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Tribuna
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El PSOE y su desgarro

Si el Partido Socialista ha entrado en crisis es por su porfiada negativa a permitir un Gobierno de centroderecha en minoría, al que fácilmente, mediante la negociación, hubiera podido endosar parte sustancial del propio programa

Juan Claudio de Ramón
EDUARDO ESTRADA

 La crisis del PSOE se suele enmarcar en la crisis general de la socialdemocracia europea. Su versión simplificada dice: el socialismo era el partido de un movimiento, el obrero; desaparecido este, la clase trabajadora se descompone en un haz de colectivos con intereses no siempre conciliables, haciendo difícil armar las amplias coaliciones de votantes que aupaban a la socialdemocracia al poder. Es una hipótesis que retener. Lo que se echa de menos, en cambio, es la capacidad de incardinar esa tesitura en el contexto histórico específicamente español: cómo la dificultad para navegar en un mar electoral fragmentado se combina con la muy concreta derrota —en términos marineros— que ha conducido al PSOE a su estado de postración y división. Por mi parte, opino que no se entiende la coyuntura del Partido Socialista sin apuntar a la crisis de la nación constitucional española y al trato continuado de la izquierda española con los nacionalismos periféricos.

Antes de explicar por qué creo que esto es así, aclaremos algo. Si el PSOE se ha desgarrado es por su porfiada negativa a permitir un Gobierno de centroderecha en minoría, al que fácilmente, mediante la negociación, se hubiera podido endosar parte sustancial del propio programa (como el estudio de la reforma constitucional, salvaguardas sociales reforzadas o la derogación parcial de algunas leyes). Que esta salida honrosa se haya vivido como un trágico dilema se intenta explicar en términos de incentivos racionales. Dadas las preferencias de sus votantes, que rechazan un pacto con el PP, y la existencia de un competidor por la izquierda, sería un suicido electoral facilitar un Gobierno de la derecha.

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Encuentro este análisis insatisfactorio por al menos tres razones. En primer lugar, porque supone un votante de centroizquierda cerril. No uno que se oponga en abstracto a pactar con el PP, sino a cualquier pacto posible, sin importar el contenido del acuerdo alcanzado. Un votante antipragmático, adicto al todo o nada, que prefiere preservar su pureza a logros parciales. Personalmente, tengo mejor opinión del elector de centroizquierda español. En segundo lugar, porque supone también un liderazgo incapaz. Incapaz, a través de su discurso y presencia, de proponer, inspirar y finalmente resignificar un marco conceptual desfavorable, haciendo ver a sus votantes la realidad de otro modo. Y en tercer lugar, porque soslaya que ha sido el propio Partido Socialista quien ha generado ese extendido régimen de percepción bajo el cual cualquier pacto con el PP es una herejía: la ratonera que ha cazado al PSOE es de fabricación propia.

Los socialistas han abusado de una retórica que presenta al PP mucho más extremo de lo que es

Así es: en las últimas décadas, el PSOE ha abusado de una retórica que presenta al PP como un partido mucho más extremo de lo que es en realidad. El recurso tiene su origen en aquel spot televisivo del tardofelipismo, en que se asociaba a Aznar con un rabioso rottweiler a punto de soltarse de su correa. El tópico se recogió en la legislatura de Zapatero, cuando hizo fortuna referirse al PP como “derecha extrema” (un mínimo pudor impedía decir “extrema derecha”). Pedro Sánchez volvió a recurrir a la hipérbole en el debate de investidura al presentar a Rajoy como “el líder más conservador de Europa”. El lenguaje melodramático alcanzó nueva cima el sábado tumultuario cuando Patxi López (justamente él, que gobernó gracias al apoyo popular) quiso presentar a los socialistas como la alternativa a la “derecha del sufrimiento”.

Con esta retórica tan sobreactuada, lo único que consigue el PSOE es vedarse el recurso a un pacto con el PP, cuando este se hace necesario o inevitable. No solo para formar Gobierno, sino para abordar, por ejemplo, la cuestión territorial. No ha sido lo menos decepcionante comprobar cómo la reforma de la Constitución, que el socialismo ha defendido como perentoria solución al problema territorial, no le importa, en realidad, lo más mínimo. Porque si tan importante es, no se entiende que se haya declinado usar la baza negociadora para forzar al PP a considerarla. Desde luego, no parece viable la deseada reforma sin un clima de entendimiento entre los grandes partidos, incompatible con la formación de santas alianzas “de progreso”, que solo están de acuerdo en la necesidad imperiosa de “desalojar a la derecha”.

Veamos ahora la confluencia de esta retórica divisiva con el problema territorial, que va más allá de dificultar la reforma constitucional. Porque es fácil ver que para muchos catalanes el odio sobreactuado hacia el Partido Popular, de buen tono en su tierra, ha sido el pretexto para sumarse a una causa independentista para la que acaso no tenían convicciones nacionalistas suficientes. Se escucha a menudo: “No soy nacionalista, pero votaré sí a la independencia porque un Gobierno del PP es una amenaza”. De este modo, guiado por su lazarillo ciego, el PSC, el PSOE ha preparado psicológicamente a sus propios votantes para ingresar en la causa autodeterminista. Pecado de Estado que trae su penitencia electoral: los electores de centroizquierda, para quienes la España democrática de 1978 o una educación bilingüe para sus hijos son valores importantes, votan a Ciudadanos o permanecen en casa. Los que simpatizan con la autodeterminación y asumen su relato justificador, escrito por el nacionalismo y no objetado por el PSOE, votan a la genuina izquierda nacionalista, donde mora Podemos. De ahí que el sorpasso en esas comunidades ya se haya producido: El PSOE ha participado en la educación en el nacionalismo de sus bases y cuadros pero, no siendo nacionalista, no puede recoger el fruto electoral, que se llevan otros. (Y una de las buenas razones para no celebrar un referéndum es ahorrarnos el espectáculo de ver al PSOE hacer la campaña que querrían los nacionalistas contra “la derecha centralista”).

El odio sobreactuado al PP ha sido el pretexto para sumar a muchos catalanes al independentismo

No olvido por un momento el variado espectro de faltas del PP. La corrupción y una incapacidad para comunicar que tiene menos que ver con la torpeza que con la soberbia le hacen acreedor de justas antipatías y reproches. También el PP nos debe su urgente regeneración. Pero no hablo aquí de ese partido, sino del pepé, animal mitológico que quiere destruir el Estado del bienestar, recortar las libertades, someter a las mujeres y reinstaurar el centralismo. El nuevo líder que salga del Congreso del PSOE, si de verdad es líder, y de verdad quiere corregir la derrota que lleva su partido a las rocas, tendrá que matar a ese monstruo imaginario. Alguien capaz de refundar un partido de centroizquierda, español, socialdemócrata y federalista, crítico de populismos y nacionalismos —al precio de pérdidas electorales a corto plazo, pues esas son, en efecto, las modas dominantes— y sobre la convicción de que ser de izquierdas no se reduce a sentir aversión por la derecha. Alguien —ningún juramentado contra Sánchez lo parece— capaz de explicar que los acuerdos con la derecha democrática son posibles y legítimos cuando zozobra la nave del Estado. Mientras no ocurra, el país se seguirá polarizando y el socialismo se quedará sin sitio. No es algo de lo que alegrarse: la derrota del PSOE es también la derrota de España.

Juan Claudio de Ramón Jacob-Ernst es ensayista.

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