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El estigma de la primera generación de adolescentes nacidos con VIH

Los bebés seropositivos se hacen mayores gracias a los antirretrovirales. Comienza su vida sexual con el miedo a ser señalados y a revelar su enfermedad

Un adolescente seropositivo participa en el Campamento Sizanani.
Un adolescente seropositivo participa en el Campamento Sizanani.International

En zulú, ngcolile quiere decir sucio. Para denominar a los que portan el VIH usan la palabra gculazi. Al oírlas suenan parecidas, y no es casualidad. Lindiwe* llevaba tomando pastillas antirretrovirales prácticamente desde que recuerda, pero realmente no sabía que era seropositiva; su abuela le engañaba diciendo que se trataba de unas vitaminas. A los 12 años se dio cuenta de que era gculazi. Pertenece a la que se podría considerar la primera generación de adolescentes que nacieron con el virus en Sudáfrica. Están en la edad de integrarse, de las inseguridades, de los complejos, de tener las primeras parejas. La mayoría se medica y hace una vida prácticamente normal. Al menos aparentemente. El miedo al estigma va por dentro.

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Tan adentro está que muchos de los adolescentes no comparten prácticamente con nadie su condición. Solo su madre sabe que Zola, una joven de 18 años, es seropositiva. Ni siquiera se lo ha confesado a su padre, que no vive con ellas. Ni, por supuesto, a ninguna amiga. Tampoco a las más íntimas. “No te puedes fiar de nadie. Y menos de un adolescente”, justifica. Para estos chavales existe un solo momento al día que los diferencia de los que no portan el VIH: cuando tienen que tomarse las pastillas para mantener a raya al virus. Es algo que han de hacer a diario a la misma hora, estén donde estén, ya sea en el cine o jugando un partido de fútbol. “A escondidas, por supuesto”, afirma Zola.

Al menos, tienen medicamentos. Si se les considera la primera generación nacida con VIH es porque la mayoría de los anteriores bebés con el virus no llegaron a esa edad: en 2007 solo había unos 14.000 seropositivos de entre 10 y 19 años en Sudáfrica y hoy son casi 250.000. Los modernos tratamientos antirretrovirales están disponibles desde principios de este siglo y su generalización en Sudáfrica comenzó en 2004. Sin ellos, aproximadamente el 50% de los niños que llegan al mundo con VIH muere en los dos primeros años de vida. Eso sí, hay alrededor de un tercio que sobrevive a la primera década sin fármacos. Pero más tarde o más temprano todos desarrollan enfermedades que les pueden matar a causa de su inmunodeficiencia. Comienza la vida bajo tratamiento.

Y aunque tomar esa pastilla que les mantiene sanos es realmente el único gesto cotidiano que los distingue de otros adolescentes, su actitud a menudo cambia. Inevitablemente. Zola no quiere saber nada de chicos. “No hasta que cumpla los 21”, matiza. Al principio de su discurso argumenta que es demasiado joven, que está a otras cosas. Pero a poco que se le pregunta, confiesa que le da pánico el momento en el que tenga que sincerarse con él y decirle que es seropositiva. Ella es una de las que sobrevivió a la primera década sin percatarse de que portaba el virus, sin síntomas ni pastillas. Pero a punto de cumplir los 13 comenzó a toser compulsivamente. “Me puse muy enferma, estaba débil, casi no podía levantarme”, relata. El diagnóstico: tuberculosis en su variedad resistente a los medicamentos, más agresiva y difícil de controlar que la convencional. En las pruebas descubrieron que portaba el VIH, y a partir de ahí comenzó también el tratamiento antirretroviral. A los meses estaba otra vez sana, pero “nerviosa”. “Había oído hablar mucho del sida y cuando me enteré temía que me trataran como a un perro”, explica al tiempo que asegura que hoy se siente “fuerte y saludable”.

En 2007 solo había unos 14.000 seropositivos de entre 10 y 19 años en Sudáfrica y hoy son casi 250.000

Lo cuenta junto a dos chavales. No es frecuente verla hablar así delante de otros de su edad. Pero están en un campamento en el que, durante un fin de semana, 50 adolescentes seropositivos de entre 12 y 20 años comparten experiencias y juegos. Como el resto de su vida, se diferencia poco de un campamento de niños sin VIH. Hacen deporte, teatro, dibujan y bailan y cantan. Pero pueden hablar sin tapujos de un tema que fuera de allí es completamente tabú. Algunos comparten sus inquietudes sexuales: ellos afirman que se protegen o que lo harán cuando llegue el momento para no transmitir el virus a sus parejas; ellas, que serán claras para advertirles de que deben usar siempre el preservativo. Quizás para evitar pensar en este momento, otros agachan la cabeza y prefieren no tocar el tema en profundidad. Para Shot-Pase, de 21 años, no fue complicado. Tiene novio desde hace cuatro y nunca le preocupó decírselo. “Le quiero”, justifica. “Cuando se lo conté me dijo que se alegraba de que fuera sincera con él”, añade.

El campamento en el que comparten charlas está organizado por Global Camps África y el Hospital Don McKenzie, que durante todo el año trabaja con los niños y adolescentes seropositivos. Kim Posthumus es una de las vocellis. Se trata de una palabra inventada que sustituye al término consejeros para evitar el estigma, también en el lenguaje. Son monitores que organizan actividades para los niños, casi todas con enseñanzas que les servirán para la vida. “Cada chaval saca algo distinto de aquí, pero en general nuestro objetivo es empoderarlos, que puedan hacer preguntas sin tapujos, que compartan preocupaciones”, explica.

Más allá de las ventajas subjetivas que cada adolescente pueda sacar de compartir un entorno como este, lejos de los estigmas, existe evidencia científica de que iniciativas así pueden ayudar a mejorar la eficacia del tratamiento. Un estudio de este mismo hospital que se presentó la semana pasada en la Conferencia Internacional de Sida de Durban (Sudáfrica) muestra que en una clínica amigable con los adolescentes la supresión viral pasaba de un 80% a un 95%. Este es el objetivo del tratamiento antirretroviral: que el VIH sea indetectable en plasma, de forma que el sistema inmunitario no se ve afectado y se puede llevar a cabo una vida sana y normal. Al estilo del campamento, es un lugar donde los adolescentes pueden compartir vivencias sin ser señalados. Las consultas son los sábados, en lugar de los días lectivos. Así no tienen que faltar una vez al mes a clase, algo que en el segundo país con mayor prevalencia de sida del mundo (por detrás de Nigeria), levanta sospechas entre los compañeros.

Es una fórmula que Brian C. Zanoni, investigador principal y doctor del Hospital General de Massachusetts, ha tratado de exportar a Estados Unidos, pero no lo ha conseguido. “Me he encontrado con problemas políticos. No lo autorizan porque piensan que puede estigmatizar a los chavales. Su argumento es que si creas una clínica para seropositivos, cuando vean allí entrando a los adolescentes los van a identificar. Pero tenemos que ir asumiendo que el VIH es una enfermedad crónica como puede ser la diabetes u otras dolencias que tienen los adolescentes por las que no son señalados ni discriminados”, relata.

"No quiero saber nada de chicos hasta los 21", relata una joven con miedo a contar a otros que es seropositiva

Una aproximación parecida hace Whizzkids United, a un centenar de kilómetros de Durban. Financiado en parte por el Charlize Theron Africa Outreach Project, una fundación que la actriz ha puesto en marcha para prevenir el sida entre adolescentes, este centro es una mezcla de clínica y centro de día para que los chavales, seropositivos o no, aprendan, jueguen y cuiden su salud. Da soporte a un hospital cercano donde los niños solían pasar de la atención pediátrica directamente a la de adultos. Nonhalahla Madlala, enfermera del centro, explica los problemas que esto puede acarrear: “Hay médicos que tratan la enfermedad de una forma demasiado cruda para ellos. Hemos descubierto que casi tan importante como la atención médica es el asesoramiento psicológico”.

Madlala cuenta que casos como el de Lindiwe, de chicos que viven los primeros años engañados por sus padres o abuelos —en Sudáfrica hay 2,1 millones menores de 17 años huérfanos por culpa del sida— haciéndoles creer que toman las pastillas por cualquier otra razón. Y cuando llegan a la adolescencia y son supuestamente más maduros, lo descubren y se llevan el golpe. “No hay que esperar a esa edad, puede generar muchos traumas. No sabemos exactamente cuál es la más adecuada, seguramente entre los cinco y los ocho años, en función del niño, pero siempre antes de la adolescencia para que lo vayan asumiendo con más naturalidad”, cuenta la enfermera. Las consecuencias de este impacto pueden ser incluso fatales. En muchos casos, en un acto de negación, dejan de tomarse el tratamiento, lo que les puede costar la salud.

Según otro estudio presentado la semana pasada en Durban, la proporción de supresión del virus entre los portadores es de un 65% entre niños de 10 y 14 años y del 61% entre los de 15 y 19. El estudio concluye que el hecho de que haya menos supresión entre los más mayores “sugiere que urge mejorar los cuidados para este sector de la población”.

En Sudáfrica están luchando para que no haya más generaciones de adolescentes que nazcan seropositivos. Con tratamiento antirretroviral durante el embarazo, si la madre porta el VIH, se evita la transmisión. Algo que logró generalizar por primera vez Cuba hace ahora un año. En Sudáfrica todavía queda un 2% de transmisión. Es un gran avance con respecto a hace unos años, pero con la prevalencia de sida del país (un 19% entre adultos en edad de procrear) todavía son demasiados casos. Muchos bebés que, si la sociedad no cambia, sentirán este mismo miedo al estigma cuando sean adolescentes gculazi.

*Todos los nombres de los adolescentes seropositivos han sido modificados para preservar su identidad.

Sobre la firma

Pablo Linde
Escribe en EL PAÍS desde 2007 y está especializado en temas sanitarios y de salud. Ha cubierto la pandemia del coronavirus, escrito dos libros y ganado algunos premios en su área. Antes se dedicó varios años al periodismo local en Andalucía.

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