_
_
_
_
_
Porque lo digo yo
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

‘El jardín prohibido’

El disfraz de la balada es empalagoso pero su esencia es de un cinismo casi insuperable y la mezcla tiene una fuerza desconcertante

El cantante Sandro Giacobbe, en 1974.
El cantante Sandro Giacobbe, en 1974.Angelo Deligio

El verano del 76 arrancó fatal. El 22 de junio murió el payaso Fofó. Luego, dos acontecimientos le dieron un vuelco: una niña monísima de mi edad, Nadia Comaneci, logró lo imposible y una canción de origen italiano, El jardín prohibido, se nos metió en los huesos: "No lo volveré a hacer más, lo siento mucho, la vida es así, no la he inventado yo".

Se vivía la fiebre del baile agarrado, una institución que marcó de arriba abajo a varias generaciones. En los bailes de mis pueblos, Lechago y Calamocha, todos los veranos destacaba un tema que abría el turno de las melodías románticas. Aquel año, la de Sandro Giacobbe fue esa que, nada más asomar, nos envalentonaba para lanzar la pregunta estrella de mi adolescencia -“¿Bailas?”- que, salvo alguna loca excepción, provocaba siempre la misma respuesta: “No”. El protagonista de El jardín prohibido era un caradura que le confesaba a su amada que le acababa de poner los cuernos con su mejor amiga: “Sus besos no me permitieron repetir tu nombre, y el suyo sí, por eso cuando la abrazaba me acordé de ti”. En ese momento, atontados por la emoción, no reparamos en la hondura de una letra que, sin duda, señala un punto y aparte en la historia del recochineo sentimental. Cuarenta años después, la canción conserva su encanto cursi y, al tiempo, muy divertido: el disfraz de la balada es empalagoso pero su esencia es de un cinismo casi insuperable y la mezcla tiene una fuerza desconcertante.

Hay canciones del verano que nunca te abandonan y se reúnen en el rincón zumbón de tu memoria. Y ahí, El jardín prohibido reina en lo más alto.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_