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La decisión de la señora May

Las nuevas políticas de la premier británica huelen a nacionalismo xenófobo, tienen el color del nacionalismo xenófobo y son nacionalismo xenófobo

Soledad Gallego-Díaz
La primera ministra británica Theresa May.
La primera ministra británica Theresa May.Carl Court (Getty Images)

Owen Jones, el joven escritor británico, dice que lo más sorprendente para nuestros descendientes será que todo lo que hemos vivido durante los años de la crisis se haya hecho pasar por normal, por algo racional y defendible, y que las instituciones gobernadas por la élite hayan intentado, y en gran medida conseguido, desviar la ira de la gente hacia quienes menos responsabilidad y poder tienen, el extranjero, el emigrante o el refugiado. (La cita procede del libro Periodismo en reconstrucción, de Josep Carles Rius).

La primera ministra británica, Theresa May, una política conservadora, pero no especialmente caracterizada hasta ahora por sus posiciones extremistas, se ha despachado esta semana con un discurso xenófobo y nacionalista, digno de una amiga de Oswald Mosley en los años 30. Por lo que se ve, la solución a los problemas de los trabajadores nativos británicos, a los que su gobierno piensa proteger, es empezar a hacer la vida imposible a los trabajadores no nativos. Algunos pretenden quitar importancia a su decisión de obligar a las empresas a hacer pública su lista de trabajadores no británicos y piden comprensión. La sangre no llegará al río, tranquilidad, es normal que la señora May recoja el sentir de una parte de sus votantes, partidarios del Brexit. Pero la decisión de la señora May no es normal. Solo tiene una explicación posible y un objetivo, ambos fácilmente reconocibles y muy antiguos: alentar la pura xenofobia, para dirigir la ira de los votantes contra enemigos imaginados. Y no se trata en absoluto de algo razonable, ni tiene defensa posible. Huele a nacionalismo xenófobo, tiene el color del nacionalismo xenófobo y es nacionalismo xenófobo.

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La xenofobia ha sido tradicionalmente promovida por formaciones de extrema derecha. La hemos visto desarrollarse en Hungría y en otros países de la Europa central de la mano de partidos ultranacionalistas, que encajan bien con esa definición ideológica. Ha aparecido en Estados Unidos de la mano de Donald Trump, un populista extremista mucho más fácilmente asimilable a ideologías de extrema derecha que al republicanismo tradicional. En Francia, la xenofobia alimenta al Frente Nacional y en Alemania, a la nueva formación AfD. En Holanda se identifica con el Partido de la Libertad, de Geert Wilders, y en Finlandia, con los “auténticos finlandeses” y con un grupo de imbéciles que se hace llamar Soldados de Odin y pretende patrullar por su cuenta las fronteras.

¿Cómo es posible que todo esto nos esté pareciendo normal, ligeramente molesto en el peor de los casos, pero más o menos lógico ante la presión inmigratoria que sufren algunos de esos países? ¿Lógico? ¿Conforme a las reglas de la razón? Desde luego que no. Nada de todo esto se sostiene con las reglas de la razón, ni en Gran Bretaña ni en ningún otro lado. Se sostiene exclusivamente como maniobra política de quienes no son capaces o no creen posible cambiar las condiciones socioeconómicas adversas en las que se mueve una parte de su electorado y piensan que podrán controlarles dirigiendo su ira en otra dirección.

Lo que ha hecho Theresa May escandalizará a nuevas generaciones de británicos. Se ha dirigido a la clase trabajadora británica, a la que muchos otros obreros del mundo le deben grandes cosas, para intentar ponerles en contra de otros trabajadores. Se ha dirigido a “the ordinary working-class people” para decirles, en un lenguaje con engañosas resonancias del viejo laborismo, que comprende su enfado con los “ricos y poderosos” y a continuación, ha intentado enfrentarlos con “la gente común de la clase trabajadora” que vive en la puerta de al lado. Esto no tiene que ver con el Brexit. Esto es otra cosa. Más grave.

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