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Tribuna
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Tiempo de valentía

La aprobación de la hoja de ruta no solo es un fraude democrático, sino que va en contra de la mayoría de los catalanes

Junqueras (i) y Puigdemont, en el Parlament.
Junqueras (i) y Puigdemont, en el Parlament. Albert García

Que nadie puede estar por encima de las leyes democráticas y de la justicia es algo que los ciudadanos de a pie conocen muy bien porque les afecta cada día y es un principio básico que no debería ponerse en duda. Sin embargo, los que gobiernan en Cataluña han pisoteado de nuevo esta máxima. Ayer la Constitución, el Estatuto de Cataluña, el reglamento del Parlament y los informes de sus letrados se convirtieron en papel mojado cuando la Presidenta, Carme Forcadell, permitió que se votasen las conclusiones de una comisión separatista cuyo desarrollo está anulado por el Tribunal Constitucional.

Lo permitió con una burda y cobarde estrategia que consiste en intentar derivar a los diputados una responsabilidad que solo corresponde a los miembros de la Mesa del Parlament y, concretamente, a su Presidenta. Un capítulo más del desgaste y el deterioro de las instituciones democráticas catalanas que los políticos independentistas están provocando cada día.

Lo más grave de lo vivido en la jornada de ayer no es solo el fraude democrático permitido por Carme Forcadell, sino que se ha hecho en contra de lo que decidió la mayoría del pueblo de Cataluña el pasado 27 de Setiembre. Hay que recordar que los partidos de la oposición (Ciudadanos, Partido Socialista, Catalunya Sí que es Pot y Partido Popular) obtuvimos más votos que Junts pel Sí y sus socios de las CUP. Por tanto, cuando ganan una votación como esta al tener más diputados en la cámara, la están perdiendo en la calle al representar a menos catalanes. Los que hablan de desconectar de España hace mucho que desconectaron de la propia Cataluña.

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Como si esto no fuera de una extrema gravedad, más preocupante es aún el contenido de las conclusiones aprobadas, que incluye afirmaciones tales como: “estas leyes de desconexión no son susceptibles de control, suspensión o impugnación por parte de ningún poder, juzgado o tribunal”. En resumen, algunos querrían que la hipotética Cataluña independiente fuera el único país del mundo (regímenes antidemocráticos aparte) donde los políticos y sus leyes no estuvieran sometidos al control de nadie.

Mientras en Cataluña se produce este insulto a los principios básicos de la democracia, en el Congreso de los Diputados PP y PSOE no son capaces de ponerse de acuerdo para poner en marcha un gobierno pero parece que sí lo serán para regalarle a Convergencia un grupo parlamentario propio y tres millones de euros que no han conseguido en las urnas. Esta imagen, impensable en otros países de nuestro entorno, demuestra una vez más que los viejos partidos miran para otro lado y piensan más en los intereses propios y cortoplacistas que en los intereses de todo un país.

Por su parte, la debilidad del Gobierno de la Generalitat y su ausencia de apoyos es más que evidente y por ello el Presidente Puigdemont ha tenido que fiar su futuro, y con él el de todos los catalanes, al radicalismo de la CUP. Los actos de desobediencia, como el de ayer, no son más que el precio (seguro que insuficiente) a pagar que imponen los antisistema para que el Presidente de la Generalitat supere la cuestión de confianza a la que se someterá a la vuelta de verano. Puigdemont, aunque no se atreva a reconocerlo, necesita sobrevivir políticamente y ganar tiempo, mientras, con su irresponsabilidad, nos hace perder mucho tiempo y dinero a los catalanes.

Muchos de los que impulsan la independencia carecen en demasiadas ocasiones de valentía para dar la cara en el Parlament y fuera de sus paredes; valentía para reconocer que el pasado 27 de septiembre su plan fracasó; valentía para reconocer que este desafío no va a llegar a ningún lado más allá de confrontar a los ciudadanos y, sobre todo, valentía para reconocer que no tienen nada más que ofrecer a los catalanes que hablar de independencia.

Pero ser valientes no consiste en desafiar las leyes democráticas sino en querer trabajar duro para cambiarlas; ser valientes es hablar sin complejos y enfrentarse a treinta años de partitocracia; ser valientes es apostar por liderar reformas que llevan décadas en un cajón; ser valientes es reconocer ante los ciudadanos que se han cometido errores y que no se pueden conseguir imposibles; ser valientes es dialogar, negociar y ponernos de acuerdo aunque pensemos de maneras diferentes.

En definitiva, desde Ciudadanos sabemos que vivimos en una nueva etapa política en la que necesitamos, más que nunca, recuperar la valentía.

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