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Tribuna
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La excusa del pacto educativo

Poco a poco se ha forjado un consenso sobre la necesidad de una reforma consensuada y duradera en la enseñanza. La idea gusta porque permite a los padres trasladar a un sistema imperfecto los propios fallos en la formación de sus hijos

EDUARDO ESTRADA

Nuestro sistema educativo es imperfecto, pero el pacto no va a atacar sus fallos estructurales, por el simple motivo de que estos responden a una demanda ciudadana que, en el fondo, concibe la educación más como consumo o disfrute que como inversión. Si estoy en lo cierto, el pacto aumentará el gasto educativo para tener un impacto dudoso en la formación de las futuras generaciones.

Pese a lo elevado del desempleo, la queja de los empleadores sobre sus empleados más jóvenes no se centra tanto en su aptitud (que también), como en sus actitudes: en su escasa madurez y capacidad de dedicación, concentración y autocrítica. Es un caso extremo pero común e indicativo que lo primero que pida un recién contratado, sin pareja y que vive con sus padres, sea conocer la política de “conciliación” del bufete puntero al que acaba de incorporarse.

La explicación optimista es que los jóvenes desean trabajar menos para así llevar una vida más tranquila. Sospecho, en cambio, que los jóvenes no son conscientes de las consecuencias de sus decisiones. Están sobrevalorando su potencial de ingresos e infravalorando el coste de satisfacer sus deseos. Toman por ello decisiones que pronto se revelan inconsistentes: eligen carreras y empleos en los que invierten menos de lo necesario para alcanzar el nivel de vida al que aspiran.

Lo hacen porque no han sido educados para posponer la gratificación. Al menos, no en la medida en que lo exigen los empleos que les permitirían mantener el nivel de vida de sus padres. Esta incongruencia se confirma cada vez que un bachiller elige estudiar, digamos, Políticas; o cada vez que un recién licenciado actúa como si su formación hubiera concluido; o cuando opta por un empleo de poco esfuerzo y menos futuro.

Las causas y hasta la prevalencia de esta mala educación son, por supuesto, debatibles. Una hipótesis, quizá simplista pero atendible, reposa, en última instancia, en que, tras desplomarse la natalidad, muchos jóvenes han disfrutado una posición de monopolistas emocionales. Como hijos y nietos únicos, a menudo tardíos, han disfrutado de un enorme poder negociador.

La fuerza de los niños y la debilidad de los padres favorecen un “equilibrio” de normas sociales de alta permisividad y consumismo juvenil; normas que probablemente han sido arropadas, que no causadas, por las falacias pedagógicas de los años sesenta, consagradas ya en la Ley General de Educación de 1970. (Sí, mucho antes de la LOGSE). Me refiero a falacias como la visión negativa de todo castigo y competencia; la necesidad de contener el esfuerzo y educar en el disfrute; la marginación del ejercicio de la memoria y el sacrificio; el énfasis en que la responsabilidad es principalmente social y, por tanto, ajena; y la supresión de reválidas y cursos selectivos.

Con el desplome de la natalidad, muchos jóvenes están en situación de monopolistas emocionales

Normas y falacias que, por cierto, aún cautivan a nuestro establishment pedagógico, a juzgar por la propuesta de suprimir los deberes, las reformas que hacen aún más blando el bachillerato, el engaño de enseñar supuestas “competencias” en vez de conocimiento, o la resistencia a permitir a los centros concertados organizarse en libertad.

Normas y falacias que también favorecen mitos exculpatorios tan corrosivos como el de la “generación mejor preparada”; y que generan gregarismo: muchos padres, ante las dificultades que encuentran para educar a sus hijos como hubieran deseado, modifican sus valores para reducir así la disonancia con respecto a sus acciones. Por muy reales que sean, los fallos del sistema educativo representan un similar papel exculpatorio.

Llovía sobre mojado, por la fuerza que tiene en España, pese al descenso en la práctica religiosa e incluso en medios ateos que se creen progresistas, la cultura católica tradicional. Me refiero a aquella que antepone las relaciones personales a las impersonales; en especial, la protección de familia y amigos a todo imperativo social de mayor alcance. El control efectivo de la natalidad ha sido más disruptivo de las normas sociales en sociedades que, como la nuestra, son en este sentido tan culturalmente católicas. El debate sobre los niños mimados se inicia en los años ochenta del siglo pasado en Italia, un país que es aún más católico que el nuestro.

Ese trasfondo cultural también ayuda a explicar la disposición a sostener un ingente flujo de transferencias intrafamiliares. Más que Estado benefactor tenemos aquí familias benefactoras; con similar destrucción de los incentivos para invertir y producir. Quizá no sea casual que el personaje familiar más denostado haya dejado últimamente de ser la suegra, para serlo el cuñado. Un cambio natural, pues este último es ahora el principal competidor por las rentas familiares que, a menudo, es la propia suegra quien distribuye entre hijos, yernos y concuñados.

Lógico por todo ello que en las últimas décadas hayamos anticipado en versión XL dos tendencias que en otros países solo están apareciendo al envejecer los millennials: la de los “niños trofeo” y la “generación bumerán”. Por un lado, padres y profesores hemos premiado el rendimiento de hijos y alumnos, no ya cuando alcanzaban un rendimiento estándar, sino incluso cuando este era mediocre. También hemos desprestigiado el esfuerzo y la competitividad, al fomentar el igualitarismo en la recompensa. En 2016, el porcentaje de estudiantes que superó las pruebas de Selectividad fue del 97%, y eso tras sonoras quejas por lo duro de algunos exámenes.

Suprimir los deberes forma parte de las normas y falacias del ‘establishment’ pedagógico

Como mucho, los jóvenes mejor educados lo han sido en que basta con esforzarse. Se asombran al ser evaluados en función de sus resultados. Es común que el graduado recién contratado rompa a llorar al recibir la primera censura de su jefe. Nadie le ha enseñado a asumir la crítica hacia su trabajo. Muchos incluso están acostumbrados a que las reglas sean flexibles y su incumplimiento negociable, cuando no evitable con solo pedir perdón. Da el tono aquella madre que hace meses regañaba a una anciana porque esta, malherida, se quejaba de que su hijo la había atropellado con el patinete: “Señora, no se queje. ¿No ve que el niño ya le ha pedido perdón?”.

Por otro lado, tenemos también la versión límite de la generación bumerán: si en EE UU algunos hijos retornan a casa tras la universidad, muchos en España nunca la abandonan. El asunto alcanza tintes cómicos cuando, tras empezar a trabajar, alguno de estos jóvenes sigue viviendo con sus padres sin contribuir al presupuesto familiar ni realizar tarea doméstica alguna.

Ojalá haya aquí exceso de pesimismo; pero, en la medida en que esta hipótesis de mala educación familiar se ajuste a la realidad, es probable que las reformas educativas consensuables no solo se queden en la superficie, sino que escondan e incluso magnifiquen el problema. Por supuesto que otras reformas sí podrían restaurar un equilibrio social productivo, aquel en el que la educación fuera inversión y dejara de ser solo consumo. No obstante, ¿cree usted que es ese el verdadero deseo de la mayoría de padres?

Benito Arruñada es catedrático de la Universidad Pompeu Fabra.

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