Because the Ocean, que contribuirá a perfeccionar el conocimiento científico sobre la interacción clima-océano,y a establecer mecanismos de rendición de cuentas sobre las medidas a adoptar para frenar el declive del océano.
De todo ello se habla estos días en la COP22 en Marrakech, bajo el escrutinio de numerosas organizaciones y plataformas de la sociedad civil.
Cabe preguntarse si Trump mantendrá al menos los compromisos ya asumidos por Estados Unidos en materia de protección del océano, ya que nada ha dicho al respecto durante su campaña electoral; pero sus declaraciones beligerantes contra las políticas de cambio climático, así como su intención manifiesta de colocar a otro negacionista al frente de la Agencia de Protección Ambiental (APA), justifican la preocupación también en cuanto a sus previsibles actuaciones en las políticas del océano.
Las declaraciones beligerantes de Trump contra las políticas de cambio climático justifican la preocupación en cuanto a sus previsibles actuaciones en las políticas del océano
Por ejemplo, es muy probable que Trump levante las restricciones a la pesca y a las prospecciones de hidrocarburos en los fondos marinos actualmente protegidos en las aguas juridisdiccionales de Estados Unidos; y que se retire de acuerdos internacionales como el alcanzado en el Mar de Ross, perjudicando gravemente su efectiva implementación.
Desde luego, no parece que quepa esperar del presidente electo la menor preocupación por el futuro equilibrio ecológico de otro océano, el Ártico, en pleno proceso de deshielo, que justificaría de sobra su preservación como santuario, a semejanza de lo establecido en su día en la Antártida.
Todo lo contrario: Trump podría —ojalá no sea así— dar prioridad a la explotación de los recursos energéticos del Artico, hasta ahora protegidos por el hielo, y alinearse con Rusia en un enfoque productivista y de corto plazo, con gravísimos efectos ecológicos potenciales.
Por todo ello, es imprescindible la movilización de las organizaciones sociales y de la comunidad científica, que deben trasladar a los gobiernos y al conjunto de la ciudadanía la trascendencia de actuar frenando el deterioro de la biodiversidad marina y la alteración de los ciclos naturales del océano.
Hasta ahora, los procesos de contaminación y de degradación de los ecosistemas marinos han tenido una escasa visibilidad, en comparación con el avance en la comprensión de las causas y los efectos del cambio climático, así como el avance de tecnologías, como las energías renovables, capaces de mitigar calentamiento global. Es hora de colocar al océano en la agenda política.
Cristina Narbona es miembro de la Global Ocean Commission y de Ocean Unite.
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